La primera impresión que uno tiene al llegar a Port Said, puerta de entrada mediterránea al Canal de Suez, es que los tiempos de abundancia e impronta hace ya mucho que pasaron para esta ciudad portuaria de elegancia antigua y de encantadora decadencia. Nada más lejos de la realidad. Port Said es hoy un baluarte de la globalición, uno de los enclaves estratégicos del comercio planetario, que concentra el 70% del tráfico mundial de mercancías.
A esa falsa y primeriza impresión, algo que suele pasar, contribuyó no sólo el aparente estado de descuido de esta otrora presumida ciudad, o el desorden y el caos al que embarcaciones de todas las esloras y naturalezas someten a la entrada del canal. Ayudó también el carácter de la primera visita que recibimos a una milla escasa de la entrada del canal, que parte en dos riberas la ciudad. Se trataba de la primera visita de las autoridades, la embarcación de Prácticos del Canal, que para entendernos viene a ser la policía de tráfico . Tras abordarnos, lirteralmente, mostraban muchísimo más interés en conseguir un par de cajetillas de tabaco que de indicarnos la ruta a seguir . Una vez satisfechos, que no contentos, nos mostraron vagamente y con evidente desgana el puerto al que debíamos dirigirnos.
La única marina deportiva de Port Said consiste en un muelle de unos 50 metros por 30, con algunas torres de agua y electricidad y un coqueto y ajardinado Yacht Club, al que por lo visto, acudían las mujeres más cosmopolitas y ociosas de la ciudad. Said, el empleado de la agencia que habíamos contratado para tramitar la farragosa y costosa autorización para cruzar el Canal, nos esperaba alli.
El cruce del Canal, de Port Said a su ciudad hermana Suez, bañada por el Mar Rojo, en la entrada sur de Canal, a 100 millas de distancia, se hace, obligatoriamente, para embarcaciones de recreo en 2 etapas, con parada y noche en Ismailiya y siempre con un práctico de la Autoridad del Canal a bordo, que es el responsable del gobierno de la embarcación. Autorizaron nuestro cruce tras solo dos días de espera. Aún no se había despertado el día cuando llegó el práctico e iniciamos el cruce en medio de una impresionante caravana de mercantes, que nos adelantaban e intimidaban, a menos de 15 metros de distancia, y a su paso, como si de montañas se tratasen, eclipsaban al mismo Sol.
El Canal de Suez, a diferencia de su primo de Panamá, no tiene exclusas pues no hay una diferencía de nivel significativa en su trazado. El desierto domina tanto la ribera africana del Canal, como la ribera del Sinai. La naturaleza desértica del entorno del Canal determinó que los trabajos para su construcción consistieran básicamente en el drenaje de su arena y que dicho drenaje se siga practicando para su constante mantenimiento. Todos esos millones de toneladas de arena, depositadas en las orillas del Canal a lo largo de sus más de 100 años de vida, han creado grandes dunas artificiales que realzan su carácter inhóspito. El desierto otorga al canal una atmósfera de quietud, casi atemporal, que se acentúa con el cómplice paso de los mercantes gigantescos, parsimoniosos, silenciosos, inquebrantables…
Ajenos a su paso, aquí y allá, salpican el canal pequeñas canoas de pescadores, que impasibles, con una calma temeraria, lanzan y recogen sus redes a escasas brazadas de estos titanes de acero, a los que acarician a su paso, ejerciendo a la perfección el papel de anfitriones de las aguas del canal, que nacer los vió y en pescadores los convirtió. A una velocidad mínima de 5 nudos, como es obligado, tardamos unas 6 horas en navegar las 50 millas que nos separaban de Ismailiya. El práctico nos dejó a mediodía, con su voraz apetito ya saciado, en la marina de la ciudad, pretenciosa y con un ligero toque kitsch, a la que, por lo visto, acudían a reunirse y a celebrar las gentes más finas del lugar.
