David Jou tuvo a bordo los recursos personales ya referidos, y contó en tierra con quienes, como su padre, le mantuvieron y auparon profesionalmente en los momentos claves. Siempre afortunado, sobre todo por su más valioso e íntimo apoyo, el que le dio su mujer Lolita Mirabent i Muntanè (Guantánamo 1926-Sitges 2014), una cubana de padres suburenses afincada en Sitges desde 1936. Fue la esposa del capitán Jou a similar nivel que él fue el marido de Lolita, la directora de la Biblioteca de Sitges durante cuarenta años desde donde impulsó áreas, estudios, investigaciones y actos culturales que hoy se evidencian en la ciudad: festivales, carnaval, museos, bibliotecas, conferencias, exposiciones…, casas y legados de artistas, escritores, mecenas que nacieron, residieron o pasaron dejando huella.
Sitges vive sobre todo del turismo y de la cultura, ya no de la pesca, de la agricultura y del calzado, porque muchas personas como Lolita Mirabent los promocionaron durante décadas; en concreto, ella desde la biblioteca municipal en la que empezó a trabajar a los 13 años hasta que se jubiló en 1990 tras 54 años allí de bibliotecaria. Supieron aprovechar el legado de todo tipo, no solo económico y arquitectónico, con que sus notables indianos pusieron las bases de la actual prosperidad (Amell, Vidal-Quadras, Bacardí, Almirall, Jacas, Carbonell…) junto con la oleada de quienes sin tanto renombre volvieron enriquecidos tras hacer las Américas. Fue a rebufo de estos americans que los burgueses de Barcelona y la gente de la cultura apostaron por residir en Sitges. La ciudad ya contaba con oficina de turismo, museo, bibliotecas… poco antes de la Guerra Civil, pero Lolita Mirabent figura entre quienes en 1939 recogieron ese testigo para auparla hasta las actuales cotas de reclamo cultural, turístico y residencial. El diminutivo de su nombre de pila, con que era conocida por todos, prueba además la cercanía que mantuvo con quienes acudían a ella.

Así que no basta con echarle flores con el consabido: abnegada y ejemplar madresposa de un marino. Fue una profesional con el valor añadido de criar con todos los esmeros y desvelos a una familia de cuatro hijos y mantener emocionalmente a un marino que una vez al año pasaba por casa como una exhalación y quizá hasta le trastocaba sus planes y rutinas con algún incordio. La destacada proyección laboral/social/salarial de David Jou no debería dejar a ella en segundo plano porque si ponemos en la balanza las valías de cada cual, sin dar por concesión la excelencia y entrega del trabajo femenino no remunerado, habría que sopesar incluso de qué valores estamos hablando y del peso específico de uno y otro. El Ayuntamiento de Sitges hizo justicia con este matrimonio. Galardonó a él como “Hijo Predilecto” (2014), y a ella le otorgó el Premio Especial de la villa (2006) por su contribución a las áreas culturales y denominó Sala Lolita Mirabent a un recinto de la Biblioteca (1995), aparte de otros reconocimientos y premios de índole cultural que obtuvo.

Por algo a estas madresposas de los marinos se les sigue levantando estatuas en los puertos mercantes y pesqueros de la Europa de tradición marítima (ej. Lloret de Mar, 1966). Es un modo tardío de reconocerles sus sacrificios por lo indispensables y generosas que fueron ellas, y también el ramillete femenino de abuelas, cuñadas, personal de servicio, compañeras de trabajo… y hasta vecinas que contribuyeron a que esas familias y matrimonios de marinos llegasen a buen puerto, e incluso a que las señoras, como Lolita, pudieran viajar de vez en cuando unos días para dar cuatro besos a sus maridos. David Jou no se olvida de ellas ni se cansa de agradecérselo en sus memorias, muy en especial, a su cuñada Rosa Mirabent y a su suegra Rosa Muntanè i Sardà.
Es consabido que las criollas cubanas fueron desde principios del siglo XIX especialmente atractivas y resultonas en Cataluña, si no más por el dineral que traían consigo. Lolita, a su modo también un lujo indiano, aunque llegó a Sitges huérfana de padre y sin otro capital que su capacidad para salir adelante con todo lo suyo y el de los otros que la necesitasen. Y buena la hizo al enamorarse de un joven que entraba a la biblioteca y se hacía el encontradizo con la bella bibliotecaria que le gustaba, es decir, según él, donde “a més dels llibres relacionats amb la marineria, hi trobaria la Lolita Mirabent que, de manera extraordinària, contribuiria a donar-me un gran sentit a la vida…”. Ignoraba ella los riesgos que corría, y no digamos nada de las contraindicaciones que tenía casarse con David. La principal: ser casi todos los días, en muchos sentidos, la viuda de un marido vivo durante los primeros 16 años del matrimonio, los más gozosos de cualquier familia.

