El entonces joven profesor José María Ruiz Soroa iba desgranando el temario de Derecho Marítimo del primer curso de Puente de la Escuela Náutica de Portugalete. Era la primera hora lectiva de un día a finales de 1971 y a sus alumnos les costaba desperezarse del todo, envueltos como estaban por las cálidas luces del aula todavía encendidas y por el amanecer inacabado que proyectaban los ventanales. Debía estar preguntándome, entre ensoñaciones, qué demonios hacia allí un navarro sin vocación marinera… cuando escuché a Ruiz Soroa que las mujeres no podían matricularse de Náutica porque las leyes consideraban que las duras condiciones del mar no eran las adecuadas para su condición femenina. No tomé apuntes de ello. Lo reseñase o no el libro de la asignatura, resultaba tan obvio que las mujeres no pudiesen ser marino que no merecía la pena ni coger el bolígrafo. Desde luego, ninguno de nosotros cuestionó esa premisa, hubo silencio, tanto más cuando las clases mantenían todavía cierto tono de magistrales. ¡Qué engañados estábamos!
Medio siglo después, con ocasión del Día de la Mujer Trabajadora, es decir, de la mujer, a secas porque los términos mujer y trabajadora son una redundancia, se presentó el libro “La mujer en la Mar. Historia de sueños cumplidos” (B. Cánovas y R. Villa, 2022), con prólogos de Margarita Robles, ministra de Defensa y de Rosa Quintana, conselleira do Mar del Gobierno gallego. Dado que este tema sigue sin abordarse en profundidad, a modo de tabú, porque a ellas les cuesta exponer sus experiencias en la mar y a sus compañeros, reflejar cómo las vemos a bordo, el caso es que lo leí para mi libro “El Mar de Ayer” porque apenas existen obras extensas al respecto más allá de las basadas en anodinas estadísticas y en lo políticamente correcto con sus consiguientes tópicos que resaltan, ante todo, a quienes han sido pioneras, adrezado con las figuras legendarias, cuando no pintorescas (piratas), que se hicieron a la mar. El apoyo institucional logrado por este libro, prologado incluso por una ministra, prometía que su lectura me fuera fructífera. No fue del todo así.
Es de agradecer que se publiquen 244 páginas sobre la mujer y el mar que dan una imagen panorámica de cuáles son los logros de las tripulantes, en especial a las capaces de ocupar puestos de mando, responsabilidad, riesgo y aventura en las cuatro marinas, más en la Armada y en menor medida en la mercante, la pesca y el ocio/deporte. La adversativa es que los autores, ambos marinos militares, obvian en demasía la situación real del conjunto de las marinos: las condiciones en las que navegan en la interminable crisis de embarque, su día a día a bordo en una cultura masculina, la marcada incompatibilidad de la vida del mar con las expectativas que ellas tenían puestas en esta profesión, las dificultades que conlleva ser una ínfima minoría femenina en una profesión ya de por sí de minorías, las paradojas de la igualdad de género a bordo…
El subtítulo del libro da la clave: “Historias de sueños cumplidos”. Del resto, lo menos y pelillos a la mar. A fin de cuentas es una obra que pretende ser una loa al feminismo en el mar, pero resulta ser demasiado androcéntrica por cuanto recalca los valores, no exclusivos pero más predominantemente masculinos, de mando, triunfo, riesgo… a costa de otros y de soslayar a las marinos que no cumplieron sus sueños o que sí lo hicieron aunque con frecuencia a un alto coste personal que no siempre les valió la pena aunque en su día se lo pudiesen permitir. Y para elogiar el rol de la mujer en el mar, encabezan el libro desafortunadamente con las “combatientes en las galeras”, cuando su presencia allí fue puntual y la protagonista María la Bailadora nada tenía de marino y escasa relación tuvo con el mar, pues formaba parte de los Tercios que combatieron a los turcos en Lepanto en una batalla final librada sobre las cubiertas de las galeras a modo de combates en tierra. Por la misma, Cervantes también tendría notable relación con el mar. Otro tanto pasa con las mujeres que embarcaron con los colonizadores de América, con la Monja Alférez… Y si el libro destaca a las mujeres que trabajan en renombrados sectores marítimos (control del trafico marítimo, construcción naval…) convendría que también tratase con esmero a quienes lo hacen en puestos más modestos (rederas, mariscadoras, camareras del departamento de Fonda…).

