Hemos de resistirnos con uñas y dientes a este mal de nuestros días de simplificar las conclusiones, de posicionarnos de forma maniquea con tirios o troyanos, Pinto o Valdemoro, Benzemá o Piqué. Es muy importante en esta vida no solo comprender los conceptos: también hay que tener muy medidas escalas y proporciones. Así como en matemáticas existen los grados de infinitud, en la receta del puchero de la abuela las medidas de pizca, miaja o chorrico deben ser seguidas con escrupulosa precisión, porque la más mínima desviación puede comportar un naufragio gastronómico.
Ilustremos el tema con una proposición de verdad incontestable: todos los hombres de la mar tamos mu locos, pero que mu mu locos. Esta afirmación categórica, de Perogrullo, nos servirá de premisa. No merece la pena abundar en su indiscutible veracidad: a nadie en su sano juicio se le ocurre abandonar la seguridad de la tierra que sus padres llamaron hogar, dar un último -quizás en todo el cruel significado de esta palabra- beso a quien más quieres, resignarte a no ver crecer a tus hijos, a no poder enseñarles con tu ejemplo todo aquello bonito que te dieron tus maestros, todo eso solo a cambio del beso salado de una mar que quizás será tu amante, pero nunca tu amiga. Que cuando llores frío en el puente, el único consuelo que dará a tus lágrimas será borrarlas de un roción. Sentada esta base quisiera retomar mi tesis: en la mar los hay muy locos, pero también los hay mucho más locos. Sobre el tema se han vertido ríos de tinta en el eterno debate entre maquinistas y puente. ¿Quiénes son más raros, los maquis o los pilotos? No quisiera meterme en tal jardín. Plumas mucho más autorizadas que la mía se han posicionado a favor o en contra de ambos bandos. Sí que podemos afirmar sin lugar a dudas quién es la persona más sensata y a la vez imprescindible a bordo: el cocinero. Más motines ha causado un mal rancho que un capitán déspota. Tras el patrón, el primero a bordo, el cocinero, dice el refrán, y entre las mejores letras escritas sobre la mar brillan con luz propia las recetas de cocina.
No hay un consenso claramente establecido por quién ocupa el otro extremo de la escala. Hay muchos oficios muy cualificados para tal puesto. Nuestros hermanos del Cuauhtémoc, buque escuela de México, entraban estas navidades por la bocana del puerto de Barcelona cubriendo las vergas y al ritmo de rancheras. Pensar que chavales como estos serán el futuro de la mar, qué quieren que les diga, te da esperanza en un futuro que otras veces vemos muy negro. Atracan al lado del Punta Mayor esos que cuando suena un mayday salen sin mirar el parte del tiempo. Cuando me piden que dibuje un ángel, pinto a uno de sus marineros. Se oyen unas voces en la rada… Es Esther, la capitán del llaüt marcando el ritmo del remo a las chicas de su valiente tripulación. Próximamente hablaremos de ellas. Tendrían que estar haciendo ganchillo o cuidando de los nietos, pero ignoran las barreras que les pone la sociedad. Cae el sol y pasan casi de puntillas Juan Manuel Juárez y sus muchachos trayendo pescado fresco a una ciudad que cree que las barritas de surimi crecen en barbecho. Los marinos tamos mu locos, mu locos. No cabe duda: si le piden a uno determinar el mayor majara a bordo te ponen en un compromiso. Aun así, hay un claro consenso en que entre los hombres de la mar, que somos todos muy raros, los hay que son más raros: los buzos.
P. Tus principios en la mar. Tras vagabundear un poco por Laponia en autostop, sin dinero, solo y sin hablar inglés, al acabar la mili, allá por 1976, te enrolas de marinero en un granelero, pero la vida de la mar te parece aburrida, y decides dar una vuelta por Marruecos, tras pedir la cuenta y desembarcar mochila al hombro… Una biografía de lo más normal.