Al mediodía siguiente, tras el paso de un convoy militar, que a alguna guerra atendería, reanudamos el cruce, con un nuevo práctico a bordo, menos perezoso y más religioso que el anterior, llegando a nuestro destino, Suez, cuando ya había anochecido. La célebre y desgraciada Suez, más rica en fama que en fortuna, no guarda, a diferencia de su hermana Port Said , testimonio alguno de su elegante y distinguido pasado colonial, pues más que disfrutar de su posición en el canal, la ha padecido, sufriendo en sus calles las guerras que por su dominio la asolaron varias veces en el siglo XX. Esa belleza de otra época que el tiempo no pudo arrebatar a Port Said, se la llevaron las bombas de su gemela Suez. La marina de Suez era el vivo reflejo del estado ruinoso y desencantado, por tanto dolor, supongo, de la ciudad. Por no tener, no tenía ni un muelle, ni un simple pantalán en el que atracar. Por lo escuchado, una apocalíptica tormenta de arena había destruido semanas atrás el único pantalán que tenía. Fondeamos en el campo de boyas situado frente al modestísimo y semiabandonado Yacht Club. Allí, fondeados, encontramos para nuestra sorpresa, unas 6 motoras de entre 50 y 80 pies, de líneas muy ochenteras, en perfecto estado de mantenimiento, y un catamarán de 60 pies. Todos con bandera israelí .
A la mañana siguiente, tras las compras de rigor y antes de partir, los vecinos israelís nos invitaron a tomar un anís en su catamarán. Era un alegre grupo de 8 jóvenes y su capitán. Nos contaron que estaban haciendo un chárter de 10 días, y llevaban 4 días esperando la autorización para cruzar el Canal. Supongo que su estrella, por bíblica que sea, no trae buenaventura por estos parajes islámicos. Tras explicarles nuestro viaje, el capitán, con naturalidad hebrea , me preguntó qué tipo de armas llevábamos a bordo. A mi escueta respuesta, ‘ninguna’, reaccionó con una sincera expresión de asombro, acompañada con una sonrisa, entre cínica y condescendiente, que aún permanece en mi retina. Acto seguido, soltó el lastre… Era ex militar y ex mercenario, y había trabajado muchos años como escolta armado en buques mercantes frente a las aguas de Somalia y en el golfo de Adén. Pese a admitir, con la boca pequeña, no haber sufrido ataque alguno durante esos años, sus previsiones eran aterradoras. Los piratas, sentenciaba, atacan tan al norte como las aguas de Sudán, en el mar Rojo, como tan al sur como las costas de Madagascar; y tan al este como la India. El océano Indico , en resumidas cuentas, estaba infestado de piratas, de los que sólo la suerte nos podría librar. Afortunadamente, dijo de una manera fría y calculada, nos podía dar el teléfono de dos empresas de guardas armados que operaban en el Indico, y para las que él había trabajado.
No dudo de su buena fe, como tampoco lo hago de la violencia, con la que desgraciadamente ha crecido y con la que, irónicamente, se ha ganado la vida, violencia que naturalmente impregna de un tono apocalíptico sus opiniones sobre futuros e inciertos devenires como el que nos ocupa, y ni muchísimo menos dudo de su corporativismo, como ex escolta confeso y de la suculenta comisión que se llevaría en caso de que contratáramos a sus amigos. Quiero decir con esto que si bien hay que prestar atención a lo que se dice, más atento hay que estar aún a quien lo dice, con todos mis respetos a los mercenarios…
A mediodía soltamos amarras, rumbo a Port Ghalib, al sur de Egipto, último puerto con presencia de Aduanas e Inmigracion, en el que podíamos tramitar la salida del país. Cubrimos las 350 millas que nos separaban en apenas 3 dias y 2 noches. Navegamos con terroríficos y casi huracanados vientos del Norte de entre 40 y 50 nudos, que para nuestra fortuna nos acompañaban desde la popa. Una navegada con vientos tan violentos se sufre más de lo que se disfruta. Sufres por el agotamiento físico y mental que supone timonear en condiciones tan extremas, pues exige una concentración absoluta y extenuante; perder en un viento huracanado unos pocos grados te puede hacer trasluchar, y eso estremece no solo al barco sino también al alma, pues supone que las velas, y sobre todo la botavara, cambien de lado a 80 km/hora en apenas un segundo. Sufres por la seguridad del barco, pues más de 30 horas con vientos continuos de más de 40 nudos, llegando incluso a sobrepasar los 50, hacen que las velas sometan al mástil y a la botavara a una fuerza tal, que lo pueden llegar a reventar o a desarbolar en caso de encontrarle un punto débil. La casi tragedia que sufrimos en Grecia con la botavara, aparentemente en perfecto estado de revista, nos pesaba demasiado , y no invitaba al optimismo.
