Tras los desastres de la Guerra Civil y de estudiar en los escolapios de Vilanova un resumido bachillerato para salvar con dos años los tres cursos perdidos de instituto, David Jou se presentó en la Escuela Náutica de Barcelona con la idea clara de “vull ser capità de barco” y con la lección de algún modo aprendida que le inculcó desde niño su maestro, el sacerdote mossèn Joan Lloberas, quien había abierto una escuela en una antigua cochera de Sitges. Hay anécdotas que consiguen definir una vida. Una de ellas es la que cuenta con gracejo en “Memòria de navegacions”, pues un recurso que tenía mossèn Joan para estimular a sus pupilos a estudiar consistía en decirles: “Tu, vols anar a cavall o tirar del carro”; y si veía que alguno no se aplicaba lo suficiente le repetía: “Tu, sempre tiraràs del carro”. Esta disyuntiva pretendía dejar claro a los niños que si estudiaban mucho vivirían como un señor, de lo contrario tendrían que pechar con los trabajos más duros y peor pagados.
La vida es más compleja que este argumento descriptivo y efectista que mossèn Joan Lloberas metía en la mollera de sus alumnos, y cuyo buen hacer le valió que Sitges le homenajee con una calle con su nombre.
El ocurrente dicho del maestro era en realidad un sofisma porque al buen estudiante también le tocará tirar del carro, incluso más que a sus vagos compañeros, aunque él vaya a modo de a caballo en los puestos de mando, ni que sean de señorial prestancia. Quede claro. David Jou no ha hecho otra cosa en su vida que aprender y tirar del carro. Se implicó plenamente en su profesión sin más licencias que la preceptiva de hacer el servicio militar durante medio año en dos destructores y la ineludible de dedicar dos meses a preparar la boda y hacer el viaje de novios. Así hasta que se jubiló a finales de 1985 después de seguir formándose y trabajando en áreas relacionadas con el mar. Y no paró. Fue investigador y escritor hasta ayer mismo. Siempre aplicándose, atareándose también en algunas asociaciones (Fundació Ave Maria, Grup d´Estudis Sitgetans) y en el Ayuntamiento (concejal), mucho más allá del solo andar, pasear y no trabajar propio de algunos jubilados y ancianos.

Volviendo atrás. Sin necesidad de ser un alumno especialmente brillante, fue aprobando los tres primeros cursos de carrera de Náutica para empezar las prácticas de agregado en 1944 y luego obtener los títulos de piloto (1948) y de capitán (1955) conforme hacía los días de mar y los cursillos/exámenes. Y no ha olvidado a tres de sus profesores, tres de los grandes de la Escuela Náutica de Barcelona: Francisco Condeminas y Ángel Urrutia, ambos mucho más que dilatados directores de dicho centro, y a José Pérez del Río, su profesor de Mecánica con especial proyección entre sus alumnos, autor del colosal “Tratado general de máquinas marinas” (1959).
El propio barco hacía de buque escuela
Y, por supuesto, también cita al inefable Ramón Inchaurtieta que, aunque catedrático de Astronomía y Navegación de la Escuela de Náutica de Bilbao (Deusto/Portugalete), presidía en España con excesivo rigor los tribunales de exámenes para obtener los títulos de piloto y capitán. Por eso David Jou también le califica de “bestia negra”; pero claro, es que don Ramón era mucho don Ramón y no permitía que los marinos de puente saliesen a navegar sin resolver de su asignatura los largos y rebuscados cálculos de salón en un tiempo tan ajustado que, aparte de sobrados conocimientos, exigían nervios templados para mantener la serenidad y no equivocarse ni al sumar la pléyade de columnas con números de algoritmos. Al examen de aptitud para el estudio, añadía él toda una prueba de actitud, de carácter y seguridad en uno mismo, esenciales para ser un buen marino. Fue este duro filtro el que David Jou tuvo que pasar para llegar a ser capitán, como que Inchaurtieta le suspendió, como me sucedió también a mí, en cálculos de astronomía la primera vez que se presentó a piloto.

Son profesores y detalles como estos quienes marcaron el rumbo a la generación que estudió Náutica después de la Guerra Civil y durante años mandó los barcos y al desembarcar, tal que David Jou, ocupó puestos claves del comercio marítimo. Y lo hicieron yendo a caballo (cargos de responsabilidad a bordo o en tierra), al tiempo que tiraban del carro aprendiendo sobre la marcha sus nuevos cometidos sin haber realizado cursos para especializarse en ese o aquel tipo de barco, ni para afrontar emergencias a bordo, ni para atender navegando a los enfermos, ni para el funcionamiento de los nuevos instrumentos, ni para limpiar los tanques de carga de los petroleros… Nada.
Tras el enciclopédico temario impartido en la Escuela Náutica durante los cursos y cursillos de la carrera (astronomía y navegación, derecho, construcción naval y estiba, meteorología, economía, geografía, mecánica, dibujo técnico, medicina, inglés…), los de la generación de David Jou no volvieron a las aulas por más que su profesión cambiase profundamente. Ellos fueron los últimos que, además de la cartilla de vacunas y el reconocimiento médico, se enrolaron con solo la libreta de navegación y la tarjeta del título profesional.
No fue hasta finales de los años setenta que los marinos hicimos in crescendo los preceptivos cursillos IMO: empezando por los de contraincendios, supervivencia/abandono de buque, tipos de barco/carga… de modo que hoy nadie embarca sin antes presentar en capitanía marítima también un buen puñado de certificados de especialización. A David Jou no le exigieron ninguno. Todavía en su tiempo, el propio barco hacía de buque escuela y la formación de los tripulantes, de mozo a capitán, dependía de sus compañeros. Formar un marino a bordo era, más que hoy, una misión colectiva, se necesitaba todo un barco.
Nota del editor. La foto de portada, en la que se ve al capitán David Jou en el puente de gobierno del MONTEMAR apoyado sobre la pantalla de radar y con el uniforme de capitán, está tomada, como otras de la serie, del libro «Memoria de navegacions».
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