Me desperté asustado, como si alguna tragedia nos hubiera sorprendido a traición durante mi pesado sueño, que empezó recién acabada mi guardia, sobre las 9 de la noche. Tras los segundos de rigor necesarios para regresar al mundo de los vivos, escuché , alarmado, la razón de tanta angustia… era el silencio, un silencio ensordecedor. Si no se escuchaba el batir del agua en el casco del patÍn, al que, según el día, acariciaba o golpeaba violentamente este mar esquizofrénico, quería decir que teníamos un problema serio, o todo lo contrario… Resultó ser todo lo contrario. Allí estábamos, fondeados en medio de la gran bahía que es el puerto de Djibouti. La calma todo lo abarcaba a esas horas de la mañana en las que el día y sus gentes se desperezan en silencio, ausente incluso una leve brisa matutina, el mar convertido en un espejo interminable.
Fondeados junto a nosotros unas cuantas motoras y dos veleros, que aunque bonitos poco saludables, por llevar, supongo, demasiado tiempo encadenados. Un poco más allá, en la entrada de la bahia, una docena de chalupas de pesca local, grandes, aunque no tanto, recias como su madera, con desafiantes , altivas y poderosas proas, y hermosas y presumidas popas, con bonitos y delicados puentes que asemejan hogares en los que no faltan las macetas, con mas tierra que flores, en sus cuidados balconcitos de claros y alegres colores. Frente a nosotros, en la parte norte de la bahia, dos pequeños puertos, uno es la antigua marina, ya cerrada, pero a la que sobrevivió su esencia, un par de destartalados pantalanes y un montón de pequeñas motoras que los abarrotan. El otro es el puerto pesquero, pequeño, pero aprovechado, y con diferencia la zona más despierta y bulliciosa de la bahia, donde se arraciman pequeños barcos de pesca y chalupas de mil esloras y colores que conviven, obedientes y en aparente paz, con los guardacostas, unas austeras y veloces motoras amarradas a su muelle, frente al pequeño edificio color arena donde despachan sus jefes. A lo lejos, en la parte sur de la bahía, en los muelles de lo que adivino es el puerto comercial, grandes buques mercantes, éste de Majuro, aquel de Addis Abbeba, listos para cargar o descargar sus mercancías antes de volver a partir; junto a ellos, siniestros navíos de guerra, barcos de destrucción masiva, grises fortalezas de acero, éste americano, el otro francés, indio el de más allá, aguardando amenazantes cualquier amenaza, menos la suya propia claro está.
Durante el desayuno , acordamos y memorizamos las prioridades que teníamos durante nuestra breve, en el mejor de los casos, escala en Djibouti. El abastecimiento, frutas, hortalizas y demás; y por supuesto, llenar hasta los topes los depósitos de gasoil y agua potable. Y es que, tras cambiar los planes para tratar de llegar directamente a Mauricio, a casi 3000 millas, sin hacer escala en las islas Sheichelles, salir con la despensa y los tanques a rebosar constituía la premisa indispensable. Por último, y no menos importante, contactar con los militares de la OTAN, integrantes de la operación Atalante, destinados en Djibouti para luchar contra la pirateria, ese peligro silencioso, ese temor callado que habitaba en el lugar más oscuro de nuestros sueños.
Ya de faena, con el dingui en el agua, nos dirigimos, al pequeño puerto de pescadores a escasos 500 metros de nuestro fondeo. El puerto consistía en un muelle de unos 80 metros por 50, en el que los barcos pequeros aprovechaban al milímetro cada centímetro de hormigón, abarloándose los unos con los otros como si de una orgia se tratase. Ocupando todo un lateral del muelle, resguardadas bajo un portal de arcos, se encontraban la lonja, vacia a esas horas, y la cofradía, atestada de pescadores que aprestaban sus redes antes de salir a faenar. Junto a la cofradía, una simpática y encantadora cafetería de blanco y azul cielo invitaba a tomar no importa qué para acompañar su deliciosa y refrescante sombra.
