En junio de 1970 los cuatro amigos dejábamos la Escuela de Náutica de Barcelona, con todo aprobado en los dos años previstos, lo cual no era ni mucho menos lo usual, para por fin saber lo que era navegar de verdad.
Recuerdo a los lectores quienes éramos: Manolete (Hernández Lillo, tristemente fallecido hace pocos años), el Nene (José Luis Gabaldón), Angelín (Millán Lázaro) y Paquito (yo). Nos despedimos deseándonos suerte y quedamos emplazamos para el curso de pilotos. Debíamos darnos prisa, pues hacer 400 días de mar limpios, para llegar al curso de primavera de 1972 a tiempo no era tarea fácil. Yo había oído decir que los petroleros eran lo mejor si se tenía prisa, pues empleaban poco tiempo en cargar y descargar, así que llamé por teléfono a Repesa (después Repsol), y me propusieron embarcar en el PUERTOLLANO, cosa que acepté encantado, especialmente cuando me hablaron de varios puertos del Mediterráneo y de África.
MI PRIMER EMBARQUE
Un día de finales de julio cogí el tren para Madrid, donde debía hacer transbordo a Cádiz, viajando de noche. No había dinero, así que el coche cama estaba excluido, por lo que pasé aquella noche en segunda clase. Tuve la fortuna de que me tocara viajar al lado de una bonita chica rubia, americana, con la que además fue un placer practicar mi inglés. Yo le cedí con gusto el asiento de ventanilla, y estaba embobado al tenerla tan cerca, especialmente porque ese invierno mi novia de dos años me había dejado, presionada por sus padres (su padre era capitán de la guardia civil), por ser marino y por no ser de familia católica. Había tenido mis escarceos desde entonces, pero aquella americana era algo nuevo para mi. Al hacerse de noche los pasajeros del departamento comenzaron a quedarse dormidos, y nuestra conversación a decaer poco a poco. Ella también se durmió, y quizá sin darse cuenta fue apoyándose poco a poco en mi hombro. Yo recliné entonces mi cabeza sobre la suya, de modo que mi mejilla rozara su frente y su bonito cabello rubio tostado, contacto que con el traqueteo del tren resultaba de lo más agradable. Su dulce aroma femenino y la intimidad de la situación no me dejaron dormir en toda la noche, así que llegué a Cádiz cansadísimo.
Cogí un taxi al salir de la estación, que me llevó al astillero, donde el PUERTOLLANO estaba reparando. Al llegar pregunté y me indicaron una larga pasarela, al final de la cual estaba mi primer barco. Anduve con mi maleta lentamente por la pasarela, saboreando la situación, con la imaginación desbocada. A la derecha vi un gran barco, muy moderno, un todo a popa con proa de bulbo, así que me las prometí muy felices al dar por hecho que se trataba del PUERTOLLANO. No. Era un petrolero noruego. Seguí caminando, asumiendo ya la primera de toda una cadena de decepciones que sin yo saberlo me esperaban ese día. En efecto, a la izquierda de la pasarela fue apareciendo poco a poco un viejo barco, lleno de suciedad, trastos y polvo por todos lados, en plena reparación. Era el PUERTOLLANO, uno de esos petroleros con castillo en el centro, que según supe después tenía más de 15 años. El barco tenía 19 mil toneladas y 170 metros de eslora, pero tenía toda la pinta de ser un “candrai”. Ganas me dieron de dar marcha atrás y buscar otro embarque, pero en fin, ya que estaba allí había que seguir adelante.
