Joaquín Vicente Eizaguirre Bailly (1812-1887) fue un amigo, colaborador y socio de Antonio López durante décadas y le sobrevivió cuatro años largos. Contribuyó con su hijo Manuel, delegado en Cádiz de la Compañía Trasatlántica desde 1878, a promover el monumento al marqués de Comillas en el Dique de Matagorda y a fundar en ese mismo lugar “La Escuelita” para niños huérfanos de la naviera e hijos de los trabajadores del astillero (1886). El primer maestro y responsable de este centro fue Emilio Alegre, secretario personal de Joaquín Eizaguirre, quien le sufragó los estudios de Magisterio. Anciano y en silla de ruedas, éste sería el postrer servicio de J. Eizaguirre a la Casa Comillas y, por ende, a quien fue su amigo (“Apellido Alegre”, bitácora de Manolo Alegre. 2007).
Vivió sus últimos años con la familia de su hijo Manuel en el Nº 11 de la plaza Mina, un edificio de privilegio por su logrado estilo isabelino (1870), por ser céntrico y tener próxima la Alameda de Apodaca al hacer la casa esquina con la calle Calderón de la Barca. Y le bastaba coger la calle Antonio López, que arranca en la esquina de la plaza enfrente a su casa, para bajar al puerto. Esto figura ser, a pesar de sus achaques, un final feliz para una vida plena de trabajo como ingeniero/inspector de minas, durante 16 años dedicados a Cuba, en especial a las minas de cobre.
Fue allí donde conoció a Antonio López, para quien acabó siendo una mina de oro. La boda de éste con Luisa Bru Lassus tuvo algo que ver con la esposa de J. Eizaguirre, Mª Luisa Bravo López de Ayala, pues ambas, criollas de Santiago de Cuba, eran amigas antes de que ellos se conocieran. También quizás gracias a él, conoció en la isla a su hermano J. Carlos Eizaguirre, un economista que tras regresar a la Península en 1842 fue directivo de banca, y cofundador y agente en Madrid de la naviera A. López y Cía. Y a modo de guirnaldas, los Eizaguirre le pusieron en contacto con los hermanos Satrústegui, unos parientes por parte materna que desde niños habían vivido y estudiado en Gran Bretaña porque su padre, un liberal, les había llevado consigo al exilio en 1823. Las madres de los Eizaguirre Bailly y de los Satrústegui Bris se apellidaban respectivamente Baylli Ruiz y Bris Bailly. Es intrascendente dilucidar si ellas fueron primas, tía y sobrina, o tenían entre sí otro tipo de parentesco.
Los hermanos Eizaguirre, por su cuidada preparación académica, eran la cara opuesta de un Antonio López con meros estudios básicos. De procedencia, navarra, vasca y vascofrancesa, habían nacido en Santander porque su padre, administrador de Aduanas, estaba destinado allí. De vuelta a San Sebastián, cursaron la enseñanza media tras lo cual Joaquín hizo ingeniería en la Real Academia de Minas de Almadén; y su hermano Carlos estudió economía e idiomas en Bayona (Francia).
Joaquín Eizaguirre inició sus estudios superiores en 1828; fue alumno pensionado en la universidad de Freiberg (Alemania), especializada en minería; En 1831, cobraba 4.400 reales de vellón como Alumno del Real Cuerpo de Minas; en 1834 ascendió a ingeniero de minas de 3ª clase con sueldo de 8.000 reales de vellón. Primero trabajó en el mismo Almadén (minas de mercurio), luego en Linares (plomo y cobre), en la Alpujarra (plomo y plata) y en Asturias (carbón). Y el 31 de agosto de 1837 le nombraron inspector jefe de la minería de Cuba y Puerto Rico, ascendiendo a ingeniero de segunda clase, con 21.333 reales anuales. Le aumentaron el sueldo en 1839 a 1.353 duros más otros 500 de viajes y dietas. Con el tiempo le pareció poco y pidió 2.000 duros, más 500 de gastos. Aún andaba en 1852 con reclamaciones de sueldo. Se hacía valer, a lo vasco: amigos somos, pero el pollo por lo que vale. En las Antillas tuvo que empezar de cero porque ambas islas no tenían levantados ni mapas geológicos. Incluso tuvo que estudiar los recursos mineros de las Islas Vírgenes Españolas (Vieques y Culebra, de Puerto Rico). De seguro que también aprendería de los ingenieros y técnicos británicos que llevaban las minas de cobre.
