Al maestro Luis Jar. Esta historia hubiera requerido su pluma.
Así que dice el candil al sol: se hace lo que se puede.
Cinco de diciembre de 1987. El CASON, un carguero proletario, con bandera panameña y tripulación china, lucha ante un duro temporal barajando la Costa da Morte. Podemos imaginar al viejo en el puente, mascando la pipa. Quizás se esté preguntando qué es lo peor de las mil cien toneladas que carga en las bodegas: que incluya potenciales explosivos (por ejemplo, sodio); tóxicos (aceite de anilina, difenilmetano); o corrosivos (ácido fosfórico). En fin, nada nuevo para los que por algún extraño motivo eligieron el bellaco oficio de la mar.
Arrecia la mar y algo se remueve en la panza del carguero. ¡Corrimiento de carga! Puedo suponer a los ya de por si hieráticos orientales manteniendo el tipo sin moverse una cuarta del puesto y sentir como se rompe en pedazos el alma del viejo sin que un músculo de su cara se mueva. Al poco, el peor enemigo del marino aparece a bordo. ¡Fuego! Las cuadernas terminan besando las rocas de O Rostro, en Fisterra, que tanto llanto han llevado a las valientes mujeres que esperan en puerto a los jornaleros de la mar. Al contacto con el agua de mar los bidones de sodio comienzan a explotar. El capitán ordena sálvese quien pueda. A pesar de estar tocando la salvación, 23 de los 31 tripulantes no podrán resistir las frías aguas de diciembre, entre ellos el capitán, de quien se dice que nunca duerme, sólo descansa.
Tras escribir este último punto he tenido que levantarme unos momentos del teclado, y regreso pensando que en estos tiempos convulsos uno de los pocos argumentos de la existencia de algún dios es que puso lo mejor que pudo encontrar en la puerta del cielo: un marino. Seguro que recibió a los tripulantes del CASON con ropa seca, un café bien cargado con un chorrito de esa botella que tenemos escondida y el capitán siempre finge no ver, y un abrazo de aquellos que crujen las costillas. Que les cuento a ustedes, que son viejos del oficio.
En fin, sigamos. Hasta el día 10 la cosa parece más o menos bajo control, pero cuando la televisión gallega emite en vivo y en directo la explosión e incendio de lo que va quedando del buque, la clase política se decide a intervenir. ¡Carallo! ¡La prensa por medio! Por cierto, veamos que escribía sobre el tema un joven periodista en aquellos tiempos:
https://elpais.com/diario/1989/03/01/espana/604710006_850215.html
El delegado del gobierno saca pecho y envía (o afirma enviar) 700 autobuses a las rías gallegas para evacuar a la población. ¡Que no panda el cúnico! Evidentemente todos los vecinos echan a correr. Al poco corrige, nada, nada, la nube no es tóxica, lo de picores en las mucosas nasales, mareos y tal no tiene la menor importancia. En fin, podríamos seguir abundando en este canónico ejemplo de antología del disparate, pero el tema de hoy es otro.
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A mediados de los 70 del siglo pasado, Astilleros del Atlántico, en Santander, construye una serie de buques de servicio y remolque para instalaciones petrolíferas en la mar: 41 metros de eslora, 1400 toneladas a plena carga, dos sólidos diesel que entregan 13 nudos de velocidad. Fiables cual palabra de contramaestre, la Armada compra el CIRCOS en 1981 y lo renombra MAHON, con el propósito de utilizarlo como chica para todo. El 6 o el 7 de diciembre de 1987, su comandante recibe la orden -el marrón- de ir a examinar el siniestro del CASON.
Ya les anticipaba que no voy a perderme en las complejidades del caso. A su debido tiempo el CASON será desguazado sobre las rocas que le vieron morir, y aún se pueden ver restos del pecio. Vamos a centrarnos en el puente del remolcador. Hoy en día las cosas han mejorado un poco. La más humilde tabla de surf lleva a bordo una tablet con el AIS y Google Maps que permiten surcar con seguridad los siete u ocho mares, o eso dicen en un video de Youtube. En aquellos tiempos lejanos, la electrónica de a bordo no pasaba de un radar de navegación y la buena y vieja radio, lo que a su vez era un gran avance sobre como navegaban los abuelos, como quien dice un pasito por delante de Colón.
De todas formas, tampoco necesita el MAHON un exceso de tecnología para detectar la enorme columna de humo o escuchar las explosiones que salen del mercante. Otro tema es la evaluación del riesgo: aún hoy en día hay quien plantea dudas sobre la exacta carga que almacenaban las bodegas del CASON. Los modernos aviones de Salvamento Marítimo no sólo son capaces de detectar una patera a muchas millas de distancia. También pueden oler cuando un capitán desaprensivo decide hacer un lavado de tanques en alta mar. Pero en aquellos tiempos el único olfato a bordo era el del buen y viejo contramaestre. No hace falta imaginar las caras de circunstancias en el puente del remolcador. Esto es una faena, y no las de Manolete. En fin, es sota, caballo y rey. Órdenes son órdenes son órdenes, y no queda otra que salir al ruedo.
Una cosa sí que tenían aquellos barcos que nosotros no tenemos: la costumbre de hacerlo todo a bordo. Que se llevara a tornear una pieza a puerto era un baldón intolerable en el honor de la nave. Hoy en día llevamos a bordo la tripulación justa (muy justa) y mañana probablemente los barcos que navegan solos únicamente necesitarán un vigilante de seguridad. Entonces se llevaba a bordo expertos para todo. Bueno, expertos lo que se dice muy expertos vamos a dejarlo aquí, que se podría hablar largo y tendido. Pero para todo roto había dos manos que podían hacer al menos un buen remiendo.
Una mano se levanta en el puente del MAHON. ¡Comandante, tengo una idea! Resulta que yo había trabajado en una mina, y estos casos los resolvíamos así. Los oficiales evalúan la propuesta. Efectiva, eficiente y económica. Eso sí, requiere bajar a tierra a buscar material. ¡No se hable más! El remolcador atraca en puerto y un comando de compra se lanza hacia la tienda de animales más cercana. ¡Póngame todos los periquitos que tenga! Obtenidos los necesarios repuestos se vuelve a zarpar.
En tiempos pasados (que no todos eran mejores) era costumbre bajar a la mina con un pajarito. Si este caía al fondo de la jaula, era señal de que había que salir corriendo. Así que se dispuso una jaulita en la proa del remolcador y se ordenó al serviola estar muy atento a si el pajarito seguía revoloteando. Como esto es la Armada se organizó a los pajaritos en guardias de dos horas. Regularmente se hacía el relevo y así se evitaba que pobrecitos sufrieran más de lo necesario en el frío invierno gallego. Probablemente algún lector amante de los animales se esté tirando de los pelos en estos momentos. Piense, primero, que eran otros tiempos, y segundo que se corría el riesgo razonable de que el accidente terminara modificando las cartas marinas, y Finisterre pasara de llamarse cabo a golfo.
A su debido tiempo terminaron las tareas de seguridad, y el MAHÓN y otros barcos que colaboraron pudieron volver a puerto con la satisfacción de que de momento el problema estaba controlado. El mecanismo de seguridad había funcionado perfectamente, y en ningún caso fue necesario echar a correr. Únicamente hubo que lamentar una baja: contentos por el buen trabajo, se olvidaron relevar al último pajarito de regreso a puerto, y éste murió de frio.
Ya ven. Tanta tecnología, barcos que van solos, estibadores remotos. Y muchas veces olvidamos que a grandes problemas ese buen y viejo sentido común, que me pregunto si las máquinas alguna vez tendrán.