Al subir a bordo me encaminaron al camarote del capitán, el “viejo” en nuestra jerga. La puerta estaba abierta, así que me asomé y sentado tras su mesa encontré a un individuo grande, gordo y desaliñado, con el pelo blanco totalmente despeinado, que debía rondar los sesenta años, si no más. Se levantó y me dio la mano; vi entonces que estaba en zapatillas, lo cual no contribuyó a mejorar mi primera impresión. Le dije que debía embarcar como alumno (agregado) de Puente. Me pidió la cartilla de navegación y se sentó a examinarla, mientras yo permanecía de pie al otro lado de la mesa. Casi inmediatamente me la devolvió y me dijo: “No, no embarques, vuélvete a casa”. Alarmado ante tal declaración, que no sabía yo si era una sugerencia o una orden, le pregunté que por qué no debía embarcar. Entonces me dijo que, al ser mi primer embarque, y puesto que más pronto que tarde indudablemente me arrepentiría y trataría de dejar los barcos por todos los medios, era preferible que ya ni siquiera comenzara una carrera de la que todos, sin excepción, acaban abominando. Al hacerlo esbozó una amarga sonrisa, lo cual me hizo comprender que hablaba en serio. Se trataba de Daniel Reina.
Naturalmente yo no podía, no debía, seguir su consejo; no había empleado dos duros años de estudio pensando en los maravillosos viajes por el mundo que me esperaban para terminar antes de empezar. Así que le devolví mi cartilla de navegación aun virgen e insistí en embarcar. El asintió con cara de estar pensando “Después no te quejes, ya te lo advertí”, pero rellenó la diligencia correspondiente y me dio las instrucciones pertinentes para ir yo mismo a la Comandancia Militar de Marina a que me la sellaran.
Tras ello fui informado de mis obligaciones a bordo y me instalé en mi camarote, que no me pareció nada mal una vez tomada posesión.
A los pocos días salimos con destino a Ras Lanuf, un cargadero de crudo en Libia. Tardé bien poco en averiguar que en ese tipo de cargaderos no se atraca ni se desembarca, ni tampoco en ninguno de los restantes “puertos” que podríamos visitar. No. Sencillamente el práctico embarca, detiene el barco en cierto punto guiándose por las boyas, da la orden de largar el ancla, izan una gran manguera submarina que se conecta con el sistema de bombas de a bordo y a cargar en pocas horas. Segunda gran decepción. Visitamos otros puertos en Siria y Líbano, e incluso uno en África (Escravos, en Nigeria), pero lo único que pude disfrutar de esos países fue lo que alcancé a vislumbrar con los prismáticos. Eso si, al pasar cerca de algunas islas interesantes, y examinarlas en detalle, como Creta, Pantelaria, Lampedusa, Linosa, etc., me prometí a mi mismo que algún día las visitaría. Vanos sueños de viajero frustrado.

En mi camarote del PUERTOLLANO, disfrazado de “lobo de mar”
Veníamos a descargar a Cartagena, que tampoco era para tirar cohetes. Allí empecé a entender la advertencia del viejo. Muchas familias subían a bordo durante la estancia en el puerto base, y algunos reencuentros parecían mostrar ausencia de meses, en vez de pocas semanas. La amargura del marino que añora a su familia la viví de cerca con el segundo, Joaquín Valero, con quien compartí la pesada guardia de 12 a 4 e hice amistad. Todos vivían aterrorizados de que nos tocara “el viaje largo”, al Pérsico por Suez, o a Nigeria; esto último ciertamente ocurrió. Su sueño común era pasarse a Campsa, para estar siempre en puerto, distribuyendo refinado navegando de cabotaje. Sin embargo, mis días en ese barco tuvieron una consecuencia inesperada muy positiva; allí coincidí con José Carlos Vega, que ejerció una gran influencia sobre mis ideas y mi futuro. Como ya he relatado los detalles en el prólogo de un libro mío, que también contiene mis primeros escritos de esa época, no insistiré aquí (Contra la religión y otros ensayos, https://www.amazon.es/dp/1093557508/).
RESTO DE PRÁCTICAS
Mi segundo embarque, tras un descanso de dos meses en casa para sacarme el carnet de conducir, fue en el PICOVERDE, buque de la Naviera Miño; un todo a popa de tres mil toneladas y 93 metros de eslora, que hacía línea regular Tenerife, Las Palmas, Alicante, Valencia, con carga general. Me pareció que estar a menudo en puerto, pero sin perder casi días de navegación, era una buena idea. Hay poco que contar, excepto quizá que allí aprendí a padecer y dominar el mareo. Mi camarote estaba en la cubierta del puente de navegación, con lo cual los balances se notaban más; ello, unido al “cuchareo” de la popa en cuanto pasábamos el estrecho de Gibraltar, me revolvía las tripas de un modo que no había conocido antes. Para colmo, como aprovechaba los puertos para adquirir libros de filosofía, ocurrió que en Valencia me hice con la Crítica de la razón pura, de Kant, en dos volúmenes.