El mensaje del libro es, pues, similar a los prospectos de la UE, IMO, ILO… que desde hace décadas procuran potenciar la presencia femenina en el sector marítimo ofreciéndoles la mejor cara de estas profesiones y las teóricas políticas activas de empleo femenino…, si bien de paso apunten algunos de sus inconvenientes. Da una imagen poco acertada, por incompleta, de las mujeres que viven del mar. Además, la realidad es más compleja que la publicada, por lo cual me arriesgo a disertar sobre las marinos mercantes con ocasión del Día de la Mujer Trabajadora. Tarea nada fácil desde el punto de vista masculino, máxime cuando este tema es sensible y controvertido publique lo uno o lo contrario dada la diversidad de situaciones que ellas viven a bordo.
La acertada prevención de Ángel Urrutia
Apenas duró unos años el ensueño de un mar santuario de hombres que aparentaba perpetuo en aquella clase dada por Ruiz Soroa. El propio Sindicato libre de la Marina Mercante abogó en su revista “Avante” (nº 1, agosto de 1975) por el derecho de las mujeres de trabajar en el mar y cuatro años después se matricularon las primeras jóvenes en las escuelas de Náutica. Ya no hubo marcha atrás. La Constitución de 1978 desbrozó los impedimentos legales que impedían, salvo excepciones (ej. las gobernantas en los barcos de pasaje), a las mujeres ser marinos, si es que los hubiese desde 1969 cuando España contó con la primera piloto de la aviación comercial gracias a la Ley Fundamental que no discriminaba en el trabajo por razones de sexo.
Ellas tuvieron que superar más barreras que las legales para obtener la Libreta de Navegación y más aún para embarcarse como oficiales. La primera gran prueba de fuego la presentó Ángeles Rodríguez Bernabeu, una camarera de Trasmediterránea que en 1977 acudió a la Escuela Náutica de Barcelona con el propósito de estudiar para oficial de Puente. Ángel María Urrutia Landáburu, un avezado marino director de dicho centro (1958-1986), aparte de sorprendido por la inusual propuesta, le previno de que en el mar se empleaba muchos tacos. Vino a decirle que el ambiente a bordo no era el más apropiado para una mujer debido a su peculiar cultura masculina, que ella se iba a jugar el presente y el futuro en campo contrario. Este escollo no lo librarían del todo las políticas de igualdad que propiciaban los cambios legislativos, pues la igualdad legal y social tiene sus paradojas cuando se aplica a colectivos heterogéneos con diversidad de cualidades y expectativas. Es el caso de la cultura masculina en el mar.

La frase de advertencia que le lanzó Ángel Urrutia: “A veces en los barcos hay que decir tacos”, vendría a ser un compendio del tipo de relaciones, también de poder, con que se encontraría una tripulante a bordo porque los tacos van acompañados de gritos, malas formas, gestos e imposiciones sobre quién manda y punto, aparte de recalcar por la vía del lenguaje los valores predominantes a bordo. No hace falta la coerción explícita y directa para que predomine un tipo de cultura. Basta con proseguir con la conducta cotidiana heredada de décadas atrás. Es el caso, entre otros muchos, de los temas de conversación predominantes a bordo (el futbol, las mujeres, el toma y daca con los demás…), de la propensión de referenciarlo todo a lo sexual, de las bromas subidas de tono en las que no queda claro si se ríen con alguien o de ese alguien, a modo de lanzárselas al otro sin por ello provocar necesariamente un conflicto abierto con él, pero que conllevan poner a prueba al compañero mientras se dirimen pulsos de poder con una agresividad encubierta…
Esto supone una convivencia codificada que refuerza la jerarquía, la cohesión del grupo, el aguante personal… por cuanto tanto la competitividad como la solidaridad entre los marinos tiene sus propias reglas, pues obedecen una peculiar cultura masculina en la que las mujeres, y los hombres con una personalidad dispar con la reinante en la tripulación, deben asumir para ser aceptados a bordo, es decir, asimilarse o plegarse. No poder ser uno mismo con naturalidad, sino en modo estucado u optando, lo que aún es peor, por ir del trabajo al camarote y viceversa, por sentarse en la cámara lo justo para comer…, evitando la convivencia, las reuniones y farras en tal o cual camarote… conlleva el riesgo de no participar en el networking del que depende en buena medida la continuidad en el empleo, el ascenso a rebufo de un compañero… y lo que es más importante sentirse bien durante el embarque.
