Francisco Bru aprovecha para desacreditar a Antonio López el presunto pelotazo que éste hizo en 1851 con la compra de tres haciendas a Ricardo Bell Iradi en Cuba. Tampoco se priva esta vez de mentir, exagerar, escenificar dramas y apelar al lector con el “preguntad, preguntad” –sin dar nombres, ¡claro! — para que le crean a pesar de ser su autor a estas alturas del libro un personaje más falso que un duro sevillano. Sus mentiras son tan burdas que para desvelarlas no hace falta recurrir al archivo “Bell Family Collection” (Dickinson College, Pensilvania), donado por la saga cubana de la familia Bell. Contamos con el trabajo “Richard Maxwell Bell, magnate santiaguero y su descendencia hispanocubana” (Antonio Herrera Vaillant, 2016).
Esta obra y los archivos notariales de Barcelona son suficientes para desenmascarar las mentiras de Pancho Bru respecto a la compraventa de dichas haciendas y los pleitos relacionados con ellas. Gracias a las sentencias y balances de estas fincas compradas a Ricardo Bell conocemos uno de los importantes negocios que Antonio López hizo en Cuba y que nada tiene que ver con la trata de esclavos. Se supone que ésta no sería la única compraventa de tal tipo que hizo la casa comercial A. López y Hermano.
Lo cierto es que, al traer cola, las polémicas fincas fueron noticia en la Península y Francisco Bru lo aprovechó para su libro, a pesar de que su familia estaba implicada porque poseía en comandita el 20% de los 100.000 duros provisionados en ellas. Le da igual, y como siempre acusa a López con más engaños que datos ciertos. Él se refiere al ingenio Santa Ana y a los cafetales Soledad y Carmen que Ricardo Bell vendió a finales de 1851 a la sociedad Antonio López y Hermano por 63.000 duros, aunque al hacerse en firme la compraventa en 1856 hubo que sumarle los intereses, los gastos de escrituras y de varios pleitos, y más tarde los 24.000 duros pagados a tres hermanos de Ricardo Bell para que no ejercieran el derecho de retracto por lazos de sangre.

El gran chollo quedó en bastante menos. Las tres fincas acabaron costando unos 102.000 duros. La mentira de Pancho Bru radica en acusar a Antonio López de haber inducido a Ricardo Bell a vendérselas “en la miseria de 80.000 duros lo que valía muy cerca de un millón”. Triple timo al lector: reduce el precio de la compraventa, exagera el valor de las fincas y atribuye a Antonio López la maldad de atolondrar a Bell para comprarlas baratas. Esta vez miente exponencialmente en las cifras. Y para más canallada, lo hace a sabiendas, porque él recibió en 1863 su parte en las ganancias y tuvo ocasión de leer en Barcelona los balances y el reparto de beneficios de las tres haciendas Bell.
Para la casa de comercio de Antonio López y Hermano fue un buen negocio si las tres fincas se vendieron por 180.000 duros. Cosechas, aparte; habría ganado 78.000 duros, de los cuales la mitad correspondería a López en persona. Menos que una campanada. Aunque invirtió 50.000 duros y obtuvo una ganancia del 70%, estas cifras hay que hilarlas fino porque corresponden a doce años y hay aspectos claves que se escabullen, como son la fiscalidad, la fuerte inflación… El precio del dinero y la inflación en Cuba eran tan altos que esa inversión en créditos refaccionistas habría dado también buenos réditos nominales. El pelotazo de las fincas Bell se debió, ante todo, a la subida del precio de los activos y de las cosechas a causa del boom del azúcar, algo que no dependía de Ricardo Bell, sino de los avatares de cualquier negocio.
Algunos de sus socios pudieron ganar porcentualmente más que López. ¡Como para perder el tiempo, la moral, el crédito y la buena imagen contrabandeando bozales! Si Antonio López, al contrario que la mayoría de los indianos residentes no invirtió en Barcelona en industrias ni en telares, por qué tuvo que apostar en Cuba igual que quienes se enriquecieron con el tráfico de esclavos. Las fincas Bell constatan que él pudo tener fuertes beneficios por otras vías.
Las acusaciones de Pancho Bru contra su cuñado no quedan en que maliciosamente compró una ganga lo que, según él, era un Potosí. Va más lejos. Le atribuye a López un “diabólico plan” para que Ricardo Bell, residente en Madrid, le vendiese las fincas metiéndole el miedo a perderlas si se amotinaban los esclavos o triunfaban los anexionistas cubanos pro-Estados Unidos.