La lucha contra el mareo se unió inextricablemente a las duras sesiones intentando descifrar los abstrusos parágrafos kantianos: era sobrevivir o morir en el intento. Pude cantar victoria, aunque siempre he sospechado que mi antipatía por Kant nació gracias al maldito cuchareo de la popa. Lo peor ocurrió un día, en la guardia con el primer oficial, que me tenía manía porque decía, sin razón, que yo me creía “superior” a ellos, cuando me sobrevinieron unas ganas irreprimibles de vomitar. Con gran sonrojo, no tuve más remedio que correr hacía el alerón de babor y soltarlo todo por la borda, con tan mala fortuna que, al coincidir el vaciado con un balance a estribor, las espesas manchas que produje quedaron adheridas al costado del barco. Al llegar a puerto aquel primer oficial, por otra parte buena persona, no desaprovechó la ocasión para calificar aquellas manchas como “marcas de lobo”, mientras las hacía limpiar a un marinero en mi presencia. Nunca volví a marearme en toda mi vida de marino.
Solo estuve pocos meses, pero recuerdo también al tercero, un chico canario, del que aprendí mucho de las bonitas islas, y que sufría mucho por echar de menos a su mujer, recién casado como era. El segundo se llamaba Amado; era soltero y estaba bastante amargado, pero tenía muy buen humor, aunque algo cínico. Las chicas canarias nos gustaban mucho; un día, paseando por Tenerife desde nuestra base del café Atlántico (que aun existe, pero ya no tiene las vistas que solía), nos giramos a mirar a una chica guapísima, cuando va y dice: “No merece la pena, no os molestéis”; al mirarlo con extrañeza, añadió: “Tiene una muela picada”.
En junio de 1971 decidí que ya estaba bien de navegar sin visitar ningún puerto extranjero y disfrutar la vida del marino en tierra extraña, hasta entonces inédita para mi. La Naviera Vascongada me ofreció embarcar en el BANDERAS, un bulk carrier (granelero) de 27 mil toneladas y 180 metros de eslora, casi nuevecito, que solía traer grano desde Argentina. Esta vez acerté en todo, lo cual era importante, pues pretendía terminar mis prácticas allí.

El buque BANDERAS, donde navegué ocho meses
Había varios alumnos más, de Puente y de Máquinas, así que en las comidas nos sentábamos entre nosotros en mesas de a cuatro y nos divertíamos contándonos nuestra experiencias. Ante las obvias exageraciones de algunas historias, desarrollamos un método infalible para detenerlas; al escuchar una de las gordas, sin mediar palabra, los tres restantes nos poníamos, con total parsimonia, la servilleta en la cabeza y continuábamos comiendo como si nada. El interfecto entendía el mensaje en el acto y cambiaba de tema, tras un intento baldío de tímida defensa. Otra gamberrada más fuerte la perpetrábamos con los alumnos novicios. A uno llegamos a cobrarle la luz, expidiendo incluso un recibo con firma y sello; una botella de buen rioja marcó el éxito de la sucia maniobra. Otra de las favoritas era al pasar el ecuador; entonces le decíamos a la víctima de turno que convenía prestar atención al momento exacto, pues por ciertos fenómenos geomagnéticos (ilusorios, claro), se notaba como un descenso brusco, instante que aprovechábamos para tirarle un cubo de agua desde arriba, con el consiguiente pitorreo de los veteranos, inmortalizando el momento con una foto.