Sin duda, el barco está cargado de peculiares valores masculinos en el que a las mujeres no les vale del todo retraerse al trato, marcar distancias con los demás o reprimir la feminidad. Es decir, se les exige por la vía de la cotidianidad un plus de acomodo que siendo hombres les sería más fácil. Aun así, la convivencia y el trabajo a bordo es por lo general buena o llevadera para la mayoría de las mujeres a nada que se adapten y sus compañeros las acepten con agrado o de mero contrapunto a sus rutinas masculinas. La pulsión entre sexos es, en principio, viento a favor en las tripulaciones mixtas, aunque llegado el caso puede deteriorarse por diversos motivos: desapego, discriminación, pasiones conflictivas, inadaptación, recelos, prejuicios, malentendidos… De aquí que las precauciones que ellas suelen tomar, por pocas que sean, les limite la espontaneidad de dar rienda suelta a su personalidad.

La maleta de la tripulante “uno más”
A tenor de lo que trasluce en las entrevistas y lo vivido a bordo, una de las metas de las mujeres marinos es sentirse “uno más” a bordo a modo de ser aceptada por los compañeros, trabajar como cualquier otro y convivir con naturalidad. La incógnita, la variable, es cómo lo consiguen y si ello supone una serie de renuncias y sacrificios extras por el mero hecho de no ser varones, lo que a la larga las hace más vulnerables. La sospecha/certeza es que han logrado ser “uno más” tras interiorizar el monto de la cultura masculina de sus compañeros, lo que supone no solo velar su atractivo físico, toda vez que el cuerpo y modales femeninos son ineludibles a la atención varonil, también superar la sensación de estar casi constantemente escrutada en su trabajo e incluso en sus comportamientos anodinos. ¡Qué ya es decir!
Si la mujer joven no pasa desapercibida por las aceras, tanto más lo es cuando son escasas en la tripulación y con mucha frecuencia, la única. Así que el ser “uno más” empieza al hacer la maleta para embarcar. Nada de ropas sexy. No solo porque apenas hay ocasión de salir a tierra o ir de fiestas, también porque no vale la pena vestirse atractiva para el puñado de hombres con quienes convive a diario. Además, evitan la seducción de descoque porque si una mujer enseña, los hombres miran; y si solo insinúa todavía miran más, sea directamente con descaro, sea a lo galápago, de soslayo o de cualquiera otro modo, pero miran, seguro. De qué si no, cuando tienen ocasión se visten, se maquillan, se ponen complementos… para sentirse tal cual como quiere aparecer y, no menos, para atraer la atención, para no pasar desapercibidas a lo “antes muerta que sencilla”.
El dilema se plantea cuando los sentimientos amorosos o la atracción erótica trastocan el ambiente a bordo. De los enamoramientos a los celos y rupturas, de los favoritismos al rechazo abierto… La alternativa es mostrar un prototipo de feminidad conductual, un tanto andrógina, que le prevenga de conflictos y del acoso, lo cual, a su vez, le expone a desembarcar a la larga con una feminidad hasta cierto punto inadecuada para convivir en tierra. Sería, para algunas, otra de las servidumbres que el mar impone a las marinos.
El modelo que trasmitan las veteranas sería también determinante para las que se enrolan las primeras veces, lo cual les pondría otra trampa porque, se supone, que quienes más tiempo llevan navegando es porque han interiorizado mejor la cultura masculina tras llegar a términos con ella. Es más. En ocasiones, ya puestos a ser “uno más” por qué no ser más que nadie sobreactuando a lo macho. Quede claro que no pretendo generalizar ni asumir prejuicios en este texto; la prueba es que muchas de ellas están encantadas con su vida y profesión sin otros contratiempos que lo anecdótico sobre la convivencia a bordo, más que lo problemático con los compañeros, al extremo de reírse entre ellas mismas de las situaciones que les toca vivir entre hombres.
La madre de todas las cribas
Las mujeres que apuestan por ser marinos dejan la mar antes y en mayor porcentaje que los varones. Es más, cuatro décadas después de que saliesen a navegar las primeras oficiales queda claro que el número de las marinos es ínfimo y estancado, salvo en el departamento de Fonda de buques de pasaje, mientras en otras profesiones (medicina, judicatura, derecho) la entrada de mujeres ha sido tan masiva que hasta predominan en ellas. No hay políticas de igualdad y promoción que lo eviten porque el mar presenta escollos casi infranqueables para ellas. La maternidad es uno de los mayores.