LOS SOLDADOS IMPERIALES
Tras realizar el registro de entrada de nuestro barco con los guardacostas (hay que ver lo cara que se nos ha puesto la burocracia a los navegantes..), nos dieron malas noticias. El visado de tránsito para el día escaso que íbamos a permanecer en tierra, costaba 55 dólares por persona, así que tras una rifa búlgara el visado de premio se lo llevó, como no, Steph, el capitán, que para eso había organizado el sorteo. El resto, Karina, Javi y yo quedamos confinados en la bahía, sin salida, pero con multitud de sorpresas y distracciones. Acompañé a Steph con nuestro dingui, sin duda el más rápido de la bahia, al puerto comercial, para presentarse en inmigración . De camino nos vimos obligados a recorrer de proa a popa , y confieso a no demasiada distancia, la gigantesca eslora del barquito de guerra americano. Entre el monstruo y nosotros, flotaban, vigilantes como rémoras, dos lanchas semirrígidas con la inscripción U.S NAVY en el costado, armadas con dos aterradoras metralladoras díria que antiaéreas por su desmesurado tamaño y la presencia de tres marines en cada una, que nos miraban entre sorprendidos y curiosos. Dejé a Steph en un pequeño espigón, junto a uno de los muelles donde un barcarrón descargaba todo el alquitrán que guardaba en sus entrañas. El sol asesino del mediodía tropical, la dureza del puerto, que no ofrecía ni una miserable sombra, ni tan siquiera una brizna de brisa, y los golpes de calor seco y sucio que desprendía el alquitrán creaban una atmósfera abrasiva, infernal, que en nada parecía afectar a las decenas de estibadores que, alegres y bromistas, cantaban, jugaban y hasta corrían muchísimo más de lo que trabajaban.
Volví a nuestro barco, ya sin Steph, por la misma ruta que había tomado. Al atisbar a unos 200 metros de distancia el barquito americano, una de las rémoras aceleró a todo gas dirigiéndose descaradamente contra mí. Para mi alivio, el puesto de la ametralladora se hallaba libre de marines. Lejos de amedrentarme seguí planeando a todo correr, en paralelo al navío, una travesura. Cuando la rémora se hallaba a escasos 10 metros, a la altura de la popa del navío, se puso en paralelo a mi trayectoria, acompasando la velocidad y marcándome, de una manera más temeraria que agresiva, para que no me acercara ni un pie más al orgullo gris del tío Sam. A mitad de eslora del navío, la segunda rémora tomó el relevo, copiando la misma maniobra que la primera. Tras un par de provocadoras cuchilladas por mi parte, faltaría más, llegué a nuestro barco indemne, que no era poco tras haber medido mis fuerzas contra las mismísimas huestes del ejército imperial.
Unas horas más tarde, Steph volvió con las compras hechas, en las que escaseaba un poco de todo, pero que contaban con lo esencial. Nos reunimos con el capitán del puerto para tratar de conseguir 700 litros de agua dulce y 1.000 de gasoil. Para el gasoil no hubo problema, llamó a un camión cisterna para que nos pudiera llenar los depósitos junto a uno de los muelles del puerto comercial. Para conseguir agua lo teníamos más complicado pues el puerto no disponía de agua potable. Nos quedamos un rato más hablando , sobre lo humano y lo divino, sobre el todo y la nada, con el capitán, un afable y atento djiboutiense ya entrado en años, que en su ya lejana juventud había cursado estudios en Francia, por la que sentía gran devoción, principalmente por sus quesos y sus madames. En plena conversación , llamaron a la puerta del despacho 2 oficiales de la US Navy que, a juzgar por sus galones y por la cantidad de colorines que lucían en el pecho, debía tratarse de los jerifaltes del barquito americano. El capitán del puerto les pidió amablemente que esperarán fuera hasta que terminará nuestra (ya intrascendente) reunión. Nosotros, algo impresionados por la pomposa llamada del imperio, nos apresuramos a despedirnos del capitán de puerto, agradeciéndole su ayuda y su muy preciado tiempo. El capitán respondió con regocijo que ante nuestra ilustre y extraordinaria visita, el segundo velero que pasaba por el puerto en más de un año y medio, eran los americanos los que tenían que esperar, así que a carcajada limpia y sin piedad, dejamos que los solemnes oficiales gringos se achicharran durante 15 largos minutos bajo el inclemente sol africano.