Los Bru Lassus aportaron a Antonio López dinero y una red de contactos familiares y comerciales; los Eizaguirre Bailly una sólida preparación intelectual y empresarial. Súmale a ello la contribución de Patricio Satrústegui que con 17 años llegó a Cuba en 1840 y se bregó en negocios, aunque sin suerte, hasta que se asoció a Antonio López. Al parecer, administró los cafetales de la mujer y de la familia política de Joaquín Eizaguirre y era representante en Cuba de alguna empresa británica de maquinaria.
Con semejante entramado, López no necesitaría la trata de negros para hacer fortuna a nada que tuviera dotes de empresario, algo que nunca le negaron ni sus mayores detractores. Como para no aprovechar en Santiago de Cuba el boom de beneficios que generó el café hasta 1845 y la masiva extracción de mineral de cobre entre 1837 y 1853. Tanto más si tenía alguna relación con el inspector jefe de la minería en la isla.
No es casualidad que Antonio López nombrase a Joaquín Eizaguirre apoderado para gestionar la matriculación y abanderamiento del vapor GENERAL ARMERO (marzo 1850), y menos extraña todavía que le eligiese padrino de su primer hijo (enero 1852). Mantenían fuertes lazos. Y no era baza menor contar a su favor con el inspector responsable de la minería del cobre y, aunque no dieron resultado, también de los yacimientos de carbón (La Prosperidad), de hierro, y de oro (Luquillo, en Puerto Rico). Los estudios y memorias al respecto enviados por Joaquín Eizaguirre a Madrid dan idea de su trabajo y capacidad, pues su labor no se limitó a la supervisión de la veintena de minas de cobre más o menos operativas (Archivos de Ultramar). También llevaba el control de las tasas fiscales y la resolución en primera instancia de los conflictos relacionados con la minería, por todo lo cual rozó con las autoridades cubanas.
Ya sólo la mina La Consolidada, en Santiago del Cobre, supuso un capital social de 2,4 millones de pesos y sus gastos de explotación solían superar los 400.000 pesos anuales. Y el ferrocarril, inaugurado por O´Donnell (01.11.1844), fue durante unos años el más rentable de la isla a pesar de que seguía dependiendo del motor de sangre, pues muchas de las 4.000 mulas que antes acarreaban el mineral hasta el embarcadero de Punta la Sal, pasaron a tirar del convoy de vagones en algunos tramos de la vía.
El ferrocarril transportó entre 1844 y 1849, unos 29.000 pasajeros y 145.000 toneladas, ganando 500.000 duros, cifra muy superior al capital invertido para ponerlo en marcha. Súmale a todo ello las compras de equipos y de materiales para las minas (ej. máquinas de vapor), más las avituallas y otros productos de consumo… y tenemos alguna explicación sobre los grandes negocios locales en torno al cobre. Los beneficios de la trata, entonces en mínimos, serían relativamente modestos en el oriente cubano salvo para los cuatro negreros de siempre que estuviesen consorciados.
Antonio López y Joaquín Eizaguirre estaban ya en Santiago de Cuba a finales de 1838. El primero aparece en 1836 en las listas de apoyo al general Lorenzo, teniente gobernador de la región oriental enfrentado al capitán general Tacón; y Joaquín Eizaguirre ya había tomado posesión del cargo de inspector jefe de la minería. Se relacionasen o no ambos desde ese año o después, eso no quita que Antonio López aprovechase las oportunidades que le brindaban tanto las cuantiosas inversiones británicas en las minas como las que hacía Joaquín Arrieta, promotor, entre otras iniciativas, también mineras, del ferrocarril y del vapor BOTAFUEGO, al servicio ambos de las empresas británicas.

