Esta historia, de la que corren muchas variantes, es reveladora de una generación de marinos irrepetibles, comprometidos no sólo con el mundo marítimo sino con la solidaridad de las personas que sufrían en los lejanos países que tocaban. Decimos irrepetibles porque les tocó vivir sucesos apasionantes de la Historia de este país.
Hace años paseando por el muro de la playa de San Lorenzo, en Gijón, me encontré con un marino amigo, varado en tierra, que me contó una interesante historia. Digamos que se llama Ramiro y es jefe de máquinas, pertenece a esa generación de marinos cuyas singladuras llevan grabadas en el rostro: son de verdad, no de libreta de navegación. Lo que se conoce en Gijón como un marino de pro. Había vivido la dictadura franquista, el paso a la democracia y la transformación que ese proceso de cambio político supuso para la marina mercante.
Me dijo que la historia comenzó cuando una vez finalizado su periodo vacacional le notificaron que tenía que embarcar de jefe de máquinas en un carguero atracado en el puerto de Barcelona, con destino previsto a diversos puertos de la costa sudamericana del Pacífico, particularmente de Chile: Valparaíso, Coquimbo, Antofagasta y Arica. Estamos a finales de 1973 y un general llamado Augusto Pinochet había dado hacía unos meses un golpe de Estado en Chile e instaurado una dictadura militar.
Estaba muy contento con el embarque porque la navegación era muy atrayente, y a medida que me lo iba contando, uno podía ver el brillo de su mirada; aunque habían pasado muchos años, era evidente que la huella permanecía imborrable. Los recuerdos —opinó— son como las olas del mar: van y vienen pero siempre están ahí.
Unos días antes de embarcar le llamó un familiar diciéndole que quería hablar con él, pues se había enterado que en unos días se marchaba de Gijón para embarcar. Al llegar a la casa del familiar, se extrañó al ver otras dos personas que nunca había visto. Se sentaron y enseguida la conversación viró hacia el tema a tratar.
— Mira Ramiro —habló su pariente— sabemos que en unos días te vas a navegar y que tu barco está amarrado en el puerto de Barcelona; también nos informaron que el buque tocará varios puertos chilenos, y nosotros queremos pedirte un importante favor.
- Tú dirás.
- Si aceptas el encargo —le explicó uno de los desconocidos— en algún momento, de cualquiera de los días que estéis atracados en Barcelona, se te acercará una persona y te entregará un paquete de periódicos muy bien envueltos, ejemplares de “Mundo Obrero” que denuncian la situación chilena e informan de las numerosas muestras de solidaridad internacional con el pueblo chileno. También habrá dinero dentro para ayudar a nuestros camaradas chilenos que están luchando contra el golpe militar de Pinochet. Si el encargo se lleva a cabo y sale bien, será un triunfo para la organización clandestina del Partido Comunista, y la oposición chilena verá que no está sola en la resistencia contra la dictadura. El contacto en Barcelona subirá al barco, preguntará por el jefe de máquinas y te pedirá un periódico de Gijón, El Comercio, para leerlo, esa será la contraseña. Si nadie se acerca es que la operación se abortó.
- ¿Qué decisión tomaste? —le pregunté.
- Quise saber en qué puerto chileno llegaría el enlace y como sería la contraseña.
- No lo sabemos, eso ya no depende de nosotros —me respondieron.
A sabiendas del peligro que corría, asumí la responsabilidad de la operación, porque la presencia de mi familiar era toda una garantía y además se lo merecía por todos los años de vida que había entregado a la lucha por la democracia en España.
Al llegar al barco —me siguió contando— el relevo con el jefe saliente fue muy rápido, los dos nos conocíamos y las cuestiones técnicas y de personal de máquinas pronto quedaron resueltas. Mis pensamientos estaban en otro lugar.
Recuerdo que estuvimos cargando durante unos tres o cuatro días y nadie se aproximó a mí para decirme nada y eso que yo me dejé ver a menudo por la cubierta.
Fue el último día antes de comer, haciendo combustible, cuando uno de los operarios se acercó a mí, pronunció la contraseña y me avisó de que a las dos de la tarde, al firmar los papeles del suministro de combustible me traería el paquete. Inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció de mi vista.
La espera fue larga y ansiosa, las horas no pasaban, el camarote y el despacho se me hacían pequeños, pero al fin llegó el encargo. A la vez que firmaba los papeles del combustible, con una rapidez pasmosa, me entregaron un fardo muy bien envuelto. Cuando me quedé solo en el despacho pensé que aquel paquete era una bomba encima de la mesa. Me recorría por todo el cuerpo una gran preocupación, toda mi mente era una pelota de ping-pong, veía fantasmas por todos los lados. Fue el sonar de una alarma en la cámara de máquinas la que me devolvió a la realidad. Cogí el atillo de papel y lo escondí en la parte alta del armario, al lado de la maleta junto con unas mantas, en un lugar donde el camarero que me limpiaba el camarote a diario no tuviera que meter las narices para nada.