Esta es una de las razones por las que, en su conjunto, las tripulantes dan la sensación de que están de paso, de que las navieras pierden beneficios al formarlas y promocionarlas sin obtener seguros réditos a largo plazo. Esto juega en contra de las tripulantes porque si a bordo nadie es imprescindible, algo menos lo son ellas con sus concomitancias más proclives a dejar de navegar. Una vez que las grandes navieras han sido titular al nombrar la primera capitana o jefa de máquinas, lo demás acaba siendo secundario. El armador ya cuenta con una mujer como mascarón de proa para mostrar su modernidad. Se acallan así también los comentarios capciosos de que las ascendidas han tenido trato de favor en los despachos, de que pertenecían a sagas de marinos…
El bucle igualitario no está exento de este tipo de sospechas, por infundadas que sean, a pesar de que a una mujer se le exija más y a cada paso demostrar su valía profesional, aparte de los sacrificios extras ligados a la maternidad y la feminidad. La alternativa es quedarse solteras, sortear como pueden las cargas familiares (ancianos, enfermos) o apostar por una vida de maniobras para compatibilizar la crianza de los hijos con los periodos de embarque. No hay otra.

Y esto sucede cuando siendo treintañeras o poco antes están en el “abort point” de sus carreras para definitivamente aspirar o no a un ascenso que les consolide en su profesión. ¡Eh aquí el dilema! Tras apostar por el mar la flor de la juventud se les plantea el ahora qué. Les pasa lo mismo a sus compañeros, con la salvedad de que a estos no les presiona tanto el tic-tac del reloj biológico urgiéndoles tan pronto a dejar o no los embarques. La criba de mujeres a bordo provocadas por la maternidad apenas tiene alternativas por muchas políticas de igualdad que se aprueben. El sólido soporte que les ofrece la Armada en estos casos no es ni por asomo el que obtienen de las navieras.
Falta un mínimo de quórum femenino
Otro escollo casi infranqueable donde encallan las marinos es la falta de un ambiente femenino a bordo. Es un círculo vicioso. Su vida profesional pierde atractivo también porque, salvo en el departamento de Fonda en los barcos de pasaje, apenas pueden contar con las confidencias y relaciones entre mujeres, lo cual contribuye a su vez a que nunca se alcance un quórum que a bordo equilibre siquiera un poco la paridad entre sexos. La tónica general es que unas embarcan por las que salen escalas abajo sin intención o posibilidad de volver, lo cual confirma por la vía de los hechos que esta profesión sigue siendo mayoritariamente masculina.
Han mejorado las condiciones de habitabilidad y de seguridad a bordo, se han solventado los temas de higiene y privacidad relacionados con las mujeres, la fuerza física ya no es tan determinante, las campañas son más cortas, las relaciones con los seres queridos en tierra pueden ser constantes gracias a la era digital, la capacidad de las marinos para ocupar cualquier cargo relacionado con el mar está más que constatada (mandos, practicaje, capitanías de puerto, salvamento, torres de control, inspecciones/vetting, agencias…). Ni por esas aumentan las mujeres en las listas de tripulantes.
El problema no es tanto los techos de cristal, que también, sino los suelos de acero, sobre todo por falta de subalternos femeninos que sustente una cálida convivencia de las tripulantes. Lo normal en un barco mercante es que la única o únicas mujeres sean las tituladas. Por consiguiente, la vida a bordo se les hace más árida de lo que debiera. Ni siquiera pueden contar con amistades, dada la cultura masculina marcada por las relaciones de media distancia, de compañerismo, que dificultan hacer amigos salvo entre quienes coinciden muchas veces en sus campañas, algo inusual con la actual precariedad del empleo e incluso de las navieras y agencias de embarque.
Desde luego a los marinos no le da por expresar sentimientos volcándose el corazón unos a otros. Intimar no es lo suyo. Llorar o quejarse, tampoco. Se impone en las tripulaciones la contención emocional por diversas razones que ahora obvio. Además, la amistad entre hombres y mujeres a bordo, aparte de su potencial problemática, propicia que sobre todo ellos no la deslinden del todo con claridad y halconeen la posibilidad de mantener relaciones sexuales. Que de todo se ha visto navegando.
