A bordo de los buques de aquella gran naviera circulaba la triste historia de un piloto que acabó hundido por una mujer devoradora de hombres. No era un caso excepcional. Las devoradoras de hombres son legión y poseen una larga tradición con nombres tan señeros como Mesalina, la princesa de Eboli, Ana Bolena, la española Isabel II, la Bella Otero, Ava Gardner o Marilyn Monroe por citar algunas bien conocidas. No hay dos iguales, cada una utiliza sus armas como quiere o como puede y acomete los desafíos que las circunstancias le permiten. Algunas, sutiles y mal sabidas, que diría el poeta del Buen Amor, logran que la necesidad sea vista como virtud y la culpa pase como sacrificio voluntario.
El piloto era un joven despierto, alegre, culto y disciplinado. Estaba destinado a hacer carrera en la compañía pues todos los informes le retrataban como un buen profesional. Pero a la vuelta de unas vacaciones embarcó un tipo envejecido, desdeñoso e indiferente ante el trabajo y ante sus compañeros. Triste y apagado deambulaba por el barco como alma en pena. Fueron muchos los que le preguntaron por su salud, los que lo recordaban como un muchacho jovial y lo veían ahora como un adulto camino de la amargura. Nada, no me pasa nada, contestaba. Y si insistías, te retaba con la mirada sombría de quienes creen que lo han perdido casi todo.
Así las cosas, embarcó el relevo de un oficial de máquinas que había compartido un largo embarque con el piloto taciturno, un amigo. El piloto no recobró la alegría de antaño, pero al menos parecía menos apesadumbrado. Hasta que un día abandonó la guardia envuelto en llanto, incapaz de soportar el sufrimiento y le suplicó al capitán que lo desembarcara en el puerto más próximo. En efecto, dos días más tarde, sin despedirse, bajó por la escala real con una pequeña maleta. En el camarote dejó un montón de ropa, libros y objetos varios, como si no le importara la pérdida o como si quisiera olvidar su existencia.
Embarcó un nuevo piloto y la vida a bordo volvió a latir como de costumbre: marineros y oficiales de puente dedicados a la navegación y a despotricar del mantenimiento del buque; engrasadores y oficiales de máquinas quejosos del estado de las instalaciones y de la falta de repuestos adecuados para la máquina y los motores; y cocineros y camareros pugnando cada día por adormecer las críticas de unos y otros.
De vez en cuando alguien recordaba a aquel piloto animoso que volvió de unas vacaciones tristón y cansado de vivir. El misterio de semejante mudanza, ¿qué le habría ocurrido?, no ocupaba apenas palabras pues el cambio forma parte de la vida a bordo. La mar, las personas, la luz, cada día amanece el buque en una latitud distinta y con un horario diferente. Los más viejos concluían con un simple: “pobre muchacho, confiemos que se haya recuperado”. Pero un día, varias semanas después, a alguien se le ocurrió preguntarle al maquinista si sabía algo de su amigo piloto.
- Falleció unos días después de dejar el barco -contó el oficial de máquinas. Se cayó desde el balcón de un tercer piso, me lo dijeron hace poco. No pudo soportar el abandono de su esposa. Se enteró, o alguien con muy mala baba le contó que la señora se había pasado por la piedra a todos los conocidos del barrio, incluido el empleado del supermercado y el cajero del banco, con quien, le avisaron, mantenía una larga relación. Tal vez era verdad, o quizás exageraban, vete a saber. La mujer no era guapa, pero tenía unos atributos visibles más que notables, sobre todo las tetas, grandes y tersas. Él estaba enamorado, discutió con ella, le pidió que se comportara, le juró que dejaría los barcos para estar más tiempo juntos, le ofreció ir a otro país, cambiar de aires, de trabajo, de vida, lo que ella quisiera, pero fue en vano. La respuesta fue abandonarlo y vivir con una amiga. Ahí se derrumbó, ignoraba que resulta peligroso enamorarse de una devoradora de hombres y que si caes en la tentación has de saber convivir con la libertad, un aprendizaje nada fácil. A los hombres se nos perdonan esos deslices, o no se nos mira tan mal, por eso las mujeres gestionan mejor a los maridos depredadores, que no son pocos. En fin, era un chaval inteligente y no comprendo cómo pudo enloquecer de esa manera, pero así es la vida.
Nota del editor. La foto de portada representa a la bella Otero pintada por Julio Romero.