UN POCO DE KHAT ES MUCHO
Al atardecer, ya amarrados en el muelle y según lo acordado, llegó el camión cisterna con 1000 litros de gasoil, 200 litros para colmar los dos tanques de combustible y 800 litros para llenar 4 bidones de reserva. A la excepcional puntualidad le sucedieron, como era previsible, el rosario de dificultades que suelen ocurrir en estas latitudes: que si la pistola del surtidor es demasiado grande para la boca del tanque y hay que ir a por una más estrecha; que si con la pistola estrecha el gasoil sale con demasiada presión y cada vez que el deposito se ahoga se crean unas preciosas fuentes por las que el gasoil sale a borbotones, perdiendo litros y litros de la preciada savia; etcétera. Cuatro largas y agotadoras horas después, finalizamos el repostaje, empapados no solo de sudor sino también de gasoil.
La carga del agua se presentaba infinitamente más complicada. La única solución que habíamos encontrado hasta el momento consistía en traer el agua de una gasolinera, a más de 5 kilómetros de distancia, lo que conllevaba unos 7 viajes en taxi para rellenar a garrafazo limpio los interminables 700 litros de nuestro tanque. Ante el penoso y costoso panorama me dirigí a la cofradía de pescadores con la remota esperanza de obrar el milagro. Al llegar a la cofradía fui recibido a pie de muelle por 3 jóvenes pescadores que en 3 minutos acabaron de un plumazo con nuestros problemas. Tenían agua desalinazada, pero potable, algo salada para mi fino gusto, y una manguera de unos 50 metros, así que nos podíamos abarloar, dios sabe cómo en medio de aquel caos, y hacer llegar la manguera hasta nuestro depósito. Acordamos la cita para la mañana siguiente, a cambio de 30 dólares. Antes de partir hacia el barco con las buenas nuevas, me senté junto a unos ociosos pescadores para compartir charla, sombra y té. Masticaban sin parar hoja de khat, un estimulante natural, semejante a la hoja de coca andina, que por lo visto tiene un fuerte arraigo social y cultural tanto en Djibouti como en la vecina Yemen . No me lo pensé dos veces cuando me ofrecieron un puñado de hojas, la educación manda. Y allí me quedé junto a ellos, en aquel encantador y fresco rincón, charlando, riendo, contemplando y masticando sin parar, como una jirafa, aquella hoja bendita, imbuido en un estado de felicidad y facilidad absoluto hasta que me sorprendió una fabulosa puesta de sol.
Al llegar al barco, aún en estado de gracia, lo confieso, celebramos mi acuerdo con la cofradía y brindamos por lo conseguido. Al día siguiente, a las 8 de la mañana y con algunas dudas en lo más oscuro de mi corazón sobre si mis amigos pescadores cumplirían su parte del trato, nos dirigimos con el catamarán al pequeño puerto, donde para mi alegría y prestigio nos estaban esperando. Conseguimos abarloarnos entre dos grandes chalupas, una maniobra de precisión nanométrica, y nos hicieron llegar la manguera, de la que no sobraban ni 10 centímetros. Una hora después partíamos a toda prisa, como fugitivos, rumbo a las Mauricio, pues por lo visto y escuchado, uno de los jefes de la cofradía no estaba del todo de acuerdo con nuestro repostaje y nos iba a denunciar a los guardacostas, por lo que ante los improperios y las desconsideraciones que nos lanzaba aquel viejo desde el muelle, nuestros jóvenes amigos nos suplicaron, desesperados y a gritos, que zarpáramos de inmediato so pena de que llegaran los guardacostas y aquellos litros de agua nos salieran más caros que el ron.
