De Alicante a Palma. Marzo. La luna levantándose por levante como si le hubiesen quitado media galleta. El mar casi calmado. Pasó la medianoche. La atmósfera está límpida; se ve la luz lejanísima del faro del cabo La Nao todavía guiñando tras el horizonte. La guardia es tranquila y monótona… Al timón está Pedro, murciano, le ilumina el rostro tenuemente la luz de la bitácora; es buen timonel y buena persona y no es de los que se duermen; en cambio tiene propensión a no dejar de hablar y sacar temas de conversación. A eso el oficial de guardia le huye… Prefiere salir y apoyarse en la regala y que le dé la brisa en la cara mientras piensa… ¿en qué pensar? Impresiona la rotundidad de la quietud mientras un rumor de torrentera asciende desde la flotación del barco, deslizándose espumoso… Tiembla levemente el buque al runrún de las máquinas. El pasaje estará mayormente retirado en los camarotes porque no se ve desde aquella atalaya del puente un alma por las cubiertas. En esta época no hay el bullicio de la juventud, de las excursiones de estudiantes, trepando y bajando cubiertas, inagotables. Eso ocurre en verano y Semana Santa… En una noche así embelesa estar de guardia, se siente afortunado de hacer compañía al universo, gozar dejándose acariciar la cara por esa ventolina de la marcha del buque; anonadarse por la inmensidad de la cúpula celeste; pasear la mirada por las constelaciones; comprobar que la Polar está ahí y saludar a las amigas Sirius, y Rigel y Vega, y otras, satisfecho de reconocerlas, amigas compañeras de los cálculos astronómicos en el océano.
Ya pasó media guardia, y la media luna brilla escondiéndose y asomando otra vez al paso de alguna nubecilla perdida, rielando en la mar un sendero luminoso que se pierde en el infinito. Y recuerda “la luna en la mar riela y en la lona gime el viento…” Cuánta aventura en unas estrofas.
Obseva, de pronto, que de la puerta del castillo de proa, que conduce tanto al pañol como también a cierto número de camarotes de tercera, alguien ha salido a cubierta. Fija la mirada en la penumbra y no distingue movimiento, pero una persona ha salido. Tal vez lo ocultan los grandes manguerotes de ventilación. El Oficial penetra en el interior del puente para mejorar la perspectiva y acechar al noctámbulo… Aguza la vista hasta que ve el bulto moviéndose, acuclillado, junto a la maquinilla de carga, al pié del palo, y vislumbra que de improviso se endereza, da unos pasos hacia la borda y lanza algo por encima, presuntamente una bolsa y un desparrame de objetos que escapan del interior como metralla. La luna ilumina ahora mejor lo que parece pantalón vaquero en cuerpo de varón delgado; la camisa… es difícil de apreciar el color. Y ha encendido, de espaldas, un cigarrillo, y ejecuta acto seguido como un ademán de arrojar algo con la mano… El pasajero no regresa por el portón hacia el mismo lugar, sino que entra hacia el interior del barco, por la zona más oscura bajo el puente.
El oficial se extraña; no es normal aquella actitud, ni a aquellas horas, barrunta. Piensa también que, como en otros tantos hechos, casos y escenas de la vida, aquel acto presenciado puede quedar en enigma irresoluto en un mar que traga toda prueba. Si lo sabrá él, recordó, que se le cayó del bolsillo la mejor pluma estilográfica que jamás tuvo, cierta noche navegando por el Pacifico por asomarse en demasía para observar el maravilloso espectáculo de las enormes fosforescencias marinas que encendían la línea de flotación del buque.. Se perdió irremediablemente en la inmensidad del abismo…
– Sin novedad.
Fue la voz del guardián, Ricardo, que cada quince minutos subía a dar cuenta de la ronda. Le conocía de otro buque, el Toledo, cuando hacia ruta a Guinea, y era el tripulante que más traficaba trayendo loros, tities y otras faunas, que vendía en Cádiz o en Barcelona; la proa de aquel buque era un escandaloso guirigay, un zoo, consentido por la tripulación y el visto bueno del capitán, empeñado en que todo el mundo viviera contento.

