Marino y Familia en las postrimerías de la marina mercante tradicional, la anterior a la navegación digital de contenedores, automatismos y satélites. “La Isla del padre” es una novela autobiográfica muy especial. Nada tiene de especial que Fernando Marías (Bilbao, 1958) publique una obra acorde a un afamado Premio Planeta (2001) y a décadas de escritor profesional. Lo extraordinario es que nos regale un documento testimonial sobre las relaciones entre un marino mercante y su familia. Impagable. Éste es un tema personal, incluso íntimo, que los marinos y sus familiares apenas desvelamos algo, nunca en profundidad, y los demás si lo abordan suelen recurrir a los tópicos y estereotipos por falta de información válida.
No es el caso de Fernando Marías Amondo, el hijo mayor de un Jefe de Máquinas. Él tiene el valor y la honestidad de narrarnos los entresijos de las relaciones con su padre, vasco, Leonardo Marías Barrera (1919-2013). Además, “La isla del padre” tiene el plus de dejarnos atisbar a la familia de la última generación del marino tradicional a motor, contemporánea de los buques de vapor y culturalmente heredera directa de los barcos de vela; la de eternas campañas sin volver a casa, la de apresuradas vacaciones, de cuando lo normal era que las querencias, las preocupaciones y las intimidades entre el barco y el hogar sólo trascurrieran por cartas manuscritas. Al poco, aparecerían internet, el móvil, skype…, las vacaciones casi tan largas como las cortas campañas, los cambios profundos en la familia y en las costumbres… Y ya sería otra historia, tan distinta que nunca más se repetirá en la marina mercante occidental el drama que tuvo que arrastrar Fernando Marías cuando con 18 meses se topó con su padre que volvía a casa de vacaciones tras más de un año navegando. Fue un encontronazo que desbarató el paraíso de su primera niñez, tan mimada por sus solícitas madre y abuela como desenvuelta en un amplio ático en el centro de Bilbao. Así narra esa escena clave sobre la cual pivota todo el libro y parte de la vida de su autor:
“¿Quién es ese hombre?
¡Es papá…! Informó ella [la madre] impostando alegría a pesar de los evidentes nubarrones negros.
Mi padre calló, inmóvil en la puerta, con la maleta a sus pies, expectante o noqueado. Había recorrido los mares del mundo durante largos meses, soñando con el instante en que su primogénito, al que sólo había visto recién nacido, al tenerlo frente a sí en el umbral (…) saltaría a abrazarlo, eufórico y feliz.
Pero en vez de eso le di la puntilla sin dirigirme siquiera a él; hablándole, desinflado y entristecido, a mi madre:
¿Y se va a quedar? (…)
Quiere que me vaya, parece que repetía [el padre] con desolación. Quiere que me vaya.
El Miedo Mutuo ya estaba allí.” (“La isla del padre”, pág. 57-58).
Fernando Marías no puede recordar dicha escena. Más bien, tras años de escucharla a sus padres, la habría recreado para racionalizar un drama endémico en las familias del marino tradicional: la precariedad o falta de apego emocional entre el padre y sus hijos por estar él ausente en esa crucial etapa de la niñez en que cristalizan los afectos mutuos. Es una ancestral secuela de ser marino, hoy atemperada pero no erradicada del todo por más que haya exceso de comunicación “low cost” entre casa y barco. El padre ausente de tiempo atrás se ha convertido en un padre intermitente, pues cuando hoy se despide para embarcar ya no es un “adiós” en toda regla, sino un “hasta luego”. Casi seguro que ese mismo día al llegar a bordo llamará a casa, y llamará y volverá a llamar una y otra vez durante el mes a tres meses que duran las campañas de los marinos occidentales. Es más, ya nunca se va del todo. Incluso sigue atracado al cuarto de estar en cuanto se conecte con el Skype, de modo que la calidez familiar que trasmite la imagen y voz simula como si él estuviese allí mismo. No era el caso del marino tradicional, hoy desaparecido del todo en Occidente. Es lo que Fernando María plasma bien gracias a su honestidad y su maestría narrativa. Tener un padre (o visto desde la otra parte, un hijo) física y emocionalmente distante, sin los lazos afectivos trenzados durante los largos años en que se logran de modo natural, da pie a la desconfianza, a la incomunicación, al desapego, en suma. Él lo llama “Miedo Mutuo” y aunque parece una exageración propia de alguien hipersensible, sus efectos prácticos han sido más o menos comunes hasta hace unas décadas entre los hijos de marinos cuando solían asumir que su padre siempre estaba de paso y que en sus pocos días de vacaciones evitaba entrometerse mucho en las rutinas de la familia y, menos aún, tomar el timón de la formación de los hijos. Estos, por su parte, tampoco hacían muchas preguntas o requerimientos al padre, fuera por desinterés o por falta de confianza. Y hasta su presencia les podía acabar incomodando, no tanto porque él sobraba o era un semidesconocido, que en parte también, sino porque mermaba las ventajas de ser hijo de marino en cuanto a disponer de más dinero y de mayor libertad de acción que los otros niños y jóvenes. Son relevadoras las páginas 62 y 63 de “La isla del padre” que filman el clima emocional que crea en el autor la visita de su padre en Madrid (1975). Eh aquí cuatro trazos de dichos párrafos.