LA SEGURIDAD QUE OFRECEN LOS NAVÍOS DE LA OPERACIÓN ATALANTA
Con respecto a nuestros nuevos y circunstanciales amigos, los militares de las fuerzas de la OTAN , con base en Djibouti, que luchaban contra la piratería, tuvimos nuestro primer y único contacto directo, sin llegar al bis a bis, la noche de nuestra llegada. La marina francesa nos llamó por VHF , y tras darnos la bienvenida al país , en el que por cierto, mandan, y mucho, nos pidieron toda la información relativa al barco, a nosotros, sus tripulantes y a nuestra ruta y destino. El armador del barco, un francés residente en Mauricio, hablaba a diario, antes de nuestra llegada a Djibouti, y después de nuestra partida, con los militares franceses para facilitarles nuestra posición, que obtenía de un localizador GPS que llevamos a bordo. Lo sabían todo, quienes éramos, donde estábamos y adonde íbamos. El que mostraran conformidad con nuestra ruta (el que calla otorga) nos daba cierta tranquilidad. Asimismo, el capitán del puerto, durante nuestra entrañable charla, nos dijo que las fuerzas de la OTAN, con independencia de la información que les pudiéramos suministrar sobre nuestra posición, nos tenían constantemente monitorizados y que se cumplían ya 3 años del último ataque pirata por lo que, si bien muy vigilantes, pues la situación que hace posible la piratería somalí no ha cambiado, podíamos estar tranquilos.
La primera parte de nuestra travesía por el océano Índico discurría por el temido golfo de Adén. Sin duda la parte más comprometida del viaje, ya que en este gran cañón, de más de 500 millas de largo y de unas 130 de ancho, conviven la barbarie de la guerra, civil o mundial, depende de cómo se mire, en la costa norte, en Yemen; y la amenaza, menguada pero real, de la piratería somalí en la costa sur. Ya sea por la confianza que nos daba la presencia de militares de la OTAN, ya sea porque preferíamos, por mayoría que no unanimidad, el robo y el más que seguro cautiverio que sufriríamos con los piratas, a la muerte segura en caso de ser alcanzados por fuego amigo, accidental, intencionado o de verbena, qué más da, en las costas yemeníes, lo cierto es que trazamos una ruta que discurría a escasas 50 millas de la costa somalí. Nuestra primera idea era cruzar todo el golfo hasta la isla de Socotra, perteneciente al Yemen, y pasarla por el norte antes de doblar al sur, para entrar propiamente en el océano Índico, con lo que ganábamos unas 200 millas de seguridad para navegar en paralelo a las casi 1000 millas de la costa oriental somalí, hasta la latitud de las Seychelles.
Saliendo de Djibouti nos encontramos vientos suaves del Este, de entre 10 y 15 nudos, que, dados los riesgos expuestos, nos rodeaban en el golfo de Aden impidiéndonos navegar a vela, pues de haber bordado para salvar el viento de morro, nos hubiéramos acercado demasiado al Yemen o a Somalia. Una noche, un par de días después de nuestra partida, nos cruzamos, por babor, con lo que parecía ser un navío de guerra de la OTAN en labores de vigilancia. Cuando nos encontramos a la altura de su eslora, a unas 3 millas al sur del mismo, un potentísimo foco de luz con un alcance de unas 5 millas iluminó nuestro barco, deslumbrándonos durante unos 3 minutos, para volver a apagarse una vez dejamos atrás el navío. Este breve encuentro, que en otras circunstancias nos hubiera aterrado, nos aportó, además de luz, muchísima tranquilidad, pues venía a confirmar punto por punto lo que días atrás nos transmitió el capitán del puerto de Djibouti, es decir, que las fuerzas de la OTAN, cual Gran Hermano, seguían nuestra estela y nos vigilaban con más o menos discreción, o e forma escandalosa, como habíamos comprobado.