El viaje de ida a Argentina, donde nos esperaba la estación contraria del año, lo aprovechábamos para jugar al frontón y nadar en la piscina. ¿Y eso? se preguntará el lector. Pues muy sencillo: llenábamos de agua de mar la bodega del 4, para lastre, donde teníamos incluso un trampolín: la tapa de la bodega, una vez recogida. Asimismo, abríamos la bodega del 7 y bajábamos por la escala hasta el fondo, donde aprovechábamos un mamparo totalmente liso para disfrutar del frontón, especialmente con un compañero vasco, que sabía bastante.

Tras un buen baño en la “piscina” del BANDERAS
Allí disfrutamos mucho de la generosidad de los oficiales. Nuestro salario, de unas cuatro mil pesetas mensuales, no daba para mucho, así que en los puertos argentinos nos pegábamos a ellos, que nos invitaban de buen grado a cenar y a copas. Yo tenía un gran aguante para el alcohol, así que a menudo me tocaba volver con los que iban “cayendo” y casi no se tenían ya en pie. Una noche que estábamos en un tugurio porteño (bonaerense), en muy buena compañía, tuve que coger un taxi al barco y volver hasta tres veces. En otra ocasión el segundo oficial, un cántabro con muy buen humor, llegó a bordo incluso más tarde que todos nosotros. Yo compartía camarote con un alumno de San Sebastián, loco por el kárate, que me maravillaba con sus exhibiciones y discursos en defensa de ese arte. Esa noche, ya en las literas, oímos fuertes ruidos y voces gangosas en la puerta del camarote del segundo. Salimos a ver y nos lo encontramos con un individuo que resultó ser su hermano, que vivía en Uruguay, y que hacía mucho que no veía. Entre los dos estaban tratando de introducir la llave en la cerradura, con escaso éxito, mientras casi se caían entre risotadas y canturriadas de borracho. Los dejamos compartiendo cama vestidos y nos volvimos a nuestras literas.
Las chicas argentinas nos envolvían irremisiblemente con su habla dulce y sus sonrisas insinuantes, así que en cada a puerto había algo que contar, aunque casi siempre la cosa no pasaba de escarceos y retozos. Ahí comprendí otro de los dramas del marino: nunca había tiempo ni lugar de intimar realmente con una chica, a menos que pagaras, claro. Una noche, en un bar muy agradable de la capital, lleno de bonitas chicas, digamos fáciles, aunque no prostitutas profesionales, llegué a sucumbir a la tentación, que como se sabe es la única forma de librarse de ella. Era una chica encantadora, agradable y dulce, así que le propuse que fuéramos a un hotel, cosa que no le sorprendió nada. Un taxi nos llevó al lugar que ella dispuso, donde nos pusimos a la tarea nada más entrar en la habitación, aunque no sin preguntarle: “Tu estarás bien, ¿verdad?”, a lo cual respondió con un claro y algo ofendido “Por supuesto”. Yo nunca había ultimado dentro; en la época era difícil pasar del clásico “la puntita, ¿eh?, solo la puntita”, así que ahí me estrené. Ante mi inexperiencia al tratar de sacarla por las buenas, me frenó con un “Oye, que estás en una cama, hombre”, procediendo a tomar las precauciones necesarias para salvaguardar las sábanas. Al poco conocí la canción “La primera”, de Serrat, y, aunque no hubo nada sórdido en mi primera vez, no pude menos de reconocer algunos elementos de la letra en mi propia experiencia. Nunca repetí.
Los viajes al hemisferio sur tenían el factor añadido de conocer y reconocer estrellas “nuevas”, nunca antes vistas más que en los libros. Yo hacía la guardia con el primer oficial, de 4 a 8. Era un gallego muy callado, capaz de aguantar las cuatro horas de un lado a otro del puente sin decir una sola palabra. Al momento de amanecer, o atardecer (los escasos minutos durante los cuales se ven los astros y el horizonte simultáneamente) entraba en el cuarto de derrota (donde se guardan las cartas de navegación, los libros de faros, etc.), cogía un sextante y decía solo esto: “¿Me tomas el tiempo?”.
Tomaba siempre la altura de tres estrellas, a cuya voz de “top” yo anotaba el minuto y el segundo exactos de cada altura. A continuación el hacía lo propio para mí y enseguida nos poníamos con la tabla de logaritmos a calcular el punto de corte de las tres rectas de altura, que casi siempre nos llevaba a la misma posición exacta a los dos.