Casarse con un marino no era el chollo con que ironiza el poema “The Nantucket Girls Song” justo desde el primer verso: Well I’ve made up my mind now to be a sailor’s wife /// Have a purse full of money and a very ease life (Martha Ford, 1855). Cuyo estribillo First I’ll cry for his departure, then I´ll laugh because I´m free se refiere a cuando el marido se va a navegar. Nada de eso. El estrés se imponía la noche anterior cuando la despedida era para muchos meses y el adiós solía ser rápido, disimulando la tristeza y de pocas palabras, aunque hoy no es tan así desde que las campañas son cortas y la comunicación por móvil permanente. Y el … then I´ll laugh because I´m free sería, en el caso de Lolita, una provocación porque ella se quedaba sola en casa al frente de una prole en aumento y encima debía compaginárselo con su horario laboral.
Más maniobras que su marido
Pocas risas. No quedaba otra que a renglón seguido empezar a escribir cartas. Las primeras de amor, después de lo mismo pero cada vez más prosaicas sobre el acontecer de la casa, de los niños, de las recientes penas y alegrías… Y allí veas a Lolita, supongo, después de acostar a los hijos, escribiendo para contarle al marido hasta los dimes y diretes… para, en suma, confirmarle lo mucho que le quería. Lo mismo que hacía y procuraba transmitir David Jou rellenando a bordo cuartillas sin parar, pero teniendo más tiempo libre y menos maniobras que ella que hacer al día siguiente. Es que el simple hecho de escribir a mano era una renovada declaración de amor, pues con sólo ver la familiar caligrafía en el sobre del correo bastaba para sentir un subidón de cariños compartidos, que al receptor le duraba tanto como cuantas veces releía la carta en la intimidad del camarote, hasta la siguiente misiva.

La importancia de relacionarse entre ellos iba a la par con los escollos que encontraban. De aquí el carteo constante, porque aunque lento y azaroso por llegar a bordo a través de la naviera y/o la agencia del barco, también en el extranjero, al menos tenía la continuidad y fiabilidad de que se recibían casi todas las cartas. Además, estas tenían una gran carga emocional por ser un intercambio privilegiado el escribir de puño y letra sopesando cada palabra, cual alambicado sentimiento, y su presumible efecto sobre el ser querido.
La alternativa era que David Jou le llamase en España por conferencia desde alguna de las centralitas que Telefónica tenía en todas las localidades, pero lejos del puerto, con periodos largos de espera y debiendo tener Lolita teléfono en casa o contar para ello con el vecino, pariente, biblioteca. La calidez de la voz y la instantaneidad eran imbatibles, pero David Jou no llegó a conocer las ventajas de las cabinas telefónicas con monedas ni las indiscretas llamadas a casa a través de las radiocosteras que desde el barco intercomunican el VHF con la red de Telefónica. El resto era la radiotelefonía y los telegramas que llegaban a bordo por morse solo para asuntos importantes, como el nacimiento de un hijo. ¡Qué tiempos! Cartas, centralistas de teléfono, radiotelefonía, morse. A duras penas recordamos cómo era todo eso y, menos todavía, cómo fue posible que los marinos y sus esposas, David y Lolita, pudieran mantener, con tan esporádicos medios, fuertes lazos con quienes amaban.

Lo extraordinario de todo era que Lolita misma se presentase a bordo aprovechando que podía viajar mal que bien a los puertos después de dejar todo dispuesto en casa y amañado en el trabajo. Demasiado complicado. Solo valía la pena porque tales encuentros suponían una segunda, tercera… luna de miel, aparte de que partían en dos las largas campañas de David Jou. Su primer viaje fue al astillero de Matagorda (Cádiz) meses después de casarse. Una odisea, como casi todos los viajes siguientes, si ya de Sitges a Escombreras se tardaba 20 horas. Los trenes eran calamitosos, incómodos, con transbordos y largas esperas en estaciones perdidas. Era como para quedarse en casa, máxime cuando las mujeres no solían entonces viajar solas, y si iban al extranjero se topaban con los idiomas, con los trámites de aduanas e inmigración… y con usos que ignoraban, más con los imponderables.
Gracias a que los tiempos cambiaron una barbaridad, allá por los años sesenta, Lolita pudo llevarse consigo al barco al hijo mayor, a la canalla…. Todo más fácil, también desde que cogió la pericia de desenvolverse por esos mundos y puertos de Dios. Y tras mejorar los transportes y la acomodación a bordo, fue de las primeras señoras que navegaron un tiempo con su marido, cuando ni estaba claro cómo debían figurar en la lista de tripulantes (camarera, supernumeraria…, familiar acompañante). Aquello era otra cosa.

El capitán Jou contaba en los últimos embarques con un camarote a modo de suite: con cama doble, nevera, bañera, esmerado servicio de fonda… ¡Imagínate! Algo increíble para quien empezó en un carbonero de 1894. Estaba muy bien, pero a Lolita le pillaba un poco tarde. Fue el momento en que él se colocó en tierra, en Escombreras (1968), y ella supo por primera vez lo que era no ser la esposa de un marino. Y solo hasta cierto punto, porque David Jou se asentó en casa por primera vez seis años después, al colocarse en 1974 de capitán de puerto en la petroquímica de Tarragona (Entasa). Ella tenía 48 años cuando, una vez criada la prole y con el marido en casa, tuvo la oportunidad de reconsiderar si le había valido la pena casarse con un marino. Desde luego, no por lo que se vanagloriaban cantando “las señoritas de Nantucket”.
Nota del editor. La foto de portada, en la que se ve al capitán David Jou en el puente de gobierno del MONTEMAR apoyado sobre la pantalla de radar y con el uniforme de capitán, está tomada, como otras de la serie, del libro «Memoria de navegacions».
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