PREPARADOS PARA EL ASALTO
DÍas después, tras casi 500 millas navegadas, ante el penoso panorama de seguir navegando a motor otras 400 millas, hasta pasar la isla de Socotra, con el viento y las olas de cara in crescendo, a la altura del cuerno de África y al abrigo de una negrísima noche sin luna, que lo sumía todo en la más profunda oscuridad, decidimos virar al Sur para entrar en el océano Índico a escasas 20 millas de la costa somalí, calculando que al amanecer habríamos ganado más de 50 millas respecto a la costa, a salvo de cualquier pirata nostálgico que esa mañana oteara el horizonte en busca de pescado fresco. El océano Índico, como la luna, se alió con nuestra causa y cumplió con su cometido, recibiéndonos con sus aires favorables, a lo que correspondimos agradecidos navegando a toda vela con deliciosos vientos de través de entre 20 y 25 nudos. ¿Qué más se puede pedir?.
Las precauciones que tomamos durante la navegación de las 1.500 eternas millas de costa somalí, entre la costa de Adén y su costa oriental, son las que a buen seguro adoptaría cualquier pirata diligente, con un mínimo de pericia, durante sus rastreos o antes de llevar a cabo un abordaje. Navegar completamente a oscuras, apagando todas las luces del barco, incluidas las luces reglamentarias de navegacion, anular el detector de radar que llevábamos en el obenque del mástil, desconectar el receptor/transmisor de VHF y encender el radar un minuto cada hora a fin de controlar los barcos a nuestro alrededor. En definitiva, ser invisibles. Además fabricamos, con la esperanza de no utilizarlos jamás , 4 cócteles molotov, una mezcla de gasolina y gasoil, para la fiesta de bienvenida en caso de recibir visitas no deseadas.
Los favorables y benditos vientos del nordeste nos seguían acompañando, y la previsión, al tratarse de vientos alisos, anunciaba que seguirían soplando hasta el Ecuador, a unas 1000 millas de distancia. Todo discurría plácidamente y sin sobresaltos hasta que una noche, tras varios días sin avistar mercante alguno, observamos en el radar lo que parecían dos embarcaciones, una grande y otra más pequeña, a unas 10 millas de distancia, que por momentos desaparecían de la pantalla. No pensar que se trataba de piratas hubiera sido como creer en los reyes magos. Allí estábamos los cuatro, en cubierta, esperando como el que espera a su verdugo. El silencio era de lo más pesado y la tensión se respiraba en cada cigarrillo. Para más inri, la luna más llena, luminosa y traidora que jamás he visto rompió nuestra alianza y se cambió al bando pirata, acabando de un plumazo con nuestra invisibilidad cuando más falta nos hacía. Durante 10 larguísimas millas esperamos la ineludible fatalidad, que para nuestra inmensa flor, nunca llegó. Falsa alarma. Ahora solo faltaba cumplir alguna de las promesas que uno realiza al Dios de la zona, muy en serio, desde la más absoluta desesperación, en caso de conjurar la amenaza en cuestión
Y así aliviados, navegando y pescando los sabrosos regalos que ofrecen estos generosos mares, atunes, llampugas, wahus o barracudas, llegamos al ecuador, latitudes malditas para los navegantes, pues los vientos abandonan el orden y la constancia que tienen en el resto de latitudes y enloquecen, desapareciendo durante días y volviendo a aparecer con furia, desde cualquier azimut, como si tratasen de recuperar el tiempo perdido, acompañados de fuertes chubascos que al menos refrescan el bochorno que carga el ambiente, ofreciendo además la oportunidad de llenar el vacío que reina en el depósito de agua. El ecuador es un zona que varía sus márgenes de latitud en función de la Longitud en la que te encuentres y de la época del año. En nuestro caso se encontraba entre l=3°N y 4° S, aproximadamente , o sea unas 600 millas en las que alternamos equitativamente vela y motor.