Al entrar al Mar del Plata, ya próximos al puerto de Buenos Aires, embarcaban dos prácticos, a menudo con pinta de indios, que se turnaban en el puente; mientras uno mandaba el buque por los meandros del Paraná, sorbiendo con su bombilla mate tras mate (siempre pedían litros de agua bien caliente), el otro dormía. Los oficiales teníamos poco que hacer, excepto disfrutar de las hermosas vistas del inmenso río; no hay nada parecido a navegar con un gran buque por un río, de día y de noche, como pude más tarde confirmar navegando por el Guadalquivir hasta Sevilla, con el mismo barco, y por el Mississippi hasta Baton Rouge, ya como piloto. Se llegaba hasta Diamante, muy cerca de Santa Fe, donde se cargaba más o menos media carga, de maíz, sorgo, soja, u otro grano típico de la zona. Aun con media carga a veces se rozaba el fondo, momento en que los oficiales nos asustábamos, pero que dejaba impasible la cara del práctico de turno. Se terminaba la carga en Buenos Aires.

La infinita pampa argentina, navegando por el río Paraná en el BANDERAS
En Diamante tuve que ver con una simpática chica, para llegar a la frustración, ya vieja conocida: marchar sin ultimar. Y lo mismo en algún otro cargadero, pero se trataba de lugares muy pequeños, con bares algo cutres.
Rosario era diferente; allí si que había sitios excelentes para conocer chicas agradables y parlanchinas, a las que les hacía mucha gracia eso de conocer marinos españoles. Recuerdo a una tal Liliana, seductora morena que al bailar conmigo, bien apretaditos, me hacía estremecer; y ahí lo dejo. Fue precisamente en Rosario conde conocí a Noemí. Ella era estudiante de filosofía, carrera que yo tenía en mente comenzar al lograr el título de piloto, lo cual aumentó nuestro interés mutuo. Como es sabido, el enamoramiento tiene dos ingredientes esenciales: atracción y curiosidad, así que casi nos enamoramos, por más que, aunque nos vimos en dos viajes diferentes, no pasamos de algún que otro beso; no había ocasión ni tiempo, y las chicas “decentes” no se prestaban a más. Nos escribimos durante algún tiempo, y ella me envió libros de filosofía que no se podían comprar en España. Y así hasta que yo conocí, en el curso de pilotos, a la que sería mi primera mujer, momento en el que le escribí a Noemí para comunicarle la ruptura. Su amarga pero comprensiva respuesta nos emocionó.
En Sevilla pude disfrutar un par de días de mi numerosa familia en una entrada célebre por el Guadalquivir, donde por entonces rara vez atracaban barcos de ese tonelaje y calado. En otra ocasión fuimos a Tarragona a descargar, lugar donde vivíamos desde 1963, en que dejamos Sevilla. Fue una entrada magnífica en el puerto, en un día soleado, con el muelle lleno de gente, entre ellos mis padres y mi hermana pequeña.
La cosa se me hizo muy corta y desembarqué en febrero de 1972, anotando en mi cartilla de navegación, tras el concepto “Motivo del desembarco”, las mágicas palabras: “Fin de prácticas”. Mis 400 días de mar estaba cumplidos, así que rápidamente me planté en Barcelona a matricularme para el curso de pilotos, donde me reencontré con mis viejos colegas, todos impacientes por contarnos nuestras experiencias, y reemprender la diversión en la gran ciudad, tan bien conocida.
EL CURSO DE PILOTOS
Del curso de Pilotos recuerdo muy poco desde el punto de vista académico; me pareció más bien un trámite, y los exámenes más bien facilones. Pero recuerdo muy bien la vida allí con mis amigos durante esos meses. Manolete, el Nene y yo alquilamos un viejo y renqueante piso en la calle Juan de Austria, pasado el parque de la Ciudadela. Angelín, quizá viéndose venir nuestras correrías, y dada su doctrina de “evitar el riesgo”, prefirió volver a su pensión del Borne.
