El mercante holandés que acababa de atracar me deslumbró. Jamás había visto un bulkcarrier de esas dimensiones: 182 metros de eslora, 22 de manga y XXXV pies en las escalas de calados que se leían en aletas y amuras.
A la mañana siguiente, al terminar de arranchar el pesquero en el que estaba enrolado, subí a bordo del DAMEN, que ese era el nombre del mercante, y pedí hablar con el capitán, quien muy amable, me atendió, utilizando las cuatro palabras que sabía del castellano, para pasar sin transición al francés, que le era familiar por parte de madre, según me dijo. Lo agradecí. No es grato en una conversación ver los esfuerzos de alguien para hablar en un idioma que se le resiste. Por mi parte lo había elegido en bachiller y practicado en mis correrías por Marsella.
– La vida de mar es dura -me dijo o eso interpreté. Estás fuera de casa, y son más los días malos que los buenos. Se gana más que en tierra, pero a los pocos años, si no te desembarcas eres carne de barco.
– Llevo pescando nueve meses en Torrevieja. Quiero navegar por otras latitudes, conocer otros puertos, amar mulatas -respondí con juvenil firmeza.
– Tienes toda la mar por la proa -me respondió con un deje de nostalgia. Trae tu libreta de navegación y tu pasaporte. El primer oficial te enrolará de marinero de primera -dijo al dar por concluida la contratación.
El barco zarpó, como había visto a otros, a los cuatro días de arribar. Pero en esta ocasión, por fin, iba a bordo de uno de ellos. En unas plácidas singladuras de guardias tediosas llegamos al mar del Norte, desde donde arrumbamos a Rotterdam, el puerto donde mi imaginación había trasladado las míticas columnas de Hércules. El día estaba plomizo, contagiado del negro cielo. La densa bruma era una opaca pared permeable. Como la derrota N-S estaba balizada, el riesgo de colisión lo tenían los barcos que cruzaban de las islas al continente o viceversa. El incesante ulular de las sirenas nos envolvía con su disonante sinfonía preludio de naufragios. Y así, con toda precaución, con avante media, navegábamos de baliza en baliza con más de cien puntos en el ojo luminoso.
Me tocó tañer la campana de proa. Aquello me recordó a los patrones de litoral, que les llaman “patrones de canes” porque se guiaban por los ladridos en los días de bruma, para saber la distancia que les separaba de la costa. Y de pronto lo vi cortándonos la proa. Un velero de tres palos con todo su velamen desplegado. ¡Hermoso barco!, pensé lleno de admiración por su estampa marinera. Os vamos a partir, grité con todas mis fuerzas. Toqué la campana con desesperación, pero de aquel barco no venía ninguna señal. Nos pasó tan cerca, que pude ver el gobierno del timón. Quedé petrificado. Un esqueleto humano, agarrado a las cabillas de la rueda, gobernaba el velero. Me volví hacia el primer oficial, con el que compartía guardia.
– Ha visto usted, don Cecilio, el velero que nos ha cortado la proa.
– Ah, si -respondió desenfadado. Es el Holandés Errante. Y no encontrarás marino que no jure por cien barriles de ron haberlo visto tan cerca como tú.
– Pero yo lo acabo de ver con mis propios ojos.
– Y ellos también. Y te puedo jurar por la Moby Dick que lo vi entre la bruma del estrecho de Gibraltar. Es una leyenda tan hermosa como variada. En los días de temporal no hay marino que no lo haya vislumbrado. Hasta Wagner compuso una ópera maravillosa con una obertura trepidante.
– ¿Y de qué va esta histórica leyenda? -pregunté con curiosidad.
– Niño -respondió el primero- eso que has dicho es un oxímoron.
—Lo será si usted lo dice —respondí sin saber a qué se refería.
Don Cecilio rompió a reír. No se reía de mí estaba claro.
– En Murcia somos socarrones -me dijo. Nos reímos de nosotros mismos. Y tu respuesta me ha hecho gracia. Me has dado la razón como a los tontos o a los locos. Y siguió con sus risas.
El tema de la leyenda es el de la acción redentora del amor -dijo con gesto grave. Guillermo, capitán de un navío, volvía de la Indias orientales con un valioso cargamento de especias. En el cabo de Buena Esperanza le sobrevino tan violento temporal que le impedía virar por avante, lo que le obligaba a correr el temporal hasta que amainara o cambiase la dirección del viento. En esa calamitosa situación para los intereses comerciales de la expedición pudo ver entre la jarcia a una anciana que le ofrecía poder maniobrar su barco en cualquier circunstancia de mar y viento. ¿Cómo puedo conseguir semejante poder?, preguntó. Quiero tu alma -respondió la anciana. Los veleros que mandes serán los mas rápidos de cuantos navegan. Ninguno podrá competir contigo. Tómala. Te la doy en este momento -respondió el soberbio capitán, que había tomado a la anciana por alguna bruja.
Terminada la transacción la anciana se convirtió en un riente esqueleto en cuya mano derecha blandía una amenazadora guadaña. Una horrible carcajada acompañó a sus palabras ¡Imbécil -le encrespó- ya eres mío! Y toda tu tripulación también. El barco se hundió el primer día de temporal y todos habéis perecido ahogados. Seréis esqueletos vivientes, navegaréis todos los temporales futuros sin poder virar nunca y vuestro sufrimiento no tendrá fin.
El capitán, el esqueleto del capitán, se dirigió al diablo. Has hecho trampas, te di mi alma, pero no la de mis tripulantes.
Dicho esto, apareció en las velas del palo Mayor la figura refulgente de un anciano que portaba en su mano izquierda el rayo vengador y en la derecha la bola del mundo. Por tu arrepentimiento, dijo, cada siete años recalarás en un puerto con toda tu tripulación en busca del amor de una mujer que esté dispuesta a morir por ti. Así te redimirás y anularás la maldición que tú has propiciado y que os condena a vagar por los mares toda la eternidad.
– ¿Y encontró el amor que lo redimiera? -pregunté interesado.
– Eso te lo contaré en la siguiente guardia.