Allá por la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado, cuando el autor de estas líneas obtuvo su primer embarque como Alumno de Náutica en un buque mercante, se produjo una curiosa coincidencia entre varios de sus parientes, amistades y vecinos. Cuando a dichas personas se les indicaba que las travesías del buque en cuestión eran de carácter trasatlántico, de una duración de más de veinte días en alta mar, la pregunta que frecuentemente brotaba de sus labios era, más o menos, de este tenor: “Y que haréis, de noche, si no se puede ver nada y no hay un puerto cercano donde pernoctar ¿Qué se hace: parar el barco y irse a dormir? Para aquellos honestos oficinistas, mecánicos o tenderos de mi Barcelona natal, resultaba difícil entender que un buque pudiese seguir navegando normalmente en la oscuridad nocturna y no echase el cierre, para poder gozar los marinos de un merecido descanso, como ellos hacían con sus oficinas, talleres o comercios.
Este tipo de pregunta, por increíble que parezca, no hacía otra cosa sino denotar el craso desconocimiento del mundo marítimo por parte de una gran mayoría de nuestra sociedad. Esto era así, al menos en aquellos años. Es posible que la actual popularización del turismo de cruceros haya contribuido algo a mitigar dicha carencia en la actualidad, en mayor o menor medida. Si como forma de viajar y ver mundo los cruceros no pasan de ser un medio más bien mediocre, al menos puede que sirvan para que muchos “terrícolas” dejen de creer que los buques mercantes pernoctan en áreas de servicio, como lo hacen muchos camiones en las autopistas.
Algunos años más tarde, residí durante un tiempo en Madrid. El marido de la portera del inmueble en el que yo residía era ordenanza en un ministerio o cualquier otra clase de organismo oficial, uno de esos típicos auxiliares que llevan papeles de un despacho a otro, introducen visitas o suministran café a sus jefes, pero que lucen un uniforme que cualquier profano podría confundir fácilmente con el de un embajador en el acto de presentar sus credenciales. No conseguí imbuir al buen hombre la idea, en los bastantes meses que estuve viviendo en la casa, de que mi profesión de capitán de la Marina Mercante no me convertía en miembro de la Armada o, todavía menos, de la Administración. Como suele suceder en el trato con muchos otros madrileños que trabajan en la función pública y —sea cual sea su nivel o rango— se sienten miembros de una élite tocada por el dedo de Dios, en cualquier conversación que mantuviésemos, a menudo el solícito ordenanza deslizaba la frase: “Usted y yo, como servidores públicos, sabemos muy bien que…”
He recordado estas viejas anécdotas —en cuya autenticidad empeño solemnemente mi palabra de honor— tras la lectura de una novela de ambiente marítimo publicada hace un par de años: El mar dels traïdors, Jordi Tomás, Ediciones Proa, 2013. La acción del libro transcurre hacia 1864 y relata la aventura de un joven licenciado en medicina en búsqueda de su primer trabajo y que consigue hallarlo… como médico a bordo de un pequeño bergantín dedicado —como muchos otros veleros catalanes en aquella época— a la carrera de América desde nuestras costas. El problema, el meollo del argumento, surge cuando el joven doctor descubre con horror que, en realidad, el barco donde se ha enrolado se dedica al tráfico de esclavos entre la costa africana y las Antillas y el protagonista se ve inmerso en el consiguiente conflicto moral ante un hecho que repugna hondamente su conciencia.
La novela está bien escrita, se lee con interés y tiene un claro y bienintencionado propósito de denuncia de un inhumano comercio en el que lamentablemente, en nuestro país, bastantes más próceres y empresarios de los que podríamos llegar a imaginar labraron grandes fortunas. Siempre he creído que el hecho que España fuese el último país europeo en abolir legalmente la esclavitud debería ser considerado como una vergüenza nacional. Pero eso sería otra historia…
Lo que ahora deseo poner de relieve es la decisión, para mí insólita, del autor de la novela citada —Jordi Tomás, antropólogo de profesión— de convertir a su protagonista en médico naval. Pudo “haberlo enrolado” en el bergantín negrero como piloto, cocinero o mozo de cubierta… pero decidió que fuese médico, lo cual constituye una evidente muestra de desconocimiento de la realidad de la marina mercante del siglo XIX, o incluso del siglo XX.
Si algún día tuviese ocasión de conocer al señor Tomás, le recomendaría encarecidamente la lectura de un libro realmente impresionante: La ruta del Cabo de Hornos, publicado en 1956 por William H. S. Jones, oficial de un gran velero con casco de acero, el British Isles, uno de los últimos buques de su clase que, en las primeras décadas del siglo XX, todavía intentaban competir —vana ilusión de sus románticos armadores— con los barcos de propulsión mecánica. En este tipo de veleros, que realizaban una azarosa navegación por los mares más terribles del mundo y donde eran frecuentes los casos de accidentes graves o de congelación de miembros entre sus pobres tripulantes (que indefectiblemente derivaban en gangrena y una horrible muerte) no existía, por descontado, la plaza de médico. De hecho, este puesto sólo ha existido de forma regular en los grandes buques de pasaje de navegación de altura. Imaginarlo en un pequeño bergantín de 1864 resulta una ucronía, una licencia literaria, una pura entelequia.
A pesar de esta objeción, bienvenido sea, por lo que tiene de insólito, cualquier libro de ficción escrito y publicado en nuestro país que adopte como escenario de su argumento la mar y los barcos. Como marino, muchas veces he sentido sana envidia frente a la copiosa creación literaria anglosajona de ambiente marítimo. Autores de gran éxito y popularidad a nivel mundial, como el gran Joseph Conrad, Herman Melville, Alexander Kent, Patrick O’Brian, James L. Nelson, Cecil S. Forester o tantos otros, me han proporcionado muchas horas de lectura placentera o apasionante y siempre me he preguntado la causa por la cual la literatura española, en sus diferentes ámbitos lingüísticos o culturales, ha prestado una tan escasa atención a los temas relacionados con el mar y la navegación. Los meritorios intentos de introducir esta temática en nuestra novelística proceden casi siempre de marinos profesionales, mientras que sólo dos de los autores británicos o americanos que antes he citado —Conrad y Kent— tenían una formación náutica sólida (Melville apenas navegó como marinero en balleneros durante unos tres años).Y, sin embargo, todos ellos han mostrado una encomiable precisión y pulcritud en el tratamiento dado a los escenarios marítimos de su producción literaria, que en algunos de ellos resulta verdaderamente copiosa.
Alguien podría aducir que la tradición marinera de Gran Bretaña o de los Estados Unidos es acaso más fuerte que la que pueda haber existido nunca en España. No lo creo así. Todavía en la actualidad, esta tradición permanece muy viva en algunas zonas de nuestro país, como Galicia y Euskadi. Pero, por otra parte, la literatura se alimenta también frecuentemente de los antecedentes históricos, bebe de esas fuentes. En este sentido, nadie puede negar que el pasado histórico marítimo español (también en el caso específico catalán) brindaría un dilatado campo a la creación literaria y a la correspondiente divulgación novelada de dicho pasado y de sus personajes más relevantes entre el gran público. Un campo, en definitiva, hasta ahora casi virgen y que debería ser cultivado más y mejor.