El mayor ruido procede de quienes claman contra una sentencia que avala la impunidad de los que contaminan y agreden al medio ambiente marino. ¿Cómo es posible, se preguntan, que tras once años de proceso jurisdiccional la sentencia reconozca que no puede, en justicia penal, condenar a ningún acusado porque ninguno de ellos cometió delito alguno? ¿No fue delito alejar el buque para que se hundiera, al peor rumbo posible, directos al temporal, incumpliendo lo dispuesto en el Plan Nacional de Contingencias por contaminación marina accidental (PNC), que claramente exige que antes de tomar cualquier decisión las autoridades han de evaluar los daños del buque siniestrado? ¿No fue delito permitir sin explicación alguna que el buque volviera hacia el sur, cada vez más quebrantado, vertiendo en cantidades crecientes el fuelóleo pesado que transportaba en sus tanques? ¿No fue delito sacarse de la manga un alegal “órgano rector” que, a decir de los testigos más cualificados que declararon en juicio, fue quien tomó la decisión catastrófica de alejar el buque?
No, no y no. La sentencia no ve delito en el absurdo peregrinaje del petrolero averiado, ignora totalmente el PNC, al que ni siquiera menciona, y corre un tupido velo sobre el jaleado y mil veces citado en juicio “organismo rector”, al que, entre la ironía y el sarcasmo, la sentencia se refiere una sola vez bajo la denominación de “dispositivo de valoración de la emergencia”.
Si salimos del bosque y de la polvareda, la decisión del tribunal está cargada de sensatez. Apostolos Mangouras es un magnífico capitán de la marina mercante que actuó con ejemplar profesionalidad durante los momentos más duros del siniestro y, desde luego, no cometió delito alguno. Nikolaos Argyropoulos es un buen jefe de máquinas que ha pasado por el juicio sin que nadie sepa a ciencia cierta qué hacía el hombre allí si ni siquiera pudo desobedecer a nadie, pues nadie le ordenó nada. Y José Luis López Sors hubiera sido considerado un aceptable director general de Marina Mercante si en su camino no se hubiera cruzado el malhadado petrolero. Se equivocó en la gestión de la crisis, seguramente, pero el error no constituye delito. En consecuencia, todos absueltos con la excepción de una condena menor al capitán Mangouras, irrelevante y sin consecuencia práctica alguna.
Pero lo cierto es que el accidente causó un daño considerable al medio marino y a las costas gallegas, cantábricas y algunas zonas en Francia, cuya cuantía no alcanza tal vez la cifra de más de cuatro mil millones de euros que el fiscal pidió en su alegato final, pero que en todo caso era muy elevada.
Esta aparente contradicción, sobre la que dan vueltas y vueltas la mayoría de los comentarios, obedece a un gravísimo error inicial. No había materia penal para juzgar el siniestro del PRESTIGE. La vía civil, para indemnizar los daños y perjuicios causados, era el procedimiento adecuado, mucho más ágil y rápido, y sobre todo más eficiente. No es la primera vez que cometemos esa torpeza. Criminalizamos el accidente del URQUIOLA (1976), más tarde el del AEGEAN SEA (1992), y ahora hemos recaído en el mismo error.
Fue el capitán marítimo de La Coruña quien por orden del director general de Marina Mercante, más tarde él mismo acusado, inició el proceso penal al presentar ante la Guardia Civil una denuncia contra el capitán del PRESTIGE por un hipotético delito de desobediencia a la autoridad. Por aquellos días, el Gobierno propalaba una falsa versión de los hechos según la cual el capitán Mangouras había desafiado al Estado español diciendo que él sólo obedecía a su armador. Meses más tarde, cuando fueron entregadas las grabaciones del centro de coordinación de salvamento de Finisterre, descubrimos horrorizados que el capitán se había limitado a asentir sobre la toma de remolque (Mangouras jamás desobedeció a las autoridades españolas), pero advirtiendo que “el remolcador obedece al armador, no a mí”. Todo había sido un error de traducción del inglés.
La denuncia del capitán marítimo desencadenó el proceso penal que ahora, once años después de la primera avería del petrolero, ha sido sentenciado.
¿Por qué el director general, sin duda con el visto bueno del entonces delegado del Gobierno en Galicia, Arsenio Fernández Mesa, quiso que su subordinado criminalizara el accidente? La respuesta la dimos hace ya más de dieciocho meses José María Ruiz Soroa y yo en la ponencia que presentamos en el Congreso de Bilbao sobre grandes accidentes marítimos. La Administración española obedece el siguiente patrón de comportamiento ante un siniestro marítimo:
- Imputación y focalización de culpas sobre el personal embarcado. Criminalización de los marinos y utilización de los procesos penales como método de desviar la atención e introducir en su resolución a órganos relativamente inexpertos y dóciles.
- Intoxicación masiva de una opinión pública poco preparada y muy dispuesta a aceptar cualquier explicación que pinte el entramado marítimo con simplezas del cine de piratas.
- Las investigaciones oficiales se llevan a cabo de manera sesgada, confusa y parcial, sin entrar nunca a analizar las decisiones de la propia Administración.
- Se eleva el tono del siniestro buscando su confusión con un problema político entre gobierno/oposición, lo que garantiza a la burocracia responsable plena protección por parte del interés político en cuestión.
- Se pone en circulación un concepto espurio del interés general o patriótico, que lleva a la defensa irracional del “que paguen los extranjeros y no España”.
Esta secuencia de gestión, cuya finalidad es alejar de la Administración cualquier atisbo de responsabilidad, fue seguida, a veces con desvergonzado entusiasmo, en el siniestro del PRESTIGE. Ya sabemos que la administración judicial española carece de los medios necesarios para determinar responsabilidades penales con un mínimo de sentido. Y ya deberíamos saber por las experiencias anteriores que esa estrategia, exitosa en el ámbito doméstico para sus impulsores, resulta ruinosa en términos económicos y de reputación en el plano internacional. La sociedad española ha pagado todos los daños causados por el vertido del PRESTIGE y de propina hemos sufragado, con intereses y pidiendo perdón, las costosísimas juergas judiciales de Nueva York y Londres, a donde nos condujeron los sucesivos Gobiernos de España.
No aprendimos del URQUIOLA ni aprendimos del AEGEAN SEA. Lo del PRESTIGE ha sido todavía peor. Estamos condenados a seguir haciendo el ridículo más espantoso y encima a pagar los platos rotos y el espectáculo.
(Este artículo fue publicado en VOZPOPULI.COM ayer 17 de noviembre)