Mina de cobre, 1871
Otro indicio de que A. López estaba ligado a la industria minera sería que entre los comanditarios del vapor GENERAL ARMERO, junto a Joaquín Eizaguirre, figuran Pedro Ferrer Landa, agente del británico John Hardy (director/inversor de las mayores minas de cobre) y Tomás Brooks, quien participaba en el transporte del mineral a Gales al igual que el mencionado Pedro Ferrer Landa. Además, el cuñado de Antonio López, Francisco Paula Bravo López de Ayala, abogado y personaje relevante en Santiago de Cuba, también estuvo empleado en las minas.
Basta unos números para plasmar el dineral que movían las minas de cobre. Para las arcas de la Hacienda cubana, las exportaciones de mineral de cobre representaban directamente poco porque durante los primeros años estuvieron exentas de cargas fiscales y después tampoco se las gravó demasiado (5%). Pero fueron determinantes para dinamizar la región de Santiago de Cuba. La extracción de mineral fue in crescendo. Se pasó de 7.000 toneladas en 1836 a 40.000 en 1845, a partir de esa fecha tuvo altibajos y empezó el declive de las minas de cobre, aunque en esto hay sonadas discrepancias. Llegó a ser el mayor yacimiento de cobre del mundo para la exportación, con la ventaja de ser a cielo abierto, aportando ocasionalmente hasta un tercio del mineral que necesitaba la fábrica de Swansea, la principal del sector del cobre en Gran Bretaña. Esta fábrica ganó durante esos años ocho millones de duros con el mineral de cobre cubano, por tanto, también serían cuantiosos los beneficios para la región de Santiago de Cuba.
Más complicado es saber el número de trabajadores y mineros empleados en el conjunto de esta industria y los puestos de trabajo en ocupaciones relacionadas con ella. Como referencia digamos que el poblado de El Cobre pasó de 600 habitantes en 1830 a 5.000 en 1841 (Santiago de Cuba tenía unos 30.000 habitantes). Había esclavos de plantilla y alquilados; negros libres, también entre las mujeres negras, y mulatas que lavaban el mineral extraído… y nunca faltaban mineros y técnicos de Cornualles (Inglaterra) a pesar de que sufrían una gran mortandad debido, principalmente, a la fiebre amarilla. “Del barco al cementerio” se decía, porque muchos morían al poco de desembarcar. En alguna ocasión se trajeron gallegos y asturianos; también negros libres de las Antillas británicas. Y salvo excepciones, el cónsul general y el plenipotenciario británicos de turno no se escandalizaban porque trabajasen esclavos en las minas explotadas por empresas de su país, adalid del abolicionismo. Incluso el cónsul local británico era el propio John Hardy, director/inversor de la mina principal, La Consolidada. El trasiego de negros libres y esclavos, de alquilados, regularizados y criollos, de cubanos, africanos y antillanos… supondría una compleja amalgama propensa a la trata encubierta de bozales, pero no hay forma de dilucidarlo.
Sea lo que fuere, las minas auspiciaron la economía de Santiago de Cuba hasta 1854, después entraron en crisis y no retomaron la rentabilidad sostenida hasta principios del siglo XX. Se cerraron del todo en 2001. El enorme pozo/laguna azul dejado por la extracción minera es hoy una de las atracciones de El Cobre.
Podríamos decir que Joaquín Eizaguirre había agotado el mejor filón de las minas cuando a finales de 1852 pidió a Madrid un trabajo de similar grado en la minería de la Península. Meses antes había alegado que sufría “frecuentes oftalmias” y que le convenía un clima más templado (28.06.1852). No debió ser casualidad que dejara la isla en julio de 1853, al mismo tiempo que el grueso del grupo asociado a Antonio López. Todos ellos tenían relación con las pingües ganancias arrancadas de unas minas que daban claras muestra de agotamiento, y con los beneficios de los cafetales del oriente cubano que habían caído en barrena desde 1845. Súmale a ello que Santiago de Cuba fue sacudida por el gran terremoto del 20 agosto de 1852 y acto seguido azotada por una grave epidemia de cólera. Pues qué mejor entonces que coger el dinero y correr. El último duro para otros. Y acertaron. A Santiago de Cuba le sobrevino la fuerte crisis de 1857, luego la guerra de 1868-1878. Sus clases adineradas nunca más levantaron cabeza. Los años más felices de la ciudad coinciden con la época dorada que le tocó vivir a Antonio López para enriquecerse.

