Tras dos embriagadoras semanas de espera en Atenas, entregados al bullicio de sus calles, al folklore balcánico de sus mercados, y al raki de sus tabernas, llegó el momento de partir, dejando atrás los placeres y los excesos que siempre atrapan a los marinos de bien antes de echarse a la mar. Partimos con un atardecer de postal, con un cielo azul eléctrico y una calma que convertía el mar en un lago que reflejaba las montañas que abrigan esta milenaria ciudad. Por delante, una travesia hasta Rodas, escala obligada por la engorrosa burocracia griega, de apenas 300 millas, sin más historia, pensaba yo, que la estética que nos ofrecía esa estampa primaveral. ¡Cuan frágiles y efímeras son las presunciones en la mar! La segunda noche, a escasas 100 millas de nuestro destino, navegando con un viento suave de popa, con orejas de burro y la botavara firmemente retenida a la cornamusa de estribor, llegó la catástrofe.. De repente me despertó el estruendo de un violento golpe metálico en la cubierta. Tras abandonar mis dulces y secos sueños y abrir la escotilla del camarote, me tomó un tiempo entender lo que veia. La botavara se había partido por la mitad, pero seguía doblada sobre si misma, sujetada frágilmente por la funda del lazy Jack. El lazy iba a ceder en cualquier momento, y la parte trasera de la botavara amenazaba con salir disparada derribando todo lo que se encontrara por delante, a lo mejor la cubierta del barco, a lo peor alguno de nosotros.
Una vez superado el estado de shock inicial, nos dispusimos, ya con la calma y la serenidad requeridas en cualquier manual de navegación, a asegurar las dos mitades. Una vez aseguradas, desmontamos el lazy y las dos mitades de la botavara, que estibamos, 4 horas después, en la bañera , reanudando la marcha hacia Rodas, que nos vio llegar emocionalmente exhaustos y con una botavara menos, la mañana siguiente. Al llegar al puerto, rastreamos como desesperados la ciudad en busca de un herrero que nos pudiera reconstruir la botavara… Y bingo! Apareció Nico, el mejor herrero de Rodas (cómo no), que si bien no pudo soldar la botavara (cómo no) nos ayudó a conseguir una, que nos enviaron desde Atenas, y a ensamblarla en un tiempo récord. Cinco dias después zarpábamos de nuevo rumbo a Port Said, ciudad de entrada del Canal de Suez y al continente Africano.
La travesia, de unas 400 millas, fue una de esas que, como el buen ron, hacen olvidar todo lo sufrido, de esas que curan penas y alegran el alma. Con vientos de popa de hasta 40 nudos, variables como manda el siempre caprichoso Mediterráneo, volamos, disfrutando como niños con nuestro catamaran, para llegar tres días después a Port Said, donde fuimos recibidos por un enjambre de grandes mercantese que aguardan, pacientes como las montañas, para cruzar el canal.