– ¿Sabes Estude? Me gusta el mar porque aquí las ilusiones están en las personas. En tierra están en los escaparates y en los estantes… Aquí nada inútil intoxica la sangre. Nada hay que estorbe el alma en su vuelo. La ilusión anida en el pecho y en la sangre… y aflora en la mirada.
– Vigila, mi querido marxista, que la ingenuidad es también un yerro contrarrevolucionario, y si te quieres intoxicar, el mayordomo tiene una buena reserva de alcohol en la gambuza.
Este diálogo, una simple cita, pertenece a la novela “El estiércol del diablo” (Editorial Juventud, Barcelona, 2002), de Manuel del Blanco, jefe de máquinas de la marina mercante, ganador del VI premio Nostromo de narrativa marítima, una obra ambiciosa, magnífica, cuya calidad literaria no ha sido todavía suficientemente apreciada. Manuel del Blanco crea una ficción, pura literatura, situada en el marco real del buque ALONSO DE OJEDA, bien conocido por la cantidad de alumnos que pasaron por sus aulas, y en un viaje verdadero a los puertos del Caribe a mediados de la década de los sesenta, cuando el buque estaba fletado por la naviera Marasia. Años de plomo franquista, años en que se jaleaba la mezquindad y se adoraban las palabras vacías, falsas y engañosas.
El retrato que del buque y su dotación nos ofrece Manuel del Blanco, un panorama sórdido que desnuda las relaciones a bordo dominadas por el servilismo a los intereses de la naviera, que priman sobre la seguridad y la dignidad de las personas, trasciende la anécdota concreta para alcanzar cierta categoría general.
Los nombres especulares del capitán, Ranciomiro, y del jefe de máquinas, Mirorancio, representan dos caras de la misma moneda, ambas escogidas por el empresario para que sirvan sus intereses por encima de todas las cosas. Los alumnos de puente y máquinas, cuya mirada tira del hilo narrativo, son debidamente aleccionados para convertirse en futuros ranciomiros y en futuros mirorancios, esforzados sirvientes del beneficio empresarial. Todos sus nombres y apellidos empiezan por c (Casto Capoamor, Cátulo Contracampo, Canuto Campoalegre), y aluden a su origen campesino. ¿Qué significado quería darle Manuel del Blanco a esa coincidencia? Ya nunca lo sabremos, me temo, pues el autor falleció el 5 de enero de 2010.
En cualquier caso, por encima o por debajo del panorama a bordo que nos describe la novela, resulta visible el amor por la profesión de marino que siempre sostuvo Manuel del Blanco y su devoción por las máquinas, una muestra de inteligencia y humanidad que hemos convertido en un infierno para quienes han de trabajarlas en provecho ajeno.
Los numerosos guiños culturales que se suceden a lo largo de la novela constituyen una muestra del espíritu crítico del autor, pues no son meros adornos u ostentaciones inútiles, sino un diálogo del hombre que se cuestiona los credos y los valores que han llevado a la humanidad a albergar tanta miseria y tanto horror.
El relato, a semejanza de la técnica cervantina, sigue un curso cronológico, encabezado cada capítulo por un resumen de lo que el lector ha de encontrar. El lenguaje técnico, inmaculado, coexiste en la obra con un riquísimo vocabulario que busca la expresión rotunda y el sentido último de las palabras.
Una confesión final. He disfrutado con la relectura de la obra, que me ha parecido mucho mejor que cuando la leí por primera vez hace ya once años, en el verano de 2002.