Entre las novedades literarias que a pesar de la difícil situación actual siguen apareciendo, durante los pasados días llamó mi atención de forma especial el libro de Jordi Amat titulado “El fill del xofer” (El hijo del chófer), por tratarse de la biografía de un compañero mío de aulas de la entonces Escuela Oficial de Náutica —hoy Facultad de Náutica— con quien hablé por última vez hace la friolera de cincuenta y siete años largos y del cual tuve postreras noticias hace cuatro, cuando se suicidó tras asesinar a su mujer con una escopeta de caza.
El personaje no es otro que Alfons Quintà Sadurní, nacido en Figueres en 1943. Las diferentes reseñas que he podido encontrar sobre él, incluido el libro ahora publicado, de entrada le definen como “Oficial de la marina mercante, periodista, abogado y juez” Un currículo sin duda brillante, al menos a primera vista. Si a ello añadimos que su carrera profesional más conocida, o sea la que se desarrolló en el ámbito del periodismo, incluye hitos tales como delegado del diario “El País” en Catalunya, primer director de TV3 y director del efímero diario “El Observador”, no cabe duda que se trata de una figura que justifica que un historiador del prestigio de Jordi Amat haya investigado a fondo la vida y andanzas de una persona que, lisa y llanamente, define como “un psicópata” y las haya puesto al alcance del público. Vaya por delante que no voy a hacer ahora una reseña completa de “El fill del xofer”, sino a tratar de aportar algunas pinceladas sobre el excompañero biografiado, sobre la única base de mis lejanos recuerdos e impresiones personales.
Conocí a Alfons Quintà hacia 1963, mientras ambos cursábamos los entonces tres cursos previos a la titulación de Alumno de Náutica. Como siempre ocurre en el ámbito académico y en casi todos de la vida, las relaciones de cada cual toman la forma de círculos concéntricos. Decía Josep Pla que en la vida uno tiene amigos, conocidos y saludados, además, naturalmente, de algún que otro enemigo. En esta línea, durante mi paso por la Escuela, mi círculo de amigos íntimos allí se reducía a unos pocos nombres: Jaume Serra, Eduard Aguiar, Francisco Beltrán y Joan Ramón Rodoreda. Luego había un amplio sector de compañeros que consideraba buenos amigos y que sería prolijo enumerar sin incurrir en lamentables omisiones. Enemigos, que yo sepa, no había ninguno. Finalmente, había compañeros de aula con los cuales, por una u otra razón, mantenía una cierta relación fluida y cordial, pero algo más distante que con los amigos. Alfons Quintà se hallaba en este último grupo.
Resulta imposible recordar ahora los motivos o circunstancias que me llevarían a conversar con cierta asiduidad con aquel alumno de bastante mayor edad que yo mismo y mis otros compañeros, alguien que, además, no acudía a clase con la constancia y puntualidad que los demás tratábamos de observar religiosamente. En tales casos, a menudo la relación se establece simplemente porque el alumno absentista te pide copia de tus apuntes de clase o te consulta dudas. Lo que no he olvidado es la impresión que Quintà entonces me produjo: la de un improbable marino. Cabe decir que, desde mi ingreso en la Escuela, yo pasaba los veranos navegando gracias al apoyo paterno, había cruzado ya el Atlántico dos veces en un buque granelero y tratado un número apreciable de oficiales y hombres de mar. Lo suficiente para conocer de qué madera suelen estar hechos los marinos de verdad y aquel joven ampurdanés de veinte años no se ajustaba a ningún patrón por mí conocido.
Físicamente, con una incipiente calvicie y una boca grande y carnosa que denotaba una sensualidad (¿o era acaso crueldad?) muy acentuada, Alfons Quintá no era persona de aspecto agradable. Sin embargo, se expresaba muy bien, vestía mucho mejor que el resto, creo que ya disponía de automóvil y era obvio que manejaba dinero, en claro contraste con los demás, que, como mucho, dependíamos de una asignación semanal familiar por lo general escasa. Este status social, a mis ojos por lo menos, contrastaba con las ideas que, en las charlas que entre clase y clase pronto empezamos a mantener, no eran otras que las de un extremo radicalismo; pronto me quedó claro que estaba ante un anarquista. Un anarquista acaso rico, pero anarquista a la postre.
