El sueño. Ni el frío polar, ni el calor de los trópicos, ni la comida en conserva, ni las semanas de soledad absoluta, cuando terminas riendo los chistes que le cuentas a la botavara. Lo peor es el sueño. Cada par de horas, a lo mucho, te desvela un ruido, un cambio en la escora o en el ritmo de los pantocazos, que sé yo, una intuición, como cuando Carlitos tosía de bebé, y Marga y yo lo oíamos desde la otra punta del piso. La mar, viva, se ha movido. Te incorporas entonces, vistes la ropa de agua y te ajustas un cabo al arnés –que de una mierda te servirá si caes por la borda, pues nadie hay para jalar de él- y sales a cubierta, a ver que las velas no flameen y que el timón siga a un rumbo, da igual sea cual sea. Y levantas los ojos y ves la mar cubierta de espuma, y un cielo gris sin estrellas, o pequeñas olas hasta el horizonte desierto bajo un sol de plomo. Trepas a la pequeña cofa. Todas tus ayudas a la navegación son un sextante, un par de prismáticos, las tablas náuticas y de logaritmos y un viejo transmisor Fermax con el alcance aproximado de una escopeta de feria, así que te toca con esos ojitos comprobar que no haya nada en tu rumbo. La tierra más cercana está a más de mil millas, estimas, pero los enormes mercantes que pululan por estas aguas te pasarían por ojo sin darse ni cuenta. Hasta donde llega tu vista, la mar está desierta. Te planteas entonces volver a echarte, a arañar un poquito más de sueño, pero hay quehacer. Eso sí, Víctor, primero de todo te vas a preparar un café. Un buen café, caliente y bien cargado.
Solo entonces sonríes.
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Cuando enviudé pasé una mala época. No nos comamos las palabras: fueron años negros. Carlitos era aún muy pequeño, y nunca olvidaré el momento en que tuve que explicarle con las pocas palabras que le habíamos enseñado juntos Marga y yo que mamá se había ido al cielo. Mi madre, la abuela, se volcó con todas sus fuerzas en ayudarnos, en llenar el vacío. Yo buscaba el consuelo en mi trabajo de forma obsesiva para no pensar en nada más. Mi tripulación tenía que estar negra. Supongo que mis compañeros intentaron consolarme, pero nada me dejaba ver la tristeza. Si recuerdo que incluso la mismísima Bestia Parda… quiero decir, el almirante Arraez, famoso por lo duro y ordenancista, vino a verme y me pasó el brazo sobre los hombros, para recordarme su amistad con mi padre, y decirme que cuando quisiera cualquier cosa ahí estaría.
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Estaba yo aquella tarde aciaga –como habían sido todas las de los últimos meses- de finales de primavera encerrado en la biblioteca de Real Observatorio, intentando concentrarme en el manual de esa cosa nueva que se llamaba radar, y que tanto parecía prometer. Se sentó a mi lado sin decir nada y se me quedó mirando. Primero intenté disimular, a ver si me dejaba en paz, pero finalmente no tuve más remedio que levantar la vista.
El capitán Toni Barceló era un viejo marino mercante de una familia de rancio abolengo en la pesca de Terranova, el corso, algo de contrabando –lo que se llama negociar con la izquierda, nada fuera de razón o buena costumbre- y eventualmente servir en la Real Armada cuando era menester. Me miraba serio bajo su mugrienta gorra blanca, como si fuera muy importante que estuviera yo aquí dejándome las pestañas entre diagramas de circuitos en vez de disfrutar de la plácida tarde de San Fernando.
– Ahí donde ella esté no va a ser más feliz viendo cómo se tortura usted por su recuerdo, mi comandante.
Casi salto de la silla. Durante un segundo con gusto hubiera estampado mi puño en la nariz del capitán, pero su mirada me detuvo. Quedé ahí rojo, cortado, en silencio.
-Disculpe si he sido borde… –continuó con voz muy baja-. La diplomacia no es lo mío. Pero tenía que decírselo, pues soy su amigo. Créame, mi comandante –se puso en pie trabajosamente el viejo marinero-. Busque un sueño, y cúmplalo. La vida es una broma cruel, y solo vamos a llevarnos de ella lo bueno que pudimos hacer por otra gente, y lo que podemos hacer, cuando nos dejan, por nosotros mismos.
Un sueño… quedé pensando.