“Eran mis sentimientos contradictorios, además de injustos hacia él, que financiaba mi aventura de estudiar muy lejos de casa (…) Era la primera vez en mi vida que pasaba tantas horas con mi padre, la primera tras la cual no aguardaba (…) el retorno al castillo regentado por mi madre. Había un porcentaje de incomodidad, de roce (…) Pero entonces solo pensé que su presencia me restaba horas para la felicidad de aventurero que estaba estrenando.
Tales sentimientos no son privativos de algunos jóvenes con padre marino; y menos ahora con tantos divorcios. Sucede que entre ellos serían más frecuentes y acusados porque, hasta unas cuatro décadas atrás, la complicidad sentimental y la confianza mutuas era realmente más difíciles si el marino se perdía el trato con los hijos en su primera niñez. Hasta podrían carecer de importancia las cualidades humanas de unos y otros, pues ese profundo quebranto afectivo iba intrínseco con la vida del marino tradicional. Fernando Marías lo disecciona:
“Mi padre era encantador conmigo y siempre estaba intentando contentarme. Ningún reproche le podía hacer. El problema estribaba en la forzada imposición de un amor que yo no había reclamado, y que en absoluto sentía que necesitaba.” (pág. 75).
El conflicto era, pues, de base. Y aunque no se superase del todo esta falla inicial, se podía y se solía llegar a términos con ella. Fernando Marías lo escenifica con los paseos con su padre a la cima del Pagasarri (el monte de Bilbao), a modo de reencuentros paterno filiales. Consistía en estar con él, en compartir un tipo de intimidad, (supongo) entre desenfadada y amigable, donde al andar juntos apenas se mira a los ojos, pero se va y se mira en la misma dirección. Es una situación de cercanía muy poco propicia a juzgar al compañero de caminata. Incluso si, como es este caso, él percibe en su hijo un signo claro de alcoholismo. Por eso ambos reconocen de algún modo este problema y según cuenta Fernando Marías:
“Lo dejamos ahí. Ni él ni, por supuesto, yo, incidimos en el asunto. Pero de regreso a casa me sentí desasosegado (…) y mi padre no hizo la más remota referencia, ni directa ni indirecta, al momento del Pagasarri, pero yo sentía que su silencio era el aliento de mi culpa” (pág. 225-226).
Este pasaje puede servir, hasta cierto punto, de arquetipo en las relaciones familiares del marino tradicional. La precariedad inicial de los lazos afectivos explicaría que el padre y sus hijos se inmiscuyan mutuamente menos de lo normal en sus vidas e incluso obvien sus lados oscuros o problemáticos. El marino, porque si ha estado ausente de la educación del hijo, con qué confianza y autoridad moral le va a pedir cuentas luego de sus errores. Y éste, a su vez, evitará entrometerse en las ignotas lagunas de la vida de un padre que le da manga ancha y hasta en lo posible pasa por alto sus desaciertos. Es una fosa o distancia emocional que no la salvan ni las tres décadas de este marino jubilado en tierra. En parte, porque para entonces el hijo hace tiempo que ha cogido el vuelo y no comparte sus días en casa. Pero también porque las resiliencias del marino para adaptarse al mar propician que después al jubilarse tenga algo de náufrago embarrancado en tierra para siempre. Incluso durante sus cortas vacaciones. Resulta elocuente un pasaje del libro que delata cómo el padre de Fernando Marías continúa a su modo navegando en casa, pues describe la proverbial indolencia del marino tradicional de no correr ni armar barullo en sus rutinas:
“Mientras, nuestro padre, sin emitir un ruido, se duchaba, se cambiaba de ropa y se incorporaba a la mesa fresco y relajado… Nos preguntábamos por qué hacía todo eso sin prisa alguna y en silencio, como si disfrutara de la lentitud.” (Pág. 13).
