Pero debemos matizar. La esencia de los políticos y/o funcionarios matones, esos que se creen dueños del presupuesto y ni por casualidad piensan que están al servicio de la sociedad, esos que presumen que el Estado es sólo una guarida, reside en comportarse con arrogancia ante quienes están por debajo de ellos. Disfrutan humillando a quienes juzgan inferiores, poniéndolos firmes, dando palos y regalando de vez en cuando algunos caramelos a los más serviles. Con los poderosos (políticos de mayor rango, funcionarios de elite, empresarios, oficiales y jefes de las fuerzas armadas, altos ejecutivos, dignidades eclesiásticas, etc.), los serviles son ellos. Desconocen lo que es comportarse con dignidad, o sencillamente con profesionalidad. Con los poderosos se muestran simpáticos, emprendedores, obsequiosos, dispuestos a hacer lo que manden. La grosería, el lenguaje bahúno, las amenazas chulescas, la arbitrariedad sistemática eran actitudes reservadas a los empleados de la casa (pongamos la DGMM, aunque abundan los ejemplos), y en general a quienes ellos consideraban menos. De este modo, salvo excepciones, consiguen que a su alrededor sólo haya sobones, garrulos, oportunistas, arribistas y algún cínico maduro que consigue, no sin esfuerzo, hacer de la necesidad virtud.
Ese estilo de dirección, que alguien con espíritu metafórico dio en llamar “estilo jabalí”, creó una cierta escuela y destruyó no pocas carreras de potenciales funcionarios honrados y competentes. A menudo se olvida que la administración pública la dirigen los políticos y que cuando hablamos de su mal funcionamiento y criticamos a los funcionarios estamos errando el tiro. Los organismos públicos funcionan mal porque eso es lo que quieren los políticos de turno, ellos mismos un monumento a la estulticia. Pasa lo mismo con el caso Bárcenas, que olvidamos que el dinero afanado por el tesorero no se lo daban los banqueros y empresarios a don Luis, “el cabrón” según consta en los papeles, sino al Partido Popular del que era empleado principal el señor Bárcenas.
Hubo un tiempo en que los cargos más o menos intermedios de la administración marítima se concedían para pagar favores, o para crear supuestos equipos de alegres muchachadas, o para recompensar lealtades de tipo mafioso, o para contentar al político con mando en plaza o con entorchados, o para premiar al bufón pinturero. Secretarios y subdirectores con vocación delictiva, capitanes marítimos con cerebro feudal, o directamente sin cerebro, y jefes de área y de servicio de reconocida incompetencia. Celosos compinches todos ellos, eso sí.
Hubo un tiempo en que el secretario general de Transportes, autoridad política inmediatamente superior al director general de marina mercante, denunció en los órganos jurisdiccionales pertinentes a la llamada autoridad marítima española con graves acusaciones de corrupción. Nada se pudo probar en sede judicial, pero a nadie se le escapa la extrema gravedad de que quienes controlan el ministerio del que depende la DGMM llevaran al director general ante la justicia.
Todo eso y otros muchos horrores hemos vivido en un tiempo no tan lejano. Y a todo eso ha contribuido, con frecuencia de manera decisiva, el silencio impuesto y la represión informativa.
El actual titular de la DGMM tiene ante sí un reto añadido, pero primordial. Democratizar el organismo que dirige. No hay democracia sin información. No hay gestión honrada sin trasparencia. Entre rumores y secretismo sólo crece la paranoia y la idiotez. Y la corrupción, naturalmente. De modo que no estaría mal que explicara el director general sus recientes ceses y nombramientos y publicara, al menos, los méritos y razones que han propiciado la elección. No se ha hecho antes, pero ya va siendo hora de comportarnos como una administración pública digna del siglo XXI. Ese sería el mejor legado de su paso por la DGMM.