La travesía fue tranquila si descontamos que a los dos días de dejar por la popa las Islas Canarias una avería en el motor principal nos obligó a parar durante unas horas. Aquello me pareció un mal presagio, pero el tiempo demostró que sólo eran suposiciones mías.
Miré a mi amigo mientras hablaba y me pareció ver cómo se le acentuaban las arrugas al recordar ese pasado inquietante.
Antes de llegar a la costa chilena habían entrado para descargar en Buenaventura, Colombia, donde se lo habían pasado muy bien -sonrió-, hasta el punto que hubo momentos en los que olvidó el encargo que llevaba, aunque dos veces al día comprobaba el altillo del armario.
El primer puerto chileno que tocaron fue Valparaíso, tuvieron que fondear, el barco garreó y estuvieron a punto de embarrancar en la escollera; por suerte la máquina respondió a la primera y el barco con toda atrás y manifestando su queja con fuertes vibraciones logró zafarse de las piedras.
Una vez atracados en puerto, las operaciones de descarga duraron casi una semana. Allí palparon la situación del país, por las calles patrullaban continuamente militares y coches cargados de uniformados, el toque de queda era a las once o las doce de la noche, no lo recordaba muy bien, todo estaba en manos de los militares. En ese puerto nadie preguntó por él, lo que aumentó más su intranquilidad y aunque lo había escondido bien, una inspección algo exhaustiva lo detectaría con facilidad. No había sucedido porque, según el consignatario, para las autoridades marítimas los barcos españoles eran de un país amigo. Franco seguía en El Pardo, vivo. Quedaba en pie la duda de lo que podría pasar en otro puerto.
Y en efecto, en Coquimbo el buque fue inspeccionado, aunque quiso la diosa fortuna que los camarotes del capitán y de los oficiales, por consideración a su rango, no fueron inspeccionados. El barco salió limpio del examen a que lo sometieron y todo quedó en una simple anécdota. Recuerdo que el capitán estaba muy preocupado por si los inspectores encontraban bebidas en los camarotes de los tripulantes, en especial coñac, muy apreciado para el contrabando.
Cada día que pasaba mi nerviosismo iba en aumento, no podía casi dormir, permanecía mucho tiempo levantado, me daba la impresión que el cerco cada vez se cerraba más sobre mí, incluso el capitán me preguntó un día si ocurría algo en la máquina, pues me veía muy preocupado. Aún hoy, recordándolo, se me ponen los pelos como escarpias -y me enseñaba los brazos como muestra de lo que decía.
- ¿En algún momento te arrepentiste de haber aceptado el encargo? —le pregunté.
- Hubo momentos que sí, a veces te derrumbas por todo lo que te imaginas que puede llegar a suceder. Te lo tienes que comer todo en soledad, pero luego meditas sobre la ayuda que supondrá para mucha gente lo que estás haciendo y piensas que el riesgo merece la pena.
De Coquimbo salieron para el puerto de Antofagasta, zona minera del desierto de Atacama, donde permanecieron unos cinco días descargando. Uno de esos días, debió ser el tercero, vinieron dos personas preguntando por el jefe de máquinas y ofreciendo provisiones, especialmente herramientas y utensilios de limpieza. Cuando estaba con ellos en el camarote, tratando de precios y características de los artículos uno de ellos me soltó a bocajarro: ¿tiene usted el periódico de Gijón, “El Comercio”?

Puerto de Antofagasta
Quedé sorprendido, primero por la pregunta, que ya había olvidado, y porque lo que menos esperaba era que aquellas dos personas fueran el enlace que estaba esperando. Al ver mi extrañeza uno de ellos me dijo sin parpadear: “Perdone, tal vez nos equivocamos”.
- En absoluto —acerté a reaccionar—, es que me imaginaba otro tipo de contactos.
- Haremos las cosas de la siguiente manera, me aleccionaron. Vamos a dejar aquí un paquete de trapos de limpieza como muestra y mañana a las dos de la tarde vendremos a por él, usted hará el cambio, nos dirá que no lo quiere y nosotros nos lo llevaremos, esto tiene que ser rápido, sin pérdida de tiempo, ya que a esa hora se produce el relevo de la policía militar del puerto y es el momento, unos minutos después ya no podremos.
- De acuerdo —les dije.
Aquella noche, querido amigo —me confesó Ramiro— prácticamente no dormí. Cuando llegó la hora señalada se hizo todo como lo habían planeado y a los pocos minutos, cuando me asomé por la borda, vi alejarse la furgoneta rotulada Merchant Ship. No puede contener una sonrisa de triunfo.
- Me imagino que descansaste al entregarlo —le comenté.
- La verdad, sentí una flojedad enorme, como si me hubieran quitado un inmenso peso de encima, pero a la vez satisfacción interior, al contribuir con mi pequeño granito de arena a una causa justa, a la lucha de un pueblo al que le habían puesto una bota encima.
Ramiro me cogió con cariño por el brazo y señalándome un barco que dejaba la bocana del puerto del Musel, con rumbo desconocido para nosotros, me dijo: ¿quién sabe los secretos que alguno de los tripulantes lleva en su camarote…?