Por si había duda, hay otro párrafo que reincide en cómo el marino nunca deja de serlo porque tiene recursos propios para sobrevivir incluso si zozobra en su propia casa perdiendo a su mujer.
“En alguna ocasión mi madre, para retarle, le preguntaba cómo sobreviviría si ella muriese antes que él, y él bromeando exhibía su largamente meditado plan, consistente en bajar una vez al mes a la tienda para comprar sesenta y dos latas de lentejas que comería de pie junto al fregadero, sin calentar ni nada (…) Siempre me he preguntado si bromeaba o hablaba en serio” (Pág. 87).
Entre bromas y veras, este Jefe de Máquinas venía a confirmar que tenía su propia isla, él mismo, donde sobreviviría incluso sin su esposa y demás familiares. A fin de cuentas, un marino tradicional es un superviviente que se vale por sí mismo y hasta se puede permitir empezar la vida dejando atrás épocas que nadie conocerá salvo que las cuente. De hecho, siendo ya mayor Fernando Marías cae en la cuenta de lo mucho que desconoce de su padre. Asume que es por haber sido remiso a preguntarle. Aunque tampoco su padre se ha explayado lo suficiente para contársela siquiera a grandes trazos. He aquí otro rasgo de la vida del marino tradicional. Incluso para su propia familia él es una isla. Sea del Tesoro porque gana más que trabajando en tierra. O como isla refugio a lo Robinsón Crusoe donde la familia sería un excurso no siempre presente ni imprescindible. En todo caso, el marino tradicional tendía a ser una isla de autosuficiencia, poco proclive a dar y pedir explicaciones, salvo en casos graves, como el accidente a bordo provocado por un temporal en el que Leonardo Marías casi pierde la vida y encima expuso la de un compañero.
De hecho, el historial profesional, denominado “Personal de la Marina Mercante. Hoja de Servicios”, que rellenábamos con escuetas fechas, cargos a bordo, barcos, puertos, tipos de cargas y poco más que cuños y firmas de capitanes y comandancias, dibujaba un perfil del marino no muy distinto del real, pues la profesión era tan absorbente entonces que relegaba muchos otros aspectos personales. No es casual que Fernando Marías hojee el historial de su padre para hacerse una idea más precisa de él y buscar indicios sobre algún aspecto confuso que al final de sus días trasluce la demencia senil de su padre (vida maleante, pisos en Buenos Aires). No sería hoy el caso. El historial marítimo ha dejado de ser obligatorio, muchos dejamos de rellenarlo hace años, olvidándonos de él, y los jóvenes creo que ni lo tienen porque, a fin de cuentas, la vida del marino es hoy mucho más larga y compleja que la intermitente y corta vida llevada a bordo. Antes, ésta se circunscribía en demasía al mar y hasta la familia podía quedar en segundo plano, algo que también se refleja en “La isla del padre”, una amalgamada mina donde sonsacar sobre todo apuntes sobre las relaciones del marino tradicional con su familia a pesar de que cada padre, esposa e hijo sean distintos y no valga pontificar generalizaciones de ningún tipo.
Para no alargarme mucho más me ceñiré a la esposa del marino tradicional, a la abnegada “madresposa” que hoy ya no existe. Porque Teresa Amondo Gautier debía ser la típica mujer sobrecargada de trabajo y de responsabilidad, y de renuncias sin cuento, también emocionales… por estar supeditada a su esposo marino por quien encima tenía que velar no escribiéndole muchas de sus preocupaciones y predispuesta a que él pasase lo mejor posible los días de vacaciones para compensarle algo la rudeza del trabajo y vida a bordo. Desde que ya no existen estas “madresposas”, provenientes de la época de los barcos de vela, se las está idealizando y elogiando como nunca antes, incluso han reaparecido sobre pedestales en multitud de puertos para homenajearlas y recordar lo mucho que aportaron a la legendaria vida de sus maridos, a la cohesión familiar y a la prosperidad de sus naciones.