Santuario de El Cobre, 1853
Lo que no dejó J. Eizaguirre fue su vinculación con A. López. En enero de 1857 invirtió 20.000 duros como comanditario en la nueva naviera: “A. López y Cía.”, buque insignia del futuro entramado afectivo/empresarial del grupo Comillas, si bien lo dejó al ampliarse la naviera en 1862 y al año siguiente fundar el Crédito Mercantil, cuando Antonio López empezó a aglutinar a capitalistas de mayor porte y proyección empresarial (Movellán, Sotolongo, Calvo, Robert, Vinent Vives, Ferrer Vidal, Arnús, Girona, Pons…). Eizaguirre no tenía tanto dinero y pasó el testigo a su único hijo varón, Manuel, quien ocupó altos cargos en la naviera, y contribuyó a la endogamia propia de los fundadores, colaboradores y socios de referencia del grupo. Se casó con su prima carnal, Mª Josefa Eizaguirre Prado (1873), una de las hijas de J. Carlos Eizaguirre Bailly, pues otra, Carolina, para que todo quedase en casa, se esposó con Ángel B. Pérez Pérez, amigo y estrecho colaborador de Antonio López desde sus años en Cuba. Por el contrario, Mª de la Caridad y Francisca, dos de las tres hijas de Joaquín Eizaguirre, prefirieron casarse con hombres de apellidos tan santiagueros como Portuondo, Bravo y Barceló, familiares del ingeniero Francisco de Paula Portuondo Bravo, director General de Montes y Minas en Santiago de Cuba. Eso sí, Mª Caridad se casó en Barcelona con Juan Francisco Portuondo Bravo (1901).
Joaquín Eizaguirre residió 16 años en Cuba, se implicó en el vapor GENERAL ARMERO y tuvo fuertes lazos con Antonio López. No hay siquiera indicios de que él, con el barco y el naviero, participara en la trata. Tampoco genera sospechas su trayectoria vital tras volver a la Península. No se le puede considerar un indiano ni por su trabajo ni por vivir acomodado tras “enriquecerse” en Cuba, un eufemismo para referirse a los negreros, esclavistas o, al menos, a personas con túrbidos negocios. Ni se dio la gran vida, al modo del típico indiano que invertía una millonada en bonos del Estado o en empresas ajenas. Fió su capital a las iniciativas de Antonio López, y al contrario de los demás “trasatlánticos” (fundadores o altos directivos de la naviera) pasó a un segundo plano hacia 1863, después de representar en Madrid los intereses de Antonio López en el pleito de las fincas Bell. Siguió ocupando cargos en la función pública de la minería hasta que se jubiló al cumplir la edad, habiendo sido inspector jefe de primera clase al menos desde 1856.

Joaquín Eizaguirre
Al volver de Cuba tuvo la suerte de ser nombrado en 1853 jefe del Negociado de Minas y tres años después jefe de la Sección de Minas del Ministerio de Fomento siguiendo la estela de Guillermo Schulz, inspector general y máximo responsable de la minería española entre 1853 y 1857. Schulz era un ingeniero de minas alemán, quien tras llevar dos décadas pateando la geología de España dio un decisivo arreón a la minería y su enseñanza. Es recordado con una escultura en bronce en la Escuela de Minas de Madrid, con un busto en el ayuntamiento de Mieres, en el nomenclátor de varios callejeros de Asturias… entre otros homenajes.
Joaquín Eizaguirre figura en algunas iniciativas de Schulz, tal que el despegue de la minería del carbón en Asturias y el impulso a la Escuela de Capataces de Mieres (Informe Eizaguirre-Schulz). Probablemente aconsejó a Antonio López en la compra de las minas de Aller, adquiridas en firme por Claudio López Bru al poco de fallecer su padre. Joaquín Eizaguirre murió en Cádiz al igual que otros amigos y colaboradores del marqués de Comillas (José Andrés F. Gayón, Manuel Calvo…), como si el idilio de Antonio López y de su sucesor, Claudio López, con la “Tacita de Plata” hubiese contagiado a algunos de sus “trasatlánticos”.