Por si fuera poco, que ninguna espere por concesión galanteos ni tratos de favor por parte de los compañeros. Las tutelas y los paternalismos llegan hasta cierto punto, al igual que el facilitar el trabajo de las compañeras más allá de lo que determina el sentido común y el apoyo diferencial justificado y razonable (ej. trabajos extenuantes en cuanto a fuerza física). Por el contrario, la discriminación, la marginación y demás formas de acoso les sirven a ellos para imponerse, ganar en competitividad y resolver con subterfugios algún que otro conflicto a bordo con mujeres de por medio. Es duro decirlo. Pero también habría que reseñar que ellas pueden acusar de machismo a los compañeros por lo que serían comportamientos adoptados también con cualquier otro miembro de la tripulación. No siempre es fácil determinarlo, dado el componente de subjetividad. Como en el abordaje entre barcos nadie quedaría del todo libre de culpa. La diferencia es que entre hombres no se acusa de machismo por actitudes similares.

En todo caso, el acoso, el simple hecho de ignorar a las compañeras… contribuye a blindar los barcos mercantes contra las mujeres, o al menos domesticarlas, en una profesión hasta cierto punto exclusiva para los hombres, tal como sucede más todavía con los directores de orquesta y los viñetistas, por nombrar algunos. A modo de balance. Del millón largo de marinos en el mundo, como máximo solo el 2% son mujeres, la gran mayoría embarcada en el departamento de Fonda, desde siempre considerado poco marinero por cuanto no es lo mismo hacer camarotes que largar remolque a popa o cambiar camisas del motor principal.
Deus ex Machina
Las marinos empezaron a navegar en España cuando a principios de los ochenta arreciaba la crisis de 1973 que terminó dando al traste con las mejores condiciones de embarque que nunca gozaron las tripulaciones españolas y del conjunto de las naciones de tradición marítima. Ya es mala suerte que las mujeres se enrolasen cuando las condiciones laborales iban a la baja, así como los sueldos, las oportunidades de embarque y los ascensos. Al poco, el pabellón español naufragó masivamente y las banderas de conveniencia, las FOC, achicaron aún más los empleos porque pasaron a países con menor nivel de vida. Los consabidos reclamos que tenían los marinos occidentales para embarcarse: dinero, ver mundo, prestigio… apenas tuvieron la oportunidad de verlos las primeras mujeres españolas que se echaron al mar. Años antes que las marinos pioneras se asentasen a bordo, el sueldo de un marino era tres veces mayor. Ver mundo es hoy más fácil y mejor con los vuelos baratos que navegando de puerto en puerto. Y del prestigio, casi mejor no hablar. La profesión ha perdido el lustre de aventura y romanticismo, e incluso ha desaparecido del imaginario colectivo. Da la sensación de que a ellas les ha tocado bailar con el más feo. Razón suficiente para que den el esquinazo a las políticas de igualdad en el mar. Cuentan con mejores opciones.
Las hay intrépidas que tienen vocación de marino a toda prueba. Las más prefieren dejarlo sin dar explicaciones. Aunque otras muchas optan por seguir a bordo orzando contra viento y marea e incluso pasar por la odisea de estar al pairo hasta tener la oportunidad de embarcar, aunque sea a cualquier precio, porque necesitan cumplir a bordo con una etapa de su vida para poder luego “navegar” por tierra en atractivos puestos relacionados directamente con el mar.
He aquí una de las paradojas de la igualdad. Nadie tiene impedimentos legales para ser marino, pero ellas eligen lo que más les conviene, habida cuenta de que las propias políticas de igualdad contribuyen a recalcar las diferencias y las preferencias entre ambos géneros. Sería el caso de los actuales marinos en tripulaciones mínimas y que trabajan más bien a solas o interactuando directamente con las máquinas y dispositivos en las salas de control. Aun con estereotipos, podemos decir que la profesión de marino se ha masculinizado algo más conforme a bordo priman el individualismo y los tecnicismos, propio de las profesiones que en tierra son mayoritariamente de hombres.
Como en las obras clásicas griegas con el “Deus ex Machina” en el último acto, en este caso los actuales cambios a bordo resuelven la paradoja de la igualdad de que ser marinos siga siendo una profesión masculina. La paridad se da por imposible ni que fuese con campañas activas de empleo para que las mujeres embarquen. Una cosa son las políticas de igualdad y otra la realidad sobre el terreno que en determinadas circunstancias no se pueden aplicar. Un caso extremo es la guerra de Ucrania donde los hombres se matan y sufren por decenas de miles, mientras la ministra de Igualdad no reclama que envíen al frente un alto porcentaje de mujeres y si hiciese falta incluso poner cuotas femeninas. Salvando todas las distancias, la profesión de marino no goza de las mismas preferencias y oportunidades para ambos géneros. El mar seguirá siendo azul… y rosa.