R. Antes de irme a Laponia hice la mili en las COES, una mili bastante áspera en la cual nos pasábamos el día corriendo. Recibí una formación militar que se basaba, aparentemente, en emborracharse en la cantina cuando no estás corriendo o arrestado. Recuerdo, sin embargo, con verdadera emoción, maniobras de comando en las que cruzábamos embalses, de noche, nadando con aletas y la cara pintada de negro para poner explosivos en el otro lado. También tuve la ocasión de iniciarme allí en el buceo con botellas y aprendí de un compañero, artista profesional, la técnica de hacer retratos al carbón a partir de una foto. No sé por qué hice la mili en infantería cuando, en realidad, el mar me tiraba mucho, pues mi padre había sido marino de guerra con la República. Tras perder la guerra, pasar por la cárcel y ser “depurado”, mi padre permaneció en la Armada. Se ve que los vencedores andaban escasos de buenos radiotelegrafistas, porque lo pusieron de profesor y, muchos años después, se retiró siendo capitán de corbeta. Atraído sin duda por el mar, acabé enrolándome en un mercante, aunque en mi primer trabajo tuve la mala suerte de dar con un buque muy mejorable en lo que a condiciones laborales se refiere, especialmente si eres marinero de cubierta y novato. Tras unos meses desembarqué en Casablanca, me di un buen paseo por Marruecos en autostop y, en la cumbre del Toubkal, conocí a un guía de safaris de Barcelona.
P. Y hablando con el guía en la cima del Atlas, a más de cuatro mil metros, le dices que no sabes qué hacer con tu futuro y éste te da la idea de hacerte buzo. ¡Cómo no! ¡Qué puede fallar! Acto seguido te presentas en la Escuela de Náutica de Alicante, directamente desde las montañas de Marruecos. ¡Curso de buzo profesional! No tendría que ser ninguna broma.
R. El mar, como he mencionado, me tiraba mucho. La oportunidad de tener un trabajo que prometía ser una aventura cada día, en el que se decía que se ganaba bastante dinero y gracias al cual estaba seguro de que viajaría e, incluso ligaría, me llevó a Alicante. En esa hermosa ciudad conseguí sobrevivir nuevamente gracias a los retratos a carboncillo y pude mantenerme mientras hacía el curso profesional e intensivo de siete semanas.
P. Recién salido de la escuela, la primera en la frente: te viste bajo el casco de El Paso Paul Kayser, que con su maestría habitual relató Luis Jar (https://www.grijalvo.com/Jar/Jar_Kayser.htm).
R. Lo del PAUL KAYSER fue toda una experiencia, estrenarme buceando debajo de una mole de acero cargada de gas licuado que podía explotar tenía su morbo. Era como estar debajo de un cielo metálico, plano y amenazante cuyos extremos ni siquiera podía ver. La verdad es que no sé qué hacía allá debajo un tipo cobardón como yo. Luego tuve la suerte de trabajar para un par de compañías internacionales en Brasil y en Libia y pude realizar alguna inmersión con campana y mezcla de gases a 103 metros de profundidad.
P. Y posteriormente hiciste el curso de escafandra clásica. ¿Estamos hablando del siglo xix?
R. Ese fue el último de los cursos que hice en la Escuela de Náutica y cuando ya tenía bastante experiencia adquirida en desatascar las compuertas de un embalse en el Guadalquivir o cruzar por el fondo del Ebro agarrado a un cable para que la corriente no me arrastrara. Una experiencia curiosa.
P. En buceo normal vuelas… ¿Qué te pasa por la cabeza al estar clavado al suelo del mar con botas de plomo?
R. Era algo que quería probar antes de que se dejaran de impartir esos cursos por obsoletos. Lo encontraba épico y novelesco, romántico en el sentido más literario del término. En la escafandra clásica estrenas una relación diferente con el agua que te rodea: dejas de ser un pez y te conviertes en un cangrejo. Te sientes más fuerte, apoyado por tu equipo de superficie que te manda el aire vital, y además te mantienes seco, lo cual está muy bien en aguas frías o sucias. Pero en realidad todo lo que se hacía antes con esos cascos de latón se puede hacer actualmente, y mucho mejor, con los cascos modernos de fibra de vidrio, dotados de teléfono, soplador de aire para que no se empañe el cristal y además un teléfono. Son cascos que, además, economizan aire o cualquiera que sea la mezcla de gases que se respire; se complementan con trajes secos o con trajes húmedos por los que circula agua caliente y se pueden usar con botas de plomo, con aletas o con otro tipo de calzado.

P. El buceo de aquellos tiempos no tendría nada que ver con el de ahora. ¿Recomendarías a los chavales que buscan una vida embutirse en neopreno? Tú mismo a los cinco años colgaste las aletas.
