Suben entusiasmados porque van a ver a un hombre que hace barcos. Al llegar al piso más alto reina una agradable claridad. Se nota la proximidad del mar.
Los niños eran mi hermano y sus amigos. Yo era un renacuajo al que llevaban a remolque.
En una pequeña habitación de paredes encaladas estaba el señor Benito, un hombre delgado vestido con mono de trabajo azul y boina. De él se decía que había sido ‘un embarcado’.
Sobre una pequeña mesa, arrimada a la pared, estaba el ‘barco’.
Era un precioso modelo de madera, de unos 40 cm. Debía representar un pailebote, es decir, uno de los últimos barcos mercantes a vela. A los niños de la época no nos resultaba desconocido el barco. El puerto se convertía en lugar de paseo los fines de semana y los barcos fascinaban lo mismo que las viejas locomotoras de vapor (que todavía funcionaban).
El modelo aún no estaba pintado, de modo que se podían ver claramente los ‘tablones’ que formaban el casco. Tenía montados los palos machos, las vigotas y los obenques.
Faltaban los masteleros.
El señor Benito, mostraba su maravilloso trabajo y nos explicaba como lo había ido haciendo con madera de cajas de puros.
Nosotros, los niños del barrio, escuchábamos con respetuoso silencio al Sr. Benito.
Alguien me aupó y pude ver el interior del casco a través de una escotilla de carga. Estaba hecho de tablazón sobre cuadernas, auténticas cuadernas.
Años más tarde, en una lechería del mismo barrio se organizaba una rifa benéfica. El premio se exhibía en una estantería y consistía en una motonave de la Trasmediterránea de casi un metro de eslora, obra del señor Benito.
Pasaron los años y un anochecer de mis primeros años de instituto, me crucé por la calle con un anciano delgado. Iba vestido con ropa azul de trabajo y boina, como tantos otros.
Entonces, me fijé en lo que llevaba bajo el brazo. Era un barco de cabotaje pintado de negro, obra viva color óxido y dos palos con obenques y flechastes.
Me quedé parado viendo como se alejaba y esa fue la última vez que ví al hombre que hacía barcos.