Hace unos días, NAUCHERGlobal publicó un artículo escrito por Juan Zamora titulado ‘La velocidad del PRESTIGE y el fiscal automático’, en el cual se ponía en evidencia la falta de conocimiento y rigurosidad que rodeó esta tragedia marítima. En esta ocasión, Juan Zamora tocaba a la Administración de justicia a través de un togado con puñetas en las bocamangas.
En el siniestro marítimo del PRESTIGE coincidieron dos circunstancias que están en la raíz de las causas visibles que provocaron el accidente. En primer lugar, la falta de autoridad en la gestión de la emergencia por parte de quien tenía la competencia y la responsabilidad. Y en segundo lugar, el miedo y la insolidaridad de las autoridades políticas cuyos puertos, radas o rías eran susceptibles de dar cobijo al petrolero, que se negaron a permitir el refugio del buque y después fueron los primeros en criticar el plan de salvamento que ellos habían obligado.
Por lo general, los accidentes marítimos suscitan grandes debates y controversias, con todo tipo de opiniones, unas más acertadas que otras, y con un ruido de fondo (el foro de los tribunales populares), que suele confundir y muchas veces intoxicar a la opinión pública, poco versada en la complejidad de los buques y de la navegación.
El delirio de incompetencias en la gestión del desventurado petrolero fue de tal calibre que despertó el peor cainismo de una determinada partidocracia que, al olor de la sangre, activó sus terminales mediáticas y durante meses difundió por la sociedad la versión del accidente que convenía a sus propósitos. Un éxito, sin duda, de la propaganda informativa.
Mientras el buque permaneció a flote, contaminando mares y costas, se tomaron muchas decisiones erróneas que se transformaron un siniestro marítimo en una tragedia medioambiental, social, económica, política e internacional. Desde los organismos marítimos internacionales se señaló a España, tal vez de manera injusta, como un país con graves deficiencias operativas en el tratamiento de los accidentes marítimos.
No cabe duda que para liderar una emergencia marítima se necesita establecer un plan de actuación y contar con un equipo de profesionales que asesoren y coordinen los efectivos participantes; y que la autoridad marítima posea los conocimientos técnicos imprescindibles y la personalidad suficiente para tomar las mejores decisiones. Pero no hubo nada de todo eso en el siniestro del PRESTIGE.En medio de las tensiones de una emergencia, surgen presiones interesadas desde todos los flancos. La única forma de hacer frente y acallar esas presiones consiste en actuar con base a sólidos conocimientos náuticos y técnicos, con decisiones meditadas que no tengan en cuenta las coacciones políticas, que por cierto son muchísimas y algunas impensables.
Cuando ocurren accidentes marítimos que generan alarma entre la opinión pública y los altos cargos del Ministerio (que no tienen responsabilidades, ni firman documento alguno), intuyen que pueden verse afectados, se ponen nerviosos, algunos hasta la histeria, y aflora en ellos el espíritu intervencionista de mandar. En ese momento es cuando empieza a torcerse todo y los errores se suceden sin pausa. El resultado es trágico.
Sostengo que en el siniestro del PRESTIGE, uno de los errores más graves fue perder el control de la situación y resignarse sin oposición a las órdenes de quienes, ignorantes, estaban incapacitados para darlas.

La incompetencia alcanzó tal grado de magnitud que, cuando salían hablando por la televisión, unos confundían la latitud con la longitud, otros justificaban con palabrería hueca la orden de alejar el barco con destino a ninguna parte, todos parecían competir por quien decía la mayor barbaridad. En fin, todo un sinsentido montado por unos políticos carentes del más mínimo conocimiento de la mar.
Ante un siniestro marítimo, de acuerdo con la normativa vigente, el director general de Marina Mercante nunca debería convertirse en el estafermo de unos políticos carentes de entendimiento marítimo –algunos con una epidermis facial a prueba de toda dureza Brinell- llenos de prepotencia, acostumbrados a la demagogia rastrera, a hablar sin decir nada y resolver menos. Su ignorancia alcanza cotas tan altas que ni siquiera son conscientes de que un accidente marítimo conjuga muchas variables, de clases muy diversas, que requieren profundos conocimientos prácticos y técnicos para su comprensión.
Si a quien tiene la responsabilidad final de la gestión de la emergencia no se le tiene en cuenta debería dimitir de su cargo, y hacerlo público. Una persona está obligada a asumir sus propias decisiones, no las que le imponen otros, a no ser que quien ocupe el cargo carezca de los conocimientos técnicos exigibles y se mueva en un mar de dudas. Porque una vez producido el desastre, todos aquellos que mandaban y decidían en medio de la histeria se echan atrás, miran hacia otro lado y declaran, impávidos: yo no sé nada de eso… no lo recuerdo… yo sólo atendía lo que el director general me transmitía, que es quien tiene los medios y los conocimientos.
Luego vienen los largos y cansinos años del inevitable procedimiento judicial (en el caso del PRESTIGE, por vía penal, contra el capitán del buque y contra el director general de Marina Mercante) y entretanto aquellos que movieron los hilos para forzar las decisiones erróneas continuarán tan ricamente en sus cargos políticos, o a la espera del nuevo destino dorado.
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Nota del editor. La foto de portada corresponde a la declaración de Francisco Alvarez Cascos, ministro de Fomento en la fecha del accidente del PRESTIGE, durante la vista oral en La Coruña. A su derecha: Apostolos Mangouras, Nikolaos Argyropoulos y José Luis López-Sors