“Sabiendo que el señor Bell era un hombre confiado y candoroso como mi padre, imaginaba [López] ser fácil engañarlo si se llegaba a hallar una buena treta”. La treta consistió, según Pancho Bru, en que Patricio Satrústegui viajase a Madrid y entablase amistad con Ricardo Bell para inducirle a vender las haciendas diciéndole que Cuba estaba perdida para España y leyéndole tan alarmantes como falsas cartas recibidas de la Isla.
Pancho Bru escribe que Satrústegui le dio a Ricardo Bell “muy malas noticias del comercio y prosperidad de la Isla: pintó a los negros irritadísimos con los blancos y huyendo en masa a la manigua; describió a los criollos en un estado de sorda insubordinación y de mal disimulado odio a los españoles, y opinó que los buenos tiempos de hacer fortuna allí habían pasado para siempre, y que empezaba la hora de una grande decadencia.”
Ricardo Bell se convenció, sigue el relato, de que “no había otro recurso que sacar de las fincas lo que pudiese (…) se discutió el precio fijándose en 80.000 duros. Dio enseguida Bell una carta-orden a Satrústegui para su apoderado [en Santiago de Cuba], mandando a éste que por aquel precio entregase a López todas las fincas (…) Ni escritura notarial se hizo.”

Pancho Bru se inventa esta versión para acusar López de timar a un crédulo desasistido por sus familiares y amigos. Cualquier coincidencia con la realidad es casual. Ricardo Bell estaba bien informado porque había salido de Santiago de Cuba solo nueve meses antes y, por supuesto, también estaba al corriente de la fracasada expedición en la Isla que hacía cuatro meses había liderado el general anexionista Narciso López, luego ajusticiado a garrote vil.
Al autor del libro le convenía mentir al respecto: “No recuerdo si cuando Satrústegui llegó a Madrid circulaban ya en esta ciudad noticias de la expedición filibustera del general López, aquella misma expedición que le costó la vida en el patíbulo.” Otra trola, pues Satrústegui cerró el trato a finales de diciembre de 1851 y para entonces ya se sabía el desenlace de esa intentona anexionista. No era igual para atemorizar a Ricardo Bell que el líder anexionista estuviese vivo y desafiante que muerto tras ser derrotado. Aunque todo puede ser si tampoco recordaba que Ricardo se apellidaba Bell, no Bel, a pesar de que en el libro trascribe alguna de sus cartas. El caso Bell prueba que Pancho Bru, aparte de mala fe, ni se documentó un mínimo para lanzar sus graves acusaciones. Ni dio con el apellido exacto.
¡Ah! y como en otros pasajes del libro, en esta trama también recurre a la mentira exagerada y a la escena trágica. Hasta se pasa:
López ganó el pleito, vendió las fincas y ¿saben mis lectores cuánto sacó de ellas? Sacó un millón de pesos. Bell, arruinado y desesperado, se levantó la tapa de los sesos.
Ese millón de pesos (duros) es una mentira tan estúpida que no se aguanta. Si López, o su empresa, se embolsó tanto, entonces ¿cuánto ganaron los herederos de Andrés Bru, quien participó con el 20% en la compra de las tres fincas? De ser cierto el dichoso millón, Pancho Bru habría vivido con más holganza. Pero no es verdad que López y Satrústegui echaron “mano de los fondos de mi padre, que estaban en su poder” para la compra y pleitos de las fincas, sino que éste era socio comanditario del negocio. Francisco Bru oculta que su familia participó de lleno en el pelotazo y que él mismo obtuvo beneficios.
Tampoco es verosímil que Ricardo Bell Iradi se pegase un tiro. Se sabe que murió en Madrid hacia 1861 sin descendencia y legó a favor, entre otros, de su hermano José Alejandro. Dicho suicidio no aparece en ningún sitio. Por cierto, un nieto de José Alejandro Bell Iradi, Alejandro Padilla Bell, se casó con María del Carmen Satrústegui Berrie, hija de Patricio Satrústegui. ¡La vida! Que la hija del “innombrable” cómplice contra los Bell se casase con uno de ellos desmentiría la acusación de que Antonio López cometió un monumental timo. Y el éxito profesional de Alejandro Padilla Bell, diplomático de carrera, al ocupar relevantes embajadas, tal que Londres, durante la Restauración, podría explicarse porque pertenecía a la órbita familiar del Grupo Comillas.
Para rebatir que Antonio López ganó una millonada con esas tres fincas, conviene contextualizar la fortuna de la familia Bell antes de hacer cuatro números.
