De entrada, soy consciente de que el título del presente escrito puede inducir al lector a una confusión inicial en cuanto a su contenido. Me excuso de antemano por ello.
El caso es que hoy no voy a referirme al meritorio premio literario que lleva el nombre de “Nostromo” y que se otorga anualmente en Barcelona, así como tampoco trataré de llevar a cabo una reseña de la clásica y magnífica novela de Joseph Conrad que de igual modo se titula. Un libro éste, por cierto, que admiro profundamente y creo que resulta una referencia obligada, un claro antecedente, de algunos de los mejores textos de García Márquez o Vargas Llosa. Con el mérito añadido de que al escritor polaco nacionalizado británico le debía de resultar mucho mas complicado que a los otros dos autores citados tratar de captar y plasmar en un escrito las endiabladas complejidades y paradojas, así como las flagrantes injusticias de las sociedades latinoamericanas de cien años atrás.
No. Hoy mi atención se pretende focalizar en algo distinto. Concretamente, en la figura del Contramaestre de los buques mercantes, el Nostromo, tal como tuve ocasión de conocerla en mis ya lejanos años de navegación, Una figura que entonces me fascinó y que recuerdo con especial interés y cariño. Es muy posible que estas sensaciones mías sean fruto del puro azar y que muchos de mis colegas, oficiales de la Marina Mercante, no hayan tenido experiencias similares a las que yo tuve ocasión de vivir. Si así fuese, me sentiría un ser privilegiado, dado que la galería de personajes, de Nostromos, que tuve la suerte de conocer y tratar, representa uno de los improntas más entrañables y enriquecedoras de mi paso por los barcos de los años sesenta y setenta del pasado siglo.
¿Cómo no recordar al viejo Manuel? Como los demás que trataré de rememorar, era un hombre de edad más próxima a los sesenta que a los cincuenta años. Era natural de Figueras de Castropol, en el límite de las provincias de Lugo y Asturias y en la ría del Eo. Había hecho la guerra en el bando franquista y ello había dejado en él algunas secuelas: cojeaba ostensiblemente a causa de una vieja herida y un humor, un velo blanquecino, cubría permanentemente uno de sus ojos. Posiblemente la luz directa del sol le debía molestar, por lo que se cubría siempre, tanto en verano como en invierno, con un sombrero de paja, el cual sólo en caso de lluvia o temporal se veía sustituido por el tradicional “sudoeste” de hule. Como muchos de sus paisanos, manifestaba sus opiniones con una considerable dosis de “retranca”. Alguna vez, tras una alborada magnífica y al inicio de una mañana soleada, el primer oficial había enviado al alumno de náutica (o sea, a mí) a indicar al contramaestre que creía conveniente que la marinería repasase la pintura de la cubierta y el veterano Manuel había contestado: “Si Don X así lo manda, lo haremos, pero andamos escasos de pintura y es lástima malgastarla; tenga usted la bondad de decirle que mi pierna mala me avisa de que antes de la meridiana va a llover” Y, claro está, tres o cuatro horas más tarde… llovía.
¿Cómo olvidar tampoco a Tomeu? Un mallorquín corpulento, calvo y de blanco bigote, pero con una mirada llena de placidez, impregnada de la calma, parsimonia y fina ironía de su isla natal. Había luchado, desde el primer al último día de la Guerra Civil, en el bando republicano y también había recibido diversas heridas. Una esquirla de metralla se había llevado por delante parte de la musculatura de una de sus piernas. Cuando en verano encabezaba el grupo de marineros que baldeaban la cubierta, sus pantalones cortos dejaban ver un segmento de la tibia de Tomeu cubierta tan sólo de una epidermis de extraño color violáceo. A veces me narraba anécdotas de su experiencia bélica, de la guerra particular que él y sus compañeros de brigada mantenían con los efectivos marroquíes del ejército franquista y de las crueldades y sevicias mutuas (especialmente amputaciones en cuyo detalle prefiero no entrar) que se infringían a los infelices combatientes que tenían la desgracia de caer prisioneros. Su larga experiencia marinera incluía un periodo de navegación en una lancha rápida de contrabando de tabaco entre Gibraltar y Mallorca, con algún que otro enfrentamiento a tiro limpio con la Benemérita. Escucharle narrar sus andanzas era… toda una experiencia.