Al abandonar el ecuador y entrar en el hemisferio sur cambiamos de amenaza, la piratería dejó paso a otro peligro más destructivo y poderoso, del que no podrían librarnos ni todos los ejércitos del mundo, los huracanes, que en el Indico sur establecen su temporada entre los meses de diciembre y marzo. Nosotros cruzamos hacia el Sur a finales de enero, en los días álgidos de los ciclones. Afortunadamente teníamos dos escudos para minimizar los riesgos de vernos atrapados ante semejante coloso de la naturaleza: los partes meteorológicos y el gran conocimiento que atesora Steph sobre la naturaleza y comportamiento de los ciclones después de haberlos sufrido en sus carnes. El armador del barco, que nos esperaba en Mauricio, se comunicaba diariamente con nosotros por teléfono satelital, con lo que teníamos un parte meteorológico diario al detalle y en caso de que se formara un huracán o una tormenta tropical, teníamos tiempo suficiente para cambiar el rumbo y evitarlos o buscar incluso sus vientos de cola y aprovecharlos para navegar.
El Índico Sur nos recibió con su cara más brava, con fuertes y constantes vientos de entre 30 y 35 nudos del sudeste que no nos daban el más mínimo respiro. Al viento le acompañaban pequeñas pero potentes borrascas, que nos cruzaban con una asombrosa y desgraciada regularidad, y nos traían además de mucha, muchísima agua, mucho, muchísimo viento, de más de 50 nudos, que convertían la navegación en una lucha extenuante, pues ante la llegada de cada chubasco nos preparábamos para lo peor, aparejando el velamen para vientos casi huracanados y soltando de nuevo las velas una vez superada cada borrasca, lo que nos robaba, no sólo tranquilidad sino también muchísima energía e incontables horas de sueño.
HAPPY END
Cuando nos hallábamos a la altura del paralelo 12 S, a unas 500 millas de nuestro destino nos topamos con una gran depresión, situada alrededor de los 14 S, que se desplazaba muy lentamente y para nuestra desesperación, hacia nuestro destino, enviándonos infames vientos del sur, vientos de morros que comprometían nuestro avance. A esos inoportunos vientos les acompañaba una fortísima corriente de leste, que desviaba nuestro rumbo entre 40 y 50 grados con respecto al rumbo de aguja.
Al fatigoso rumbo al que ese cóctel fatal de viento, mar y corriente nos condenaba, se le sumaba nuestra desesperante velocidad, que a toda máquina ni siquiera llegaba a 2,5 miserables nudos. Así durante veinte interminables horas. A tan frustrante panorama le acompañaban grandes y violentas olas que rompían inmisericordes contra el casco, cubriendo de agua la cubierta y penetrando por cualquier rendija en el interior del barco, anegando la esperanza de encontrar calor y refugio ante las inclemencias del mundo exterior.
Físicamente agotados, con el ánimo maltrecho ante el cúmulo de adversidades y sin esperanza alguna a la que aferrarnos, decidimos correr el temporal, invirtiendo el rumbo hacia el nordeste, alejándonos de nuestro destino, con un mínimo de vela para aguantar el nuevo rumbo, apagar motores para no malgastar nuestro escaso combustible y descansar cuerpos y almas hasta que la maldita depresión se moviera de su infranqueable atalaya desde la que minaba no sólo nuestra moral si no también cualquier atisbo de avance hacia nuestro destino.
Veinte horas después y a unas 40 millas desde el punto donde decidimos tocar retirada la noche anterior, los vientos, poco a poco, rolaron de nuevo al sudeste, la corriente se domesticó y nosotros, grado a grado, fuimos recuperando nuestra razón de ser, nuestro querido rumbo Sur y con él las fuerzas, el ánimo y la sonrisa que habíamos perdido.
Siguieron los fuertes vientos, las malditas borrascas de vientos titánicos y lluvias apocalípticas, la falta de sueño y el exceso de agua y humedad, pero a rumbo y con las velas hinchadas hasta las miserias saben a dulce.
Y de este modo, con el alma embriagada de dicha y felicidad, eternamente agradecidos a esta vida y a los mares, brindamos a nuestra llegada en una taberna de Mauricio por lo vivido y lo navegado, 5.000 millas al sur de aquella otra taberna de Atenas que nos vio brindar con incertidumbre e ilusión antes de iniciar esta gran aventura que he tenido la inmensa fortuna de poder contar.