El piso era para contar y no parar. No tenía ducha, solo váter y lavabo. Pertenecía a una pareja de viejecitos que nos lo alquilaron de mala gana, no sin cierta aprensión por lo que harían tres marinos jóvenes, con ganas de juerga.
Seguramente por esa razón nos advirtieron de que una habitación quedaba clausurada, y que ellos vendrían los miércoles a cenar y a dormir en ella. Era un espectáculo verlos entrar, sacar su comida ya preparada de un cesto, y sentarse en la diminuta mesa camilla, al lado de la mesa grande del comedor, donde estudiábamos. Según la versión oficial ello se debía a que echaban de menos una vivienda donde habían residido muchos años, donde nacieron sus hijos, y que les traía muy buenos recuerdos. De todas formas no molestaban y se marchaban muy temprano al día siguiente.
Estudiábamos mucho, esa es la verdad, pues queríamos asegurar el ansiado título, para navegar ya con un buen sueldo. Manolete y yo compartimos una buena habitación, y al pobre Nene, que llegó algo más tarde, le tocó la más pequeña y oscura. Las sesiones de estudio eran intensas, pero siempre había alguien que se cansaba antes y comenzaba siempre igual: “¡vámonos!”, y al poco repetía “ ¡vámonooos!”; cuando un segundo se le unía ya toda resistencia era inútil: había que dejarlo. Nos apañábamos bien con las comidas; al mediodía comíamos los cuatro en el “barrio de los vinos”, al lado de Correos, bien en O nabo de Lugo, bien en La poste, o en algún otro figón, por solo 40 pesetas. Ahí Angelín y yo nos aliábamos y siempre escogíamos un menú donde hubiera alubias, que nos pirraban a ambos; al protestar los otros dos, indefectiblemente repetíamos el mismo argumento defensivo: ¡tenéis también otros primeros! Las cenas eran ya en casa; comprábamos generalmente algo de carne para freír rápidamente, y desde luego muchos huevos a la cubana. Al no haber ducha solíamos ir al club de la EON, donde disfrutábamos mucho de las instalaciones, desaparecidas hace largo tiempo.
Había una chica que nos visitaba, sin saber nosotros como nos había descubierto. Era feíta, pero muy audaz en sus coqueteos con nosotros. Le abríamos de mala gana pues no nos dejaba estudiar bien. Un día se pasó mucho, llegando incluso a decir que nos iba a hacer un striptease, con tal de que le hiciéramos caso. Ahí yo no pude más, me levanté y anuncié: “Pues ahora nos lo vas a hacer de verdad”, dicho lo cual procedimos a llevarla al dormitorio y a desnudarla casi totalmente. Al ver yo que en ese punto la cosa podía desmadrarse más de la cuenta, corté en el acto; la dejamos vestirse en paz, hecho lo cual desapareció para siempre. Fue un susto para ella, y una broma de muy mal gusto por nuestra parte, que de ocurrir ahora nos hubiera podido costar un disgusto serio. Eran otros tiempos.
La salidas eran siempre al barrio de los vinos, a ligar con las chicas que pasaban por allí, y a atiborrarnos de vino tinto peleón en cualquiera de los muchos bares llenos a reventar. El problema era que Angelín, en cuanto empezábamos a hablar con alguna chica, desaparecía sin avisar, así que teníamos que correr en su busca. Al alcanzarle nos reprendía: “¿no hemos salido los cuatro? pues así debemos continuar”. Su temor a la chicas, argumentado desde su consabido “hay que evitar el riesgo”, nos llevaba a veces a quedarnos los tres solos. En una de esas ocasiones acabamos en la Plaza Real, donde nos tomamos una cervezas en una mesa exterior. Al tener Manolete que ir al váter, el Nene y yo le gastamos una broma pesada; sabiendo que el no llevaba dinero, desaparecimos y nos escondimos tras una de las columnas para disfrutar a fondo de lo que pasara. Manolete salió, y al no vernos en la mesa se vio venir la trastada; el camarero, ya mosqueado al verlo solo, y temiéndose que hiciera también un “simpa”, se acercó a