Al llegar a Port Ghalib, de una sola pieza, descubrimos, con pavor, un indecente aunque adecentado gueto de turistas, uno de esos asombrosos y decepcionantes entes urbanos que sólo ofrecen placeres y comodidades aptos para occidentales; por fortuna también hallamos un pequeño y generoso surtidor de diésel, del que dimos buena cuenta.
Tras jugar por enésima vez al ratón y al gato y al poli bueno poli malo con las autoridades egipcias, pagamos a regañadientes la mordida de rigor, para evitar esperas innecesarias, y soltamos amarras rumbo a Djibouti, 1.000 millas al sur, ya en aguas del golfo de Adén.
El parte meteorológico anunciaba que los vientos del norte, aunque mucho más suaves, nos seguirían acompañando durante las primeras 700 millas, para luego desaparecer y reaparecer, convertidos en amables vientos de sur de menos de 10 nudos, al empezar el tramo más estrecho con el que se despide el mar Rojo. El parte cumplió a medias con su palabra. Las primeras 700 millas fueron primorosas, según lo convenido. Maravillosos vientos del Norte de 20 nudos, que traían ademad consigo el calor del desierto, regalo divino, y que nos brindaron 6 días de navegación memorable, además del veranito y de los primeros baños. ¡Qué bienvenido es el calor, cuando llega tras el húmedo frio en el mar! Aligera la ropa, la pereza y las miserias, invita a la noche y a la mañana, acompaña a la luna y a los amaneceres.
Y cuando más dichoso está uno, menos preparado está para la desdicha, y ésta llego a 300 millas de nuestro destino, en forma de violentos vientos de Sur, vientos de guerra de entre 40 y 50 nudos, precisamente cuando más daño nos podían hacer, en el último tramo del mar Rojo, en el embudo que lo comunica con el golfo de Adén, y que como buen embudo, multiplica las adversidades, pues no sólo el viento de morro nos impedía avanzar convirtiéndose en un muro infranqueable sin escapatoria alguna, salvo volver atrás y correr el temporal, sino también las olas que nos golpeaban tan violentamente que estremecían al sufrido barco, que a cada pantocazo respondía con unas extrañas e inquietantes vibraciones, como si buscara repartir cada impacto de manera democrática entre todas sus partes, incluidos nosotros. A eso había que añadirle, éramos pocos y parió la burra, una fuerte corriente en contra, con lo que nuestra velocidad media, durante tres dias, apenas superó los 2,5 nudos. Desesperante.
Cuando más sumidos estábamos en la miseria, a 50 larguísimas millas de nuestro destino, con 20 horas más de interminable suplicio, la corriente desapareció, la mar se amansó y el viento cambió, convirtiéndose en un delicioso y reparador viento del Este, de través, de 20 nudos, que nos hizo volar , y recuperar la felicidad para llegar a nuestra deseada Djibouti en apenas 7 horas, casi casi como si nada hubiera pasado..