Ricardo Bell Iradi (Santiago de Cuba, 1820 – Madrid 1861) era el penúltimo de los diez hijos que tuvo Richard Maxwell Bell (Lurgan, 1777? – S. de Cuba, 1848), un irlandés capitán de la marina mercante que comerció entre África y el Caribe antes de fijar hacia 1800 su residencia, con su amor y su fortuna, en Santiago de Cuba. Castellanizó su nombre como Ricardo María Bell, le apodaron “Don Ricardo Campana”, al traducirle el apellido Bell; compró varias haciendas en el Oriente cubano y diversificó su capital con importantes inversiones en Estados Unidos.
La familia figuraba entre las más poderosas de Santiago de Cuba cuando en marzo de 1851, dos años y medio después de morir el patriarca, Ricardo Bell Iradi dejó Cuba para residir en Madrid junto a sus dos hermanos mayores: Ana María y el principal heredero, José Alejandro. Por tanto, en Madrid, Ricardo Bell estaba respaldado y en Santiago de Cuba seguían sus otros hermanos, algunos de ellos casados con los Herrera, del Castillo…, apellidos de abolengo en la ciudad y, por tanto, con experiencia en gestionar haciendas propias y ajenas.
Cuesta creer a Pancho Bru cuando considera a Ricardo Bel confiado y candoroso; más aún que hiciese semejante venta sin consultarlo con sus adinerados y hacendados hermanos por si estaban interesados en una compra tan atractiva. Aunque tarde, ¡por supuesto¡, éstos se enteraron y reaccionaron a la mala venta hecha por Ricardo. Recurrieron al derecho de tanteo y retracto por lazos de sangre para impedir que se ejecutara. Finalmente, se conformaron con arrancar 24.000 duros a la sociedad de López a cambio de que no aplicasen ese derecho a revertir el trato a su favor.
La venta de Ricardo Bell pudo estar influenciada por el pánico a que Cuba estuviese perdida para España y para los negocios después de que Washington arrebatase a México la mitad de su territorio (Tratado Guadalupe-Hidalgo, 1848), los filibusteros yanquis intentasen hacerse con Nicaragua, Estados Unidos presionase a Madrid para que le vendiese Cuba y los anexionistas cubanos protagonizaran acciones armadas en la Isla. También se podría explicar tan ruinosa operación por la caída imparable del precio del café a partir de 1845 (dos de las tres fincas eran cafetales) y por el boom del azúcar tras la compraventa de las haciendas.
Respecto a lo pagado por el ingenio Santa Ana podríamos hacernos una idea sabiendo que en 1863 se vendieron los dos cafetales por 17.000 duros, es decir, suponían 9,4 % del precio total de las tres fincas en ese momento. A torpe ojo de mal cubero, el ingenio Santa Ana habría costado 92.500 duros, el 90,6% tanto del precio de compra de las tres fincas en 78.166 como de los 24.000 duros pagados a los hermanos Bell. Quizás la familia Bell no hizo tan desastroso negocio con su venta; si es que la podemos comparar con el pequeño ingenio Armonía, que se compró, en 1851, por 40.000 duros. Es solo elucubrar. De 1851 a 1856 se encarecieron mucho los ingenios/haciendas y se desconoce de ambos su situación, calidad, rentabilidad…, casi todo.
Al parecer, Ricardo Bell se arrepintió de haber vendido las haciendas porque se había dejado llevar por el temor a la inestabilidad en Cuba y porque al poco de comprarlas Antonio López se produjo otro boom en el precio del azúcar que incrementó el valor de las haciendas, ingenios y esclavos. En todo caso, su apoderado en Santiago de Cuba le advirtió de que había malvendido las fincas y Ricardo Bell intentó anular la operación. Ya tarde. Pleiteó, murió y el Tribunal Supremo, después de sentencias contradictorias en Cuba, sentenció a favor de la casa comercial de Antonio López, no sin antes haber compensado a los hermanos Bell Iradi para que no recurrieran la compraventa por derecho de retracto.

El resto del capítulo cae en la ristra habitual de agravios. Francisco Bru culpabiliza a su hermana Luisa por saber y no callar el episodio de Ricardo Bell. Se queja que los López-Bru le infamen, que el fundador de la familia López tuvo “la culpa de la mayor parte de mis defectos, de mis quebrantos y vicisitudes…”. A esto añade el presunto robo que A. López cometió a un amigo muerto perjudicando a una anciana… Termina haciendo disquisiciones antes de abrir el capítulo principal del libro, en el cual vierte sus obsesiones/acusaciones de casi tres décadas: las relacionadas con las herencias de su padre y de una adinerada tía carnal.