Emilio Banova tenía un amigo, a quien llamaremos Iele (I. L.), de quien nos hablaba a menudo en las largas sobremesas que teníamos en los barcos antes de la invasión de las pantallas. Iele era también maquinista (oficial de máquinas quería que le llamaran), de Barcelona, donde había conocido a algunos de los fundadores del Sindicato Libre de la Marina Mercante (SLMM). ´
Él alardeaba a veces de socio fundador, pero luego se delataba y reconocía que en realidad lo único que hizo fue sumarse al proyecto que dirigían y fatigaban otros. Eso sí, fue un socio de primera hora.
Contaba que en el SLMM había tres o cuatro tíos que tiraban del carro, y luego un potaje variado: el voluntarioso simpático; el militante contra todo; el sabiondo que arreglaba cualquier problema con exabruptos, quemas imaginarias y purgas a la soviética; el justiciero dispuesto a cualquier sacrificio… En fin, tipos así, gente de corazón, pero él, Iele, no se apuntó al SLMM por ellos. Banova explicaba que Iele pidió el carnet del SLMM el día que se enteró de que el profesor de Derecho de la escuela de Portugalete, Ruiz Soroa, un joven y brillante abogado, colaboraba en el proyecto y era autor de algunos de los textos que habían dado a conocer el SLMM entre los marinos.
Al parecer Iele había tenido un serio problema laboral del que podía haber salido malparado. Le aconsejaron hablar con Soroa y quedó deslumbrado por la sencillez, el talento y la sabiduría con que el profesor había analizado el asunto y trazado las líneas para resolverlo sin apenas daño. Y encima no quiso cobrarle. Así que si aquel profesor, Soroa, colaboraba con el SLMM es que valía la pena la idea y había que apoyarla.
A Banova le había contado Iele más de una vez como Ruiz Soroa preparó la documentación para legalizar el SLMM, el primer sindicato democrático que pasó por ventanilla, seis meses después de la muerte de Franco. Iele sabía de buena tinta que en aquellos tiempos heroicos, con el dinero justo para coger un tren barato a Madrid, Ruiz Soroa y uno de los dirigentes del sindicato se habían alojado en el pequeño piso de un marino que entonces despuntaba como gran escritor y periodista, Jesús Cacho. Y remataba su loa al abogado contando que había puesto la dirección de su bufete profesional como sede del SLMM en Bilbao hasta que el sindicato tuviera medios para instalarse por su cuenta.
A Emilio Banova le hubiera gustado conocer a Soroa, estrechar su mano y contarle cuanto le admiraba su amigo Iele, pero no tuvo oportunidad. Ruiz Soroa huía del boato y rechazaba, con contadas excepciones, las invitaciones que recibía.

La última vez que Banova habló con Iele, dos años atrás (un año antes de la pandemia), su amigo le pasó un montón de fotocopias de los artículos políticos que José María Ruiz Soroa publicaba en la prensa escrita. Ahora, jubilado y con la toga colgada en el armario, ejercía de comentarista de la actualidad. Estudió con cincuenta años la carrera de Ciencias Políticas y había añadido a sus numerosos libros de Derecho marítimo algunas obras en las que abogaba, con el estilo pedagógico que le caracterizaba, por el liberalismo político, por la tolerancia, por la democracia representativa y por el sentido común aplicado a los negocios públicos. Y eso, que de tan difícil parece imposible, lo hacía con exquisito respeto a las ideas ajenas, aportando vías no exploradas de entendimiento y argumentos de impecable construcción lógica y jurídica.
Banova acababa explicando que le hubiera gustado conocer al personaje, no para mentarle a su amigo Iele sino para agradecerle él, personalmente, la defensa del capitán del URQUIOLA, Francisco Castedo; la defensa del capitán del AEGEAN SEA, Georgios Stravridis; la defensa del capitán Apóstolos Mangouras, del PRESTIGE; y la de tantos y tantos hombres del mar que tuvieron en Ruiz Soroa el mejor de los defensores. Pero se quedó con las ganas, aunque no perdía la esperanza.
Nota del editor. En la foto de portada, José María Ruiz Soroa en su despacho de Bilbao, en septiembre de 2016.