En primer lugar, el juicio se monta con tres acusados, y un cuarto en rebeldía, por delitos inventados e imposibles. Incluso el ex director general de la Marina Mercante, autor confeso de la errónea decisión de lanzar el buque contra el temporal y “rezar para que se hunda”, no merece un juicio penal. Los esfuerzos denodados del fiscal y los abogados del Estado para probar el mal estado del petrolero y la impericia profesional del capitán Apóstolos Mangouras chocan contra el muro infranqueable de la realidad.
El buque, incluso seriamente averiado, aguantó seis días a flote, enfrentándose a más de cincuenta mil olas que impactaron el casco con furia. Por sí sólo, este dato desmonta cualquier acusación sobre las condiciones de su estructura. Como es bien sabido, el PRESTIGE poseía todos los certificados de seguridad y prevención de la contaminación, emitidos en nombre del Estado de bandera, Bahamas, por la más importante sociedad de clasificación del mundo, American Bureau of Shipping (ABS). La justicia norteamericana emitió recientemente la sentencia definitiva contra la demanda del reino de España, que declara que la actuación de ABS fue cuidadosa y responsable, de modo que ningún reproche jurídico merece por el accidente del Prestige.
De la profesionalidad del capitán Mangouras no hay duda alguna. Todos los análisis técnicos realizados sobre la actuación del capitán durante el siniestro ponen de manifiesto su comportamiento ejemplar y el acierto de las decisiones que tomó para evitar el naufragio.
De la investigación técnica de los accidente marítimos obtiene la ciencia las enseñanzas que nos permiten evitar nuevos siniestros. Para ello, condición imprescindible es que se afronte la investigación con coraje, honestidad y transparencia. En el siniestro del Prestige, a la vista de la lamentable gestión del siniestro, deberíamos habernos preguntado por la actuación del remolcador RIA DE VIGO, contratado con dinero público, pero que en el momento del accidente se puso al servicio de una empresa privada; y deberíamos preguntarnos por los mecanismos de selección que hacen posible que una persona como López Sors llegara al cargo de autoridad marítima española; y qué Administración padecemos, que no pudo impedir el error del director general, a sabiendas de las graves consecuencias que habían de derivarse de sus decisiones; y debimos -debemos- analizar para qué tenemos un Gobierno plagado de asesores y consejeros si luego los ministros, secretarios de estado y secretarios generales son incapaces de controlar y supervisar la actuación de un director general. Por supuesto, si hubiéramos examinado los daños del PRESTIGE antes de hundirlo, quizás habríamos aprendido cómo y por qué se produjo el derrumbe de una zona del costado de estribor y sabríamos con razonable certeza si sufría alguna debilidad estructural o/y si fueron causas externas, una ola excepcional, por ejemplo, lo que causó la avería.
El gobierno español, incapaz de afrontar semejante investigación, se tiró al monte y optó por arremeter contra el eslabón débil del suceso, el capitán y la tripulación del PRESTIGE. Metieron en la cárcel al capitán y durante los diez años transcurridos se han dedicado, gastando millones de Euros y abrasando el crédito del país, a buscar cualquier detalle, más o menos forzado, aunque fuera increíble, que sirviera para cuestionar la evidencia sobre el estado del petrolero y la profesionalidad de su dotación. Todo antes que admitir sus propios errores y cuestionar el sistema político sobre el que está cómodamente asentado.
Pocas dudas hay de que el juicio tardío de La Coruña constituye un nuevo error, un circo innecesario e inútil. Allí el Estado español no pretende saber, o al menos acercarse a la verdad del suceso. Sólo pretende, arrastrando a la Administración de justicia, alguna condena que deje incólumes sus miserias, sus muchas miserias. Una desgracia.
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