Para no hacer esta lista excesivamente larga, ¿cómo no aludir, finalmente, a otro Tomeu? Natural, en este caso, de Formentera, tenía como apodo el de “el Negro”. Su presencia física era literalmente feroz. Dotado de una estatura muy superior a la media, era un hombretón que, a pesar de su edad ya más que madura, conservaba una espesa cabellera negra como el azabache y un gran bigotazo que, a la par con dicha mata de pelo capilar y el tono de color de su tez surcada de profundas arrugas, justificaban más que sobradamente su alias. Hoy en día, hubiera encontrado fácilmente un empleo en el reparto de “Mar i Cel” como uno de los compañeros del corsario Saïd, aunque dudo que sus habilidades canoras le ayudasen mucho para ello. Su voz parecía salir del más profundo de los avernos y ello no contribuía precisamente a que resultase fácil entenderle en su variedad isleña de catalán. De castellano, apenas conocía algunos rudimentos y, por supuesto, la escritura era para él materia totalmente desconocida. A pesar de todo lo indicado, era tan buen marinero y tan buena persona como cualquiera de los tres que he citado.
Había unos rasgos comunes en estos y otros nostromos con los que coincidí. En primer lugar, su necesaria capacidad de liderazgo, de hacerse respetar y obedecer por sus subordinados. No recuerdo que jamás un contramaestre tuviese que acudir al primer oficial o al capitán para quejarse de la actitud o de pequeños actos de indisciplina de un marinero; la “ropa sucia”, si la había, se lavaba en la camareta de la marinería y sólo los casos muy graves trascendían hasta el puente. También resultaba destacable su habilidad para comunicarse con el personal de tierra: estibadores, amarradores, boteros o aguadores, fuesen europeos de cualquier nacionalidad, africanos, árabes o americanos. A pesar de no dominar lengua extranjera alguna, el contramaestre se hacía entender sin problemas, mediante cuatro palabras de “pichinglis”, otras cuatro aprendidas de cualquier manera del idioma local y, en defecto de lo anterior, mediante el lenguaje universal de los signos más elementales. Finalmente, su fino instinto para conservar y saber localizar en todo momento en su sancta sanctorum privativo, el pañol de proa, cualquier útil o material que en un momento dado resultase necesario y que nadie más sospechaba que pudiese hallarse a bordo.
Para un jovencísimo oficial, fuese alumno de náutica o tercer piloto, el trato con el contramaestre significaba un cierto reto. Un mínimo de prudencia y de tacto resultaban imprescindibles. Además de la diferencia de edad, separaba a unos y otro todo un mundo de experiencia personal y profesional. En buena lógica, lo más conveniente para los primeros era ganarse la estimación y el respeto del nostramo con buenas maneras, con una cierta dosis de humildad y con muestras evidentes de voluntad de aprender de alguien que, por meras razones de jerarquía a bordo, venía obligado a tratarnos de Don Tal o Don Cual, aunque generacionalmente pudiésemos ser nietos suyos. En otras palabras, evitar “ir de sobrados” y tratar de absorber el máximo de conocimientos prácticos, que tanta falta nos hacían, de aquellos auténticos “lobos de mar”. Recuerdo bien la complacencia y santa paciencia con la que el asturiano-galaico Manuel me enseñó a realizar algunas labores de cabullería, incluso una complicada piña de “culo de puerco”, que posiblemente debo conservar todavía en el fondo de algún armario…
A veces pienso, con cierta nostalgia, que esta clase de personajes pertenecen ya a un pasado irremediablemente perdido en la noche de los tiempos. Dudo mucho que los actuales capitanes y pilotos de la Marina Mercante actual puedan contar todavía con la colaboración inestimable de unos nostromos como aquellos, de aquellos veteranos mandos intermedios que —tras toda una vida en el mar— tantos pequeños (o no tan pequeños) problemas sabían resolver, en el pequeño pero complejo mundo de un buque.