Erase una vez un joven que se echó una cámara al hombro y marchó a contar guerras, y que cuando se hizo mayor se puso a escribirlas. No es la peor de las formas de pasar estos pocos años que nos han sido dados en este valle de lágrimas, aunque tampoco quizás la más fácil. Aunque se equivocara, a mi me mola que don Arturo Pérez-Reverte eligiera ese camino. Aprendió en su juventud lo que me cuenta maduro, que me apasiona. Ya que estamos en NaucherGlobal vamos a obviar trivialidades como que sea académico de la lengua o Duque de Corso y Real Maestro de Esgrima del Reino de Redonda. Vamos a centrarnos en lo que nos interesa: en mi opinión es el mejor escritor vivo que moja su pluma en agua de mar.
Don Arturo me hace llorar de risa con la tragedia de Trafalgar. Pardiez, diríase que el bien acuchillado Iñigo Balboa de Corsarios de Levante es gente de cabo y guerra, y no de papel y tinta. La caza de las turbolanchas Hachejota del Servicio de Vigilancia Aduanera y las Heineken de la picolicie a las planeadoras de enormes cabezones de La Reina del Sur da miedo, máxime cuando piensas que nada inventa, que esos valientes están quizás en este mismo momento apostándose el bigote con el diablo. Coy quizás no sea el mejor oficial de la marina mercante en el mundo de La Carta Esférica, pero ha navegado por océanos y bibliotecas, como cita el autor a Moby DIck, y sabe de peleas en garitos y frío en el puente. En la faja negra que ciñe la cintura del capitán Pepe Lobo de El Asedio luce una culata. No es para el enemigo: a ese le reserva dos piezas de cuatro libras si fallara el ceñir como los ángeles. Lleva la pistola por si fuera menester recordar a sus hombres que no se chista al patrón en combate. Y El Pintor de Batallas crea su obra final desde una atalaya de vigilancia contra sarracenos, al ladito de la mar, como los buenos marineros que nunca acaban de separarse de ella y que se tatúan para seguir contando sus historias aún después de muertos.
En esta España donde estamos a nivel olímpico en el deporte de pasar completamente de las cosas de la mar, afortunadamente siempre se ha escrito muy bien sobre ellas, tanto en ensayo o historia como ficción. Pérez-Reverte añade a la pasión y conocimientos técnicos que en general no faltan, un dominio brutal de los registros del lenguaje, sin igual en la literatura actual. La pinche Teresa Mendoza los chinga a todos bien parejo por más bien puesto güey que seas, mientras Diego Alatriste y Tenorio tira de vizcaína pues su amigo Quevedo acaba de decir de otros parroquianos del figón de puntapié que estos hijosdalgo son hijos de algo sin duda, pero con dudas hidalgos, y estas afrentas no puede aceptarlas quien se viste por los pies, pardiez.
¿No está mal, verdad? Pero la verdad es que no quería hablarles de esto. Hay un libro de don Arturo que quizás no está considerado de los mayores, pero que a mí me apasiona: Los barcos se pierden en tierra. Es una compilación de artículos sobre la mar publicados por el autor. Con “El Dragón y la polar” me hace ver que me estoy orientando con una luz que comenzó su viaje en el siglo XVI, cuando Cervantes era un niño. En “El viejo capitán” habla de aquellos maestros de antaño, que eran marinos y eran señores. Emociona, pues realmente cree en lo que escribe. Y es que se nota quien es patrón, patrón de verdad, con su tripulación de chicas duras con tejanos descoloridos y navaja en el bolsillo de atrás, con los nudillos llenos de cicatrices. Quien suscribe piensa que habría que tirar al pañol grande toda la presunta ficción naval que con un capitán muy serio y un contramaestre borrachín dan por cubierto el sabor marinero y cuyos autores el único bote que han visto en su vida es el de la mermelada. Pérez-Reverte convence.
Lo que les digo: se equivocó. Y ya me va bien, que me encanta leer sus libros y artículos. Pero este tipo es marino. Se nota quién vive la mar, quién es sincero. Tenía que haberse matriculado en la escuela de náutica y ahora estaría apurando sus últimas singladuras en un puente que ya no entendería, que no es como el que le enseñaron sus maestros, donde quien manda no es él, sino una máquina. O sentado ya en la tasca de la cofradía, recordando el olor de una mujer en un puerto lejano de la que no supo el nombre. A ver si alguno lee esto y hace llegar esta petición a quién corresponda: hay que nombrar a ese tipo capitán de la marina mercante, aunque sea honorario. Y poner en el motivo: porque lo es en el alma, y en el corazón.