Chesneaux y Wallerstein la sitúan en el siglo XVI; vale decir, a inicios de la expansión capitalista y de la modernidad occidental, hasta quienes la colocan a mediados del siglo XX. De cualquier modo, ¿vendría para quedarse otro siglo o se esfuma por la eclosión de nacionalismos, fundamentalismos y populismos que asechan por regiones diferentes?; incluso, si se concreta el discurso desglobalizador de Trump, ya que el establishment republicano y las élites de Estados Unidos no tienen otra opción sino plegarse a su política y decisiones, aunque su discurso se tensa por un lanzamiento de invectivas en contra del statu quo.
Algunos gobernantes latinoamericanos porfían en un “proceso revolucionario”. Y, en lugares comunes, tales como derecha e izquierda, que hoy día constituyen atavismos etéreos.
Desde la década de 1990 los actores clásicos se hallan en terapia intensiva: Estado, iglesias, imperialismos, universidades, sindicatos, fuerzas armadas, intelectualidad y los populismos latinoamericanos, a causa de las crisis, porque hoy día todos los modelos están agotados y sin perspectivas ante las exigencias actuales.
Por otra parte, el informe anual del Banco de Pagos Internacionales (BIS por sus siglas en inglés) admite las secuelas de la globalización: por un lado, las ganancias “no han sido distribuidas por igual; perjudica a los poco cualificados de los países ricos, sobre todo en áreas e industrias muy determinadas, y ha truncado el crecimiento de la clase media alta; en cambio, beneficia a los más formados, a los ricos y a los trabajadores de países emergentes”.
En general, favorece las ganancias del capital sobre las del trabajo”. Y, para colmo, “las políticas nacionales no siempre han sido exitosas respondiendo a los problemas de quienes se han quedado atrás”.
Isaías A. Márquez Díaz