R. Jamás me atrevería a aconsejar a nadie sobre qué hacer con su vida, pero sí que recomendaría informarse antes. No se paga tan bien a los buzos ni te pasas todo el día rodeado de pececillos de colores. La profesión, incluso con los medios actuales, tiene su peligro, ¡y no te cuento lo que era antes! Durante muchos años (desde el siglo XIX) los buzos de escafandra trabajaron sin que se supiera bien cómo funcionaba el asunto de la descompresión, y la tasa de mortalidad era muy elevada, por no hablar de las enfermedades profesionales que podían convertir a un hombretón de cuarenta años en un vejete tembloroso y encorvado. Hablo de los legendarios recolectores de esponjas de Grecia, por ejemplo.
P. El resto de tu vida, por fuerza, tiene que haber sido más aburrido.
R. No necesariamente; soy un culo inquieto. De modo que tras comprobar lo cutre que pueden ser las compañías pequeñas de buceo me marché a los Estados Unidos a probar suerte. Me mudé a Nueva Orleans, donde conocí a mi esposa y, tras mojar mi cuerpo serrano en plataformas de petróleo en Texas y en el Misisipi, pude comprobar que ser buzo allá tampoco era un chollo. Así que probé otro trabajo que estaba relacionado con la escalada, otra de mis aficiones. Tras observar a unos tipos que bajaban colgados de una cuerda, limpiando ventanas en un edificio de 20 pisos, esperé a que llegaran abajo y les pedí trabajo. Durante los ocho años que viví en USA me dediqué a limpiar y reparar ventanas; primero en Nueva Orleans, donde formé una pequeña empresa y luego en San Diego, a donde me mudé con mi esposa norteamericana y donde luego nació mi hija. Para no aburrirme, o cuando flojeaba el trabajo, compraba coches usados y los conducía hasta Nicaragua, donde los vendía. El valor de los coches o camionetas se doblaba allá debido al peligro de cruzar en solitario y por carreteras infames México, Guatemala, el Salvador y Honduras, países aderezados en aquella época, como ahora, por bandidos, policías corruptos, narcotraficantes, mercenarios a sueldo de Washington (la Contra) y otros animales salvajes. Uno de esos animales fue el desdichado cerdo noctámbulo que colisionó con la camioneta que conducía en mi primer viaje. El incidente me dejó el coche con un faro destrozado; el radiador, echando humo como una locomotora, y la puerta, que no se abría: tenía que salir por la ventana. El pobre cerdo salió volando, literalmente. En otro viaje, en Honduras, cerca de la frontera, alguien disparó de noche una ráfaga contra mi vehículo. Pude verlo claramente porque utilizó balas trazadoras. Lógicamente no me paré a preguntar. Quiero creer que fue algún borracho celebrando algo en una zona que en aquella época estaba llena de gente armada.
Esos años en América me cundieron extraordinariamente, pues en los veranos, trabajabando como guía freelance para una agencia española, llevaba a turistas por los parques nacionales de USA y a veces hacía vivac con ellos en las montañas de California, donde abundan los osos. Yo, como guía, les enseñaba cómo y dónde había que guardar la comida para evitar que esos plantígrados tan curiosos no nos dejaran a dos velas durante la noche. Casi siempre conseguí que no me rompieran la mochila (y me la llenaran de babas) para comerse mis bocadillos.
Básicamente, aunque creo que he conseguido no aburrirme demasiado a lo largo de mi existencia, siempre me ha quedado la duda de si no habría alcanzado la felicidad completa habiendo sido piloto de la marina mercante. El velero que compartí durante unos años con un gran amigo me dio muy buenos momentos, aunque luego los hados decidieron llevarme por otros senderos menos líquidos. Y ahora, ya jubilado, me consuelo con ver los barcos con prismáticos desde mi casita en las montañas de Tarragona, gracias a Zeus con buenas vistas al mar. Recientemente he comprado una furgoneta que he transformado por dentro, casi casi como si fuera un velero, y con la que ya he comenzado a viajar. Necesito moverme para no sentirme como un buzo varado, mientras decido qué voy a ser de mayor.
Quería escribir algo por bien terminar el artículo… Pero me quedo sin palabras. En un mundo que cada vez vemos más a través de la pantalla de un móvil, ¡me parece estupendo que sigan quedando maravillosos majaras!