Buque CIUDAD DE TOLEDO
Ricardo, cara redonda y papada, cintura de barril y a punto de jubilarse, hacía sus rondas escrupulosamente; era un buen elemento para vigilar por el buque; detectaría cualquier anomalía en aquel universo nocturno, incluido el pasaje, porque es curiosón y se fija mucho en la gente y en todo. Otros guardianes había tenido por la noche que nula labor hacían. Recordó a un tal Ginés, bebedor y vago, que subía cada veinte minutos a decir “sin novedad” y se escabullía luego directamente a la camareta de maestranza a dormir los siguientes veinte minutos. Una noche decidió ridiculizarlo y mandó al timonel que sacase todos los remos y aros salvavidas de los botes y los fuese cruzando por las cubiertas y lugares por los que se suponía realizaba la ronda el tal Ginés. A la cuarta vez que subió a decir “sin novedad” y reiterar que estaba seguro de ello, le llevó a que viese las cubiertas y le ordenó que colocase todo en sus respectivos lugares…
– Ricardo, fíjese por los pasillos, a ver si descubre un pasajero, un joven, que viste seguramente vaqueros…
Le relató lo que había visto. Desapareció escaleras abajo. El oficial siguió oteando el horizonte; rara vez ponía el radar, un viejo marconi, porque el motor hacia un ruido de mil demonios y estaba adosado en el cuarto de derrota al mamparo donde al otro lado dormía el segundo oficial.
Al cabo de veinte minutos se abrió la puerta del puente y entró Ricardo.
– Tengo ahí a un joven; seguro que es el que vio. Cuando ha visto en el pasillo que le vigilaba se ha metido en un wc, y me he quedado esperando hasta que ha salido. Y en la cubierta he hallado esta cajetilla vacía de ducados, arrugada. Usted dirá…
-Voy a hablar con él. Quédese aquí vigilando.
Era rubicundo, todavía imberbe, con ojos pequeños, marrones, que traslucían un temperamento osado y precavido al tiempo, y una estudiada actitud. Llevaba un pantalón vaquero y un jersey verde sobre una camisa a cuadros. Le contempló detenidamente; el chico nada dijo, no protestó, no inquirió porqués, como si ya tuviera costumbre a estar sometido a interrogatorios… Finalmente le preguntó el nombre, qué camarote ocupaba… Dieciséis años dijo tener. Mostró su billete de pasaje. Le preguntó si fumaba, qué marca, dijo que ducados, pero que se la habían acabado… Nada más, váyase a su camarote.
Lo dejó escrito en el cuaderno de bitácora. Cuando entró el segundo a relevarle le contó las sospechas de lo sucedido. Fin de guardia, se fue a dormir.
Cuando se levantó por la mañana, a eso de las once, le dio aviso el capitán para que fuese a verle a su despacho. Sonriente le contó el desenlace de su suspicacia nocturna.
Antes de llegar al puerto una señora había denunciado la sustracción de una bolsa; por deducción retuvieron al joven sospechoso. Al atracar al muelle subió el inspector de la comisaría de puerto, con una foto en mano. El joven en cuestión se llamaba distinto, viajaba con nombre falso, y se había escapado de la tutelar de menores de Alicante… La señora al ver al chico y preguntársele si hacía la denuncia, dijo que no, pobre chico, bastante tiene en la vida, al fin y al cabo lo que llevaba en la bolsa robada eran embutidos de la matanza del pueblo para su hija, que trabajaba en un hotel de Mallorca. Que lo dejasen estar. La bolsa, sí, qué pena, era nueva… pero ya estará en el fondo del mar…
Salió del despacho del capitán con una semi sonrisa. Aún estaba algo adormilado. En el pasillo Ricardo le hizo señas:
– Venga a tomar un aperitivo, verá qué bueno.
Sobre el pasamanos de la borda, sobre una servilleta a cuadros, rodajas de chorizo y morcilla. Y le alargó la bota de vino. Comió y bebió.
– Está muy bueno Ricardo. ¿Y a qué se debe?
Verá, esta mañana revisé la cubierta por donde arrojó el chico la bolsa. Pues pegado al trancanil habían quedado dos chorizos y una morcilla… Se miraron. Rieron. Fue una guardia diferente.