Fernando Marías no llega a tanto porque tiene los pies en el suelo al tomar unos significativos primeros planos del matrimonio de sus padres, proyectando sobre el presente cómo eran las relaciones maritales en una cultura de mar hoy desparecida. Cinco años de noviazgo mantenido en los años cincuenta a costa (supongo) de unas pocas y cortas vacaciones y de muchas cartas de puño y letra en las que había que hacer el esfuerzo de ponerse a escribir y de sopesar qué decir y cómo enamorar transmitiendo que estaba enamorado. Una boda en Barcelona sin fotos que dejen constancia, ni parafernalias, ni viajes de novios… a la que ella, acompañada de su madre, tuvo que viajar ex profeso. Un viaje al puerto de Bremen para ver al marido cuando por entonces eso suponía una odisea de visados, idiomas, vuelos/trenes/buses, trasbordos, hoteles, taxis… para una mujer que antes que nada debía dejar todo apañado en casa, nunca había salido al extranjero y aún era extraño que ellas viajasen solas. Y aunque el matrimonio era sólido, pues todavía acostumbraba a ser lo más normal por aquellas épocas, tampoco era una zalamera relación con su jardín de rosas en donde la pareja se pasaba los días juntos diciéndose lo mucho que se querían. Lo primordial era para ellos sacar la familia adelante y lo demás zarandajas y palabrería prescindible. De aquí la tierna anécdota en “La isla del padre” donde la asistente social que atiende al ya anciano, enfermo y medio aturdido marino le cuenta a su esposa lo que él le dijo:
“Dile a Tere que la quiero mucho. Mucho…” (Pág. 257)
Para ella, tal declaración de amor le resultó sorprendente. No tanto porque confirmara explícitamente una realidad asumida sin palabras, sino porque se atreviese él a expresarla, aunque fuese por intercesión.
“Le dijo que me dijera que me quería mucho… Dile a Tere que la quiero mucho, mucho, citaba literalmente. Y luego añadía un leve matiz de ironía: Él, que jamás me lo dijo en sesenta años, va y me lo dice ahora. (…) y para una vez que lo dice, fíjate tú qué momento fue a elegir” (Pág. 268).
Así de parco en afectos solían ser por entonces los matrimonios, más en la cultura vasca, poco dada a expresar sentimientos de cariño, y más cuando por ser el esposo un marino tradicional las vidas de ambos se habrían ido bifurcando con los años tomando cada cual su propia deriva. Esto ya no es así, aunque también hoy las casadas con los marinos tienen sus servidumbres a causa de la profesión de ellos. Mucha comunicación por móvil e internet, campañas cortas y vacaciones largas de él en casa, pero al contrario que la mayoría de sus antecesoras, ellas deben compaginar la familia y su propia vida profesional, sus matrimonios son más frágiles, suelen tener menos redes de apoyo familiar y aunque puedan viajar al barco con facilidad es más difícil que disfruten mucho la experiencia debido a las cortas estadías, a la lejanía de las terminales al centro de las ciudades, a la sobrecarga de trabajo de sus maridos y a las tripulaciones reducidas y multinacionales que tajan la animosa convivencia a bordo. Eso sí, al contrario que las “madresposas” de décadas atrás, al menos pueden llevar a su marido en el bolso a todas las partes gracias al Smart-phone. ¡Que no es poco!, habida cuenta de la actual precariedad de las relaciones de pareja y de los noviazgos de los marinos.
Cada época tiene su guion de afanes y escollos. Suerte que antes de que desapareciera también de la memoria, Fernando Marías ha filmado relevantes primeros planos, y sin decorados de tramoya, cómo la anterior generación de marinos conllevaba sus relaciones con la familia. No se puede extrapolar sin más dichas experiencias a otros esposas e hijos de marinos, pero sin duda su libro es un insólito regalo sobre un tema poco y mal tratado en la marina mercante. Como tal debería figurar en las bibliotecas o baldas dedicadas al mundo del mar, desde las escuelas de náutica a museos y archivos marítimos. En realidad, Fernando Marías ha escrito un documento a partir de una novela autobiográfica. Gracias por lo que me toca como marino interesado en describir el mar de ayer.