La toma de decisiones siempre crea incertidumbre por mucha experiencia y conocimiento que se tenga del asunto, pues suelen aparecer variables imprevistas que nos hacen estar temerosos por la iniciativa tomada. Es evidente que cuanto más compleja sea la decisión a tomar mayor será la incertidumbre de los resultados. Por ejemplo: un buque navegando en un temporal con mar arbolada. Las medidas que pudiera tomar el capitán del buque en ese momento le producirán dudas y preocupación; sabe que hay factores externos incontrolables que pueden tirar abajo la iniciativa adoptada.
La incertidumbre se acreciente ante una decisión compleja, o cuando otros nos marcan las directrices que obligatoriamente hemos de asumir. Si quienes nos transmiten sus ideas carecen de los conocimientos necesarios sobre el tema es muy posible que tengamos un problema con los resultados a corto, medio o largo plazo.
Esta última situación la podríamos aplicar hoy al ente público Puertos del Estado, el cual parece que ha entrado en un túnel de oscuras reformas de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante (LPEMM, texto refundido), preparadas por parte de los mismos que redactaron el marco estratégico para los próximos diez años, aprobado en julio de 2020 en el Palacio de la Magdalena (Santander), dónde la cogobernanza y la autonomía portuaria brillaban por su ausencia, como puse de manifiesto en el artículo de fecha 26 de julio 2020, “El Palacio de la Magdalena, el marco estratégico y el inmovilismo portuario”, publicado en este medio.
Resulta paradójico que quienes pergeñaron aquel encorsetado marco estratégico, más de lo mismo, son ahora, los responsables de llevar a cabo la reforma de la LPEMM, barajándose completar hasta el límite constitucional las transferencias de los puertos de Barcelona y de Bilbao a los respectivos gobiernos autonómicos.
Esta situación no deja de ser chocante, pasar de defensores acérrimos del inmovilismo portuario, como quedó patente en el marco estratégico aprobado en 2020, a promotores de más transferencias portuarias a las Comunidades Autónomas, lo que constituye, cuando menos, un contrasentido, a no ser, ¡claro está! que este cambio de modelo venga impuesto desde la cúpula política y los ejecutores del mismo sean simples amanuenses a su servicio. En estas situaciones, cuando alguien empieza a estar contento de conocerse a sí mismo con las ideas que le imponen otros, los idus de marzo no tardan en aparecer por la proa. Estos cambios de opinión tan precipitados y repentinos no son buenos consejeros y no suelen traer buenos augurios para quien los asume. En menos de tres años han pasado tres titulares por la presidencia de Puertos del Estado.
Este país tiene amargas experiencias cuando los políticos interfieren las decisiones técnicas, como sucedió en el siniestro del PRESTIGE. Otro ejemplo de intromisión política fue que lo que sucedió con los puertos de interés general, cuando el señor Rodrigo Rato en nombre de José María Aznar, candidato a la presidencia del Gobierno de España, pactó en el Hotel Majestic de Barcelona, 1992, la transferencia de la gestión y gobierno de los puertos de interés general en Cataluña a la Generalitat. Desde entonces, la degradación que se ha ido produciendo en algunos puertos hasta nuestros días es de aurora boreal. Los puertos se han convertido en oficinas de colocación de los amigos del poder autonómico de turno. Los conocimientos de los designados sobre el tráfico y el comercio marítimo y sobre la gestión de los puertos carecían de importancia, para eso están los técnicos y empleados… Así nos va. La filosofía de los mandarines autonómicos incluye que el territorio bajo su mando tenga el mayor número de puertos posibles y así poder pagar más favores políticos.
Cierto es que necesitamos un cambio en los puertos de interés general, la globalización y su influencia en el transporte marítimo lo exigen. El actual sistema portuario ha quedado en algunos aspectos desfasado en el fondo y en la forma, pero, la transformación ha de ser analizada con rigor y en base a cuestiones operativas y de productividad, no en función de los calendarios electorales, los intereses y las presiones de los políticos de cada coyuntura. No debemos olvidar que cada puerto es distinto y tiene sus propias peculiaridades. Y por supuesto hay que contar con las grandes inversiones en infraestructura realizadas durante décadas con el dinero de todos los españoles. Este último punto ha de ser estudiado con especial atención. La mayoría de los puertos ostentan enormes deudas de muy difícil cancelación.
Desde hace años se discuten diferentes vías para solucionar el problema de la gestión portuaria: transferirlos a las instituciones municipales o autonómicas, privatizarlos, agruparlos en sistemas portuarios con varios enclaves bajo una autoridad única… Se ha barajado también la transferencia a las Autonomías de los puertos deficitarios o endeudados, aunque esta fórmula favorecería a las Comunidades Autónomas con más medios, que podrían derivar las deudas a los presupuestos generales. Una solución que acabaría en un bucle perverso.
Tal como está la actual situación de los puertos españoles, quizás una confederación de puertos solucionaría en parte el problema, pero todo ello exige una profunda transformación del sistema portuario, con modificaciones amplias y profundas de la LPEMM y de las normas de desarrollo de la ley. Y esta labor no debería ser acometida exclusivamente por el actual ente público Puertos del Estado, ya muy cuestionado, sino por un órgano representativo de los agentes y participantes en la operativa portuaria que trabaje conjuntamente con el gestor del sistema portuario. De no hacerlo así, es muy probable que volvamos a caer en los mismos errores de los últimos treinta años. Habríamos perdido una nueva oportunidad y agravado los problemas existentes.