Podía haberle pasado a Emilio Banova, pero no tuvo suerte. Lo vivió, sin embargo, en primera persona, enrolado de tercer oficial de máquinas del ALIOTH, y pudo contemplar como el jefe de máquinas, un tipo largo, delgado y con vocación de místico, se transformaba día a día en un hombre enamorado.
Solía decir Jesús, El Ruso, un piloto que tiró por la psicología en vez de hacer carrera en la mar, que el enamoramiento es un estado de enajenación mental transitoria cuya duración depende de tantas variables que es imposible predecir su intensidad y su evolución. Salvo casos excepcionales, nunca resiste más de un año y lo normal es que a los seis meses la enfermedad haya remitido o incluso haya desaparecido. Sobre la intensidad no había criterios de medición fiables, una laguna que se intentaba cubrir con palabras: el encoñamiento quería decir baja intensidad; la pasión significaba un grado medio, no más de seis u ocho meses; y la locura suponía un enamoramiento profundo, eso que algunos llaman amor, capaz de resistir muchos meses sin el calor nutricio del sexo. Un mal muy serio.
Lo del jefe de máquinas, al día siguiente de atracar en el puerto de Santos, allá por el mes de noviembre de 1970, no parecía pasar de un leve encoñamiento. Contra su discreción habitual, el jefe nos contaba que se lo había pasado de puta madre en un local al que le condujo un taxista que se pasó todo el viaje hablando de fútbol y goles, un pesado. Había allí unas chicas impresionantes.
– Yo no tenía intención -contaba- pero me crucé con una mirada tímida que no parecía del lugar, nada de enseñar las tetas, vestía con recato una falda que le llegaba más abajo del ombligo. Eso me gustó. Empezamos a hablar, tenía una voz angelical. Yo la miraba, la oía, contemplaba sus labios, su cintura, y cogí un calentón de esos tan duros que casi duelen. Ella debió darse cuenta de mi estado, me cogió de la mano y me llevó a una habitación. Me desnudó, me besó y me lamió con tanta delicadeza que a punto estuve de estallar antes de meterla. ¡Qué noche, chicos, qué noche!
En el ALIOTH -no lo he dicho, pero sabed que era un candray de esos fiesteros que transforman a los tripulantes en gente amable y generosa- circulaban esos días de Santos todo tipo de historias: el marinero que había salido a punta de navaja de un lupanar remoto; el camarero al que habían desvalijado unos negrazos mientras él culeaba con una mulata de tetas enormes; un alumno a quien habían emborrachado con una bebida áspera, de fuego, eso explicaba, y anduvo con resaca tres días. Historias que giraban en torno a la lujuria y a la bebida, y raramente a la comida, aunque el capitán se las daba de exquisito y sostenía que ni loco se metía él en esas tías. Él se iba a los mejores restaurantes y las copas las tomaba en su camarote: Johnnie Walker etiqueta negra y hielo de agua de Lanjarón, embotellada.

El jefe de máquinas salió corriendo al atardecer del día siguiente adonde había estado la noche anterior y volvió encantado de haber comprado todo el tiempo de la chica recatada. Ya no contaba detalles, se limitaba a relatar casi en susurros que estaba muy buena y tenía buen manejo de la cama. Por el contrario, se detenía en las frases que la chica le había dicho, en su alegría al verle, en que le cogió y le besó la mano, esas cosas.
– Le conté que cuando me desvirgaron, en León, una mujer mayor que yo, pero muy torpe, se limitó a masturbarme como si tuviera prisa por acabar y que conseguí eyacular tocándole el culo, que lo tenía duro y terso, y ella, Carine, se volvió y me dijo: Tócame a mí como la tocaste a ella, hasta que te corras… Me quedé de piedra, pero lo hice y me corrí no con la exasperación habitual, sino de forma queda, suave, lenta. Carine es una maravilla.
El barco tenía previsto descargar y cargar en tres o cuatro días, pero la lluvia y una huelga nos dejó en Santos nueve días. Con el paso de los días, el jefe siguió fiel a su novia, cada tarde, cada noche y algún día por la mañana, en la playa, disfrutaba de la compañía de Carine. Los últimos días se refería a ella como si fuera doña Jimena, la esposa del Cid, toda virtud, discreción y fidelidad. A todos nos alarmó cuando contó con tranquilidad que se casaría con Carine, la mujer de su vida. De hecho, habló con el capitán para desembarcar en Brasil y empezó a hacer la maleta. El capitán nos advirtió que Manuel Verdera, el jefe, le había estado pidiendo anticipos y que ya había gastado el sueldo del mes.

Los maquinistas nos conjuramos para rescatar al jefe del naufragio. Había perdido el seso, andaba alelado por el barco. Decían los graciosos que se debía a que Carine, la modosita, le chupaba todo el jugo. Así que tramamos con los de puente un engaño. Avisamos que el barco saldría dentro de cuatro días, que aún faltaba algo de carga. Después de una mañana agotadora, dormimos al jefe con una ración extra de somníferos y le convencimos de que durmiera una siesta antes de salir a tierra. El barco zarpó esa misma tarde con el jefe a bordo.
Cuando despertó en la mar se fue al camarote del capitán y armó la marimorena. Allí nos congregamos pilotos y maquinistas para explicarle que lo habíamos hecho por su bien, que había estado a punto de cometer un grave error. Carine ha ganado contigo lo que gana en un año. Nos han confirmado que está casada y vive con un fulano y un hijo de tres años, tú sólo fuiste el pagano. Nadie pudo consolarle, nos escuchaba y nos miraba con furia. Durante días no habló con nadie y pasó de la furia al desprecio.
El ALIOTH tardó 17 días en llegar a Valencia. Para entonces, el jefe ya hablaba y le vimos reír algunas veces.
– Me consta que tuvo largas conversaciones con el primero de máquinas, un amigo con quien había estudiado en la escuela de La Coruña -contaba Banova mientras trasegábamos vino catalán y una empanada de milho. Y que poco a poco admitió que quizás tuviéramos razón. Se marchó de la compañía al poco tiempo. Confío en que nos haya perdonado. Cumplimos con nuestro deber. Me dijeron que estuvo enviando dinero a Carine durante algún tiempo y que pasados unos años se casó con una chica joven, empleada en una agencia de viajes, que bebía los vientos por él. Era, por lo demás, un gran tipo el jefe de máquinas del ALIOTH, un hombre inteligente capaz de enamorarse hasta la locura.