La utilización de la mar para obtener alimentos y para llegar a nuevas y mejores tierras requiere un instrumento imprescindible, una nave, un cascarón que flote y que pueda ser dirigido contra el viento, las corrientes y las olas hasta llegar a su objetivo con el menor daño posible. Un barco.
En el inicio, unos hombres impulsados por el deseo de ir más allá para huir del hambre ingeniaron unos maderos, unas pieles cosidas o lo que la naturaleza les ofrecía para desafiar las aguas que corrían hacia el mar, y el propio mar, unos días manso y otros terrible. Cientos de años, tal vez miles, pasaron antes de que la acumulación de ensayos y experiencias diera los primeros frutos, un bote, una canoa, un cayuco, el preciado instrumento a bordo del cual podían intentar la captura de los animales que se movían en el agua y alcanzar las tierras del más allá.
Los mismos que construían esas primitivas embarcaciones también las tripulaban y dirigían. Fracasaron muchas veces y muchas más descubrieron pequeños detalles que perfeccionaban la estabilidad o el gobierno de la nave. Eran los mismos: constructores, inventores, marinos en definitiva.
Como en tantas otras profesiones, los avances técnicos exigieron la especialización de oficios y habilidades. Los marinos, hacedores de descubrimientos y conquistas científicas y sociales, perdimos la batalla de la Historia. Pudo ser allá por el siglo XV, cuando permanecimos en nuestros barcos con la ilusión de que nuestra profesión seguiría estando por encima de los desarrapados que se atribuían los descubrimientos y la posesión de tierras y hombres. O tal vez fue entre los siglos XVI y XVII con el nacimiento de la marina de guerra como cuerpo y oficio diferenciado. A partir de entonces las profesiones se reforzaron y ennoblecieron y los marinos seguimos encerrados en los barcos, dueños y señores de un mundo cada vez más pequeño y extemporáneo. Llegados al siglo XX, hasta los estibadores de los puertos, la mano de obra con menos mimbres culturales, pasaron por encima de los marinos.

Y sin embargo los marinos seguimos en posesión de una épica prodigiosa, hazañas que se explican con la sencillez con que el escritor Elías Meana ha relatado en esta plataforma digital la proeza de la goleta IDUS DE MARZO en la isla de Greenwich. Enfrentarse a los desafíos de la naturaleza no para escalar la gloria, sino para alcanzar metas más humanas: ensanchar el conocimiento y abrir nuevos horizontes, por ejemplo. Una épica que no necesita los rimbombantes conceptos con que se arropan los poderosos cuando han de justificar sus andanzas, sus ocurrencias o sus fechorías: la concordia, la justicia, la igualdad, la libertad, el diálogo, la paz, el progreso y perlas por el estilo. Nos arruinan, nos explotan, nos dirigen y nos engañan por nuestro bien, añadiendo esas palabras, convertidas en morralla sin valor.
Los marinos embarcados son el elemento imprescindible para que la Humanidad siga avanzando. Los buques que ellos tripulan portan las mercancías imprescindibles. Los puertos existen gracias a ellos; la economía progresa gracias a ellos, barcos y marinos. Pero son maltratados económica, social y políticamente. Ni siquiera han pensado los gobernantes en vacunarlos contra el Covid 19, tal vez porque las marrullerías de su actividad no les deja tiempo para pensar.
No engalanan su épica los marinos con la bisutería de los discursos políticos, o con la charlatanería de los publicistas; ni siquiera con la prosa petarda de los belicistas. Está ahí, pura, casi olvidada, una épica de otro tiempo y de unos profesionales extraordinarios. La épica de los marinos.
NOTA DEL EDITOR. La foto de portada, dos marinos con sendos sextantes para medir la altura del astro sobre el horizonte, es un óleo del pintor estadounidense Winslow Homer, titulado Eight Bells. El título de la pintura hace referencia a las campanadas que marcaban las horas a bordo, una campanada cada 30 minutos, de modo que eigth bells, ocho campanadas indican el final de una guardia y el inicio de la siguiente.