Cuando tienes diecisiete años, sientes curiosidad por todo, tienes una innata aversión a la intolerancia y eres consciente de que vives en un país donde, más temprano que tarde, las cosas no pueden hacer otra cosa que cambiar profundamente, no resulta ni extraño ni escandaloso escuchar las soflamas de un anarquista. Del mismo modo que, en aquella misma etapa de la vida, dialogaba tranquilamente con otro compañero de clase, acérrimo franquista entonces y que veinte años más tarde alcanzaría ciertas cotas de poder bajo el gobierno socialista de Felipe González: Pedro Sancho Llerandi, prematuramente fallecido. Nunca se pierde nada con el diálogo y yo para entonces —crecido en un ambiente liberal, con familia paterna antaño simpatizante de la Esquerra de Macià y familia materna entusiasta de la Lliga de Cambó— había leído ya lo suficiente como para tener muy claro que mis modelos políticos pasaban por nombres como los de Churchill, De Gaulle y Azaña, en ningún caso por Bakunin ni por Onésimo Redondo o Giménez Caballero.

El libro de Jordi Amat me ha hecho recordar que Quintà viajaba frecuentemente a Perpinyà para proveerse de libros prohibidos en España. Sin duda me prestó alguno de ellos y también me entregó algún folleto clandestino de la CNT. Amat también hace alusión a la misoginia y la obsesión sexual del personaje y ello me ha hecho revivir la anécdota de mi compañero que, tras un fin de semana cualquiera, me hacía ver fotografías tomadas subrepticiamente de un “ligue” ocasional en el lecho del pecado.
Fue precisamente durante el regreso de una escapada al sur de Francia cuando la policía de frontera le interceptó con una maleta cargada de material considerado subversivo. Era junio de 1964 y nos estábamos examinando de tercer curso y ansiando iniciar las prácticas de mar. Yo me embarqué en agosto y no recuerdo si fue entonces o algo más tarde que me enteré de su detención, juicio, anulación de su prórroga por estudios y marcha a Cartagena para hacer el servicio militar. Nunca más le vi en persona. El errático estudiante de náutica debió “ponerse las pilas” para hacerse posteriormente con los títulos de periodista, abogado y juez.
Su trayectoria posterior es más o menos conocida, pero su reciente biografía la narra con todo precisión y con una crudeza estremecedora. La de un hombre que hizo del uso hábil de la información, más concretamente del chantaje, un modus vivendi. Resulta particularmente impactante conocer su debut en las malas artes. Su padre era una especie de secretario, confidente y chófer voluntario del escritor Josep Pla. A través de Pla, los Quintà (padre e hijo) entraron en relación con lo más señero de la burguesía catalana de la época, que veía en Pla una especie de oráculo moral. Nombres como Vicens Vives, Joan Sardà, Domingo Valls Taberner, Fabián Estapé o Manuel Ortínez. En un momento determinado, el adolescente Alfons escribe a Pla, que le conocía desde que era un niño de pocos años, para conminarle a convencer a su padre Josep para que le autorice a sacarse el pasaporte y el carnet de conducir. De no hacerlo, él se verá en la necesidad de comunicar a la policía los viajes al sur de Francia de Pla, acompañado de otros de los personajes antes señalados, para entrevistarse con Josep Tarradellas o el líder socialista en el exilio Serra Moret. Toda una precoz declaración de intenciones.
A partir de ahí, las singladuras de Alfons Quintà por la ciénaga de las relaciones de poder político, periodístico y económico se sucederán durante varios años, siempre de forma turbia. De crítico feroz de Jordi Pujol desde las páginas de “El País” pasa a ser nombrado director y responsable de la puesta en antena de TV3, con gran sorpresa de propios y extraños. Cuando la inmensa mayoría de los trabajadores de la cadena autonómica se rebela a su trato despótico y al acoso sexual de las trabajadoras, pasa a dirigir el periódico lanzado por Lluís Prenafeta para competir tanto con su anterior diario, “El País”, como con “La Vanguardia”. El experimento fracasa y empieza su lento declive: el sórdido camino hacia la locura, la ruina física y mental, el asesinato de su última esposa y el suicidio.