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– ¿Seguro que podrás con Carlitos? -aún dudaba yo.
– Si pude contigo ¿qué problema puedo tener? -rió mi madre a carcajadas-. No dudes y sigue adelante, mi chiquitín.
– Desde los doce años odio que me llames así –gruñí.
– Sí, la verdad es que siempre fuste un niño un poco orgulloso–asintió displicente, antes de suspirar-. Igualito que tu padre.
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El resto fue pan comido. Primero pedí una excedencia de seis meses. El almirante rió un poco bajo el bigote al escuchar mi idea, pero me la concedió en el acto. Pondremos que es por motivos de estudios, dijo. Para que no quede poco serio el expediente. Luego fui a ver a Kurt. No te la pienso alquilar, te la dejo todo el tiempo que haga falta. Eso sí, vamos a contratar un seguro –dijo con aquel acento tan divertido suyo, siempre tan alemán y cauteloso-, que aunque me parezca una idea excelente la tuya, no me negarás que tiene una cierta… ¿cómo decís los españoles? Guasa.
Una semana después zarpaba en el B-7. A dar la vuelta al mundo en solitario.
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Era un velero de doce metros, aparejo Marconi, bonito como un pecado. Se llamaba realmente EHRBEGRIFF, pero como sonaba algo raro y con el permiso de Kurt, durante este viaje lo bautizamos como B-7, botella de cava incluida. Cosas mías.
No era tan complicado como parece. Claro, así en frío, treinta mil millas son muchas millas… pero si lo divides en viajes cortitos… Setecientas millas a las Canarias, tres y pico mil de ahí hasta Annobon… Mi plan era seguir la ruta clásica: cabo de Buena Esperanza –o de las Tormentas, según como vaya la feria al que lo cuenta-, todo al Este sin tocar una escota y timón trincado hasta llegar a Australia para tomar café y llenar la despensa. ¿Lo mejor del viaje? Al haber comenzado a finales de nuestro verano llegaría al hemisferio sur comenzando el verano austral. Si me lo tomaba con calma, volvería a casa… habiéndome saltado lo más crudo del invierno. Tres veranos seguidos.
¡Rumbo al Este, siempre al Este! Hacia el cabo de Hornos. Más allá de los Rugientes Cuarenta. Allí donde dicen los viejos nostromos cruzando los dedos que a los cuarenta grados no hay rey, y a los cincuenta no hay Dios.
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Yo prefiero llamarlo con el nombre tradicional de “Mar del Sur”, y es que lo de “Pacífico” siempre me ha parecido pitorreo. Mar montañosa, con olas más grandes que el barco y viento con rachas de setenta nudos, y en esos casos todo lo que pone el manual de navegación es izar el tormentín y rezar. Pero no todos los días eran de tormenta. Con viento en todas las velas llegué para mí espanto a medir un día treinta nudos con la corredera, con lo que de haber estado en estas aguas casi habríamos andado pidiendo paso a toda la Armada Española.
Pero eso no era el problema. Lo malo es la rutina, el día a día. Nos dijeron en la Escuela Naval que en la cama del comandante, en alta mar, solo descansa el sextante. Es verdad. Pero en un barco tienes a tu segundo, a tu contramaestre, los serviolas… Sí, eres el Señor del barco. Pero no estás solo. El buen capitán cuando cierra un ojo abre el otro, pero sabes que siempre hay dos ojos fieles en el puente. Nadie iba a hacer ahora esa guardia por mí.
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No llevaba dos horas echado cuando el flamear de la mayor me despertó. Maldiciendo me puse en pie, tambaleante. Había que subir a apañar aquello como fuera, y nadie lo iba a hacer si yo no espabilaba. Estaba agotado. Me embutí en la ropa de aguas y salí a la bañera. La noche era oscura. El viento había refrescado. Había que ajustar las escotas. ¡Listo! Pensé en lanzarme de cabeza a la cama, pero el deber se impuso. Antes subiría un momento a la pequeña cofa, a ver si podía distinguir una luz de posición en medio de la noche. Dos horas es mucho tiempo en la mar, demasiado. Trepé cansado, con desgana, por el palo.
Como no se deben hacer las cosas en la mar.
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Me faltaron reflejos. De haber estado más despierto hubiera podido sujetarme con la mano al palo cuando perdí pie, pero para cuando me di cuenta caía ya hacia cubierta. Ni tiempo tuve de preparar el golpe: me estrellé con toda la espalda contra las tablas de teca.
