La colisión/abordaje de buques nada tiene que ver con la normalidad estadística aducida con frecuencia por los burócratas acabañados en la Administración marítima y portuaria, preocupados por alejar de sus responsabilidades las causas del siniestro. Grotesco y asombroso resulta, además, sostener el curioso concepto de normalidad estadística en base a la relación entre el número de embarcaciones y el número de accidentes que se producen en la mar. Con ese argumento, varios buques deberían abordarse cada semana en el Canal de la Mancha, donde el tráfico marítimo de todo tipo es muy superior al del Estrecho de Gibraltar.
Todo apunta a que esos naufragios y abordajes tuvieron su causa inmediata en sendos fallos humanos. Si remontamos el proceloso río de la cadena causal, acercándonos al corazón de las tinieblas, encontraremos tripulaciones subcontratadas en el tercer mundo, deficientemente formadas, escasamente profesionales, desmotivadas por una paga raquítica que no se corresponde con la enorme responsabilidad económica y social de su trabajo, fatigadas por horarios excesivos y agotadores. Todo ello fruto, en buena parte, de la superstición liberalizadora que nos acogota y que permite que la cuenta de resultados se lleve por delante la bandera del buque, la seguridad de la vida humana en el mar y otras molestas minucias por el estilo.
Si la normativa española y europea constituye un obstáculo al crecimiento de los beneficios, se coloca al buque bajo un pabellón con legislación fantasma y Administración virtual. Las banderas de conveniencia, un invento liberalizador que nos está saliendo carísimo, presionan a la baja las condiciones de trabajo a bordo y los estándares mínimos de seguridad de la flota mercante mundial. Los resultados están a la vista.
Al desprecio del factor humano debemos añadir la tendencia exclusivamente tecnológica que inspira todas las mejoras, las supuestas y las reales, que se aplican en la construcción y la operativa de los buques. Y sin olvidar, porque forma parte de esta historia, el fenómeno creciente de tripulaciones abandonadas en cualquier puerto del mundo por armadores y navieros que con tanta desregulación se han salido hasta del listín telefónico: no saben, no contestan.
Frente a los riesgos que provoca este escenario, tenemos la empresa pública de salvamento marítimo español (Sasemar), dedicada a exhibir su potencial cuando la tragedia ya se ha consumado; infrautilizada y prisionera de esa necedad política que consiste en gastar y contratar a toda costa para intervenir a bombo y platillo paliando algunos efectos de la desgracia. La cultura de la prevención, que exige preparación y organización, y cuyos resultados no se traducen en fotos para políticos, tiene todavía un largo camino que recorrer dentro de nuestra Administración marítima.
Los accidentes marítimos en aguas portuarias españolas merecen reflexión complementaria. Por una parte, constatar la penuria de medios personales y materiales que padece el organismo competente en seguridad marítima. Las Capitanías Marítimas languidecen atareadas en una costosa burocracia de dudosa utilidad. En segundo lugar, la gestión de las competencias de control en el ámbito marítimo asignadas a las Autoridades Portuarias sigue siendo, a despecho de su holgura de medios, una asignatura pendiente de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, promulgada hace 22 años.
El mundo marítimo, en España y en Europa, necesita un cambio de rumbo, un nuevo horizonte que coloque a las tripulaciones, a la seguridad y al medio ambiente como prioridades absolutas de los poderes públicos en su labor de aplicación de la normativa nacional e internacional, organización interna y gestión de competencias.