No sé cuánto tiempo pasé, en las brumas de la semiinconsciencia, hasta recobrar el oremus. La espalda me dolía muchísimo. ¿Estaría rota? ¿Sentía las piernas, podía moverlas? No demasiado. Aún era noche cerrada… Quizás solo había estado inconsciente unos minutos. Calma, Víctor. Tienes que llegar hasta la radio, pedir ayuda. Con el gonio podrán localizarte, y quién sabe si algún barco cercano podrá prestarte auxilio. Venga, ponte en pie. Nadie va a ayudarte a levantar. Pero mi espalda no respondía.
Tranquilo, Víctor, tómate tu tiempo. No hay prisa, o mejor dicho, tienes todo el resto de tu vida para ponerte en pie. Notaba los pies… podía moverlos un poco… a lo mejor en pocas horas el dolor iría cediendo. Si estaba tumbado el dolor era casi soportable, pero si intentaba moverme me quedaba clavado. Un momento… ¿Qué era eso? Aún antes de que llegaran las primeras ráfagas, algo, un instinto me dijo que el viento estaba refrescando. Golpes fuertes, de tormenta, venían de través.
Y nada podía hacer yo, excepto gritar.
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A los pocos minutos, el viento era huracanado. ¡Dios, ni siquiera podía buscar algo a donde sujetarme! La vela, de viento fresco, estaba a punto de ceder, probablemente llevándose el palo consigo. Bueno, Víctor. Hasta aquí hemos llegado. El lado bueno es que vas a ver a Marga… a Ramiro, a Curriyo antes de lo que pensabas. El lado malo: que tú tampoco podrás ver crecer a Carlitos. ¿He sido un buen hombre? No creo. No peor que otros. Me puse a esperar. Las olas rompían a cada momento más fuertes.
De repente, levanté la vista y… estaba ahí, al timón. Era un hombre alto, quizás tanto como yo, pero mucho más fornido. Sería más o menos de mi quinta. Lo más curioso es que vestía uniforme de brigadier de mar de la Real Armada, con sus vueltas de plata y todo, del tipo que era reglamentario a finales del siglo dieciocho. Llevaba también un enorme sable de abordaje, no un espadín de corte sino más un arma de pirata. Me sonrió y lanzó algo hacia mí. ¿Qué era esto? ¡Una frasca! La abrí y bebí sediento. ¡Dios, como ardía! Pero aquel aguardiente consiguió despertarme.
Miré hacia la vela… tenía un par de rizos. ¿Los había puesto yo antes de caer? Entonces… no todo estaba perdido. Estaba delirando, claro, ese hombre no estaba ahí. El capitán Slocum, el primer hombre que dio la vuelta al mundo en solitario, contaba a quien quería oírle que el piloto de la PINTA había venido a socorrerle en una noche de necesidad. Ante el pánico el subconsciente reacciona así, todo eran imaginaciones mías, ese hombre no estaba ahí, pero… de alguna forma el timón se mantenía trincado y ahora capeábamos el temporal.
El hombre volvió a sonreír y levantó la vista hacia el cielo. Parecía feliz. Intenté relajarme. Ves visiones, Víctor, pero parece que pudiste poner el barco en situación segura antes de caer. Descansa unos minutos, y podrás ponerte en pie. Descansa…
* * *
Cuando desperté estaba amaneciendo. Miré hacia el timón. No había nadie, claro está. Bueno, al menos ya no veía fantasmas. El tiempo había mejorado. El viento aún era fuerte, pero con los rizos el palo no corría peligro. Ya veríamos después donde me había arrastrado la tempestad. Tenía miedo de intentar moverme. ¿Y si no lo conseguía? El dolor era terrible…
Poco a poco conseguí ponerme en posición fetal, y de ahí muy despacio, casi sin respirar, luchando contra las oleadas de dolor, pude ponerme en pie. Estaba mareado. Me abracé al palo para no caer. Demonio, tendrás que esperar: esta alma pecadora todavía resiste.
* * *
Claro está que al llegar a San Fernando a nadie conté esta anécdota. Un momento de debilidad, de delirio. Incluso podría haber sido mal interpretado. Me hubieran llamado majara y, ¡qué caramba!, no había sido más que un sueño, una defensa de mi alma ante el miedo.
Pero aún guardo, como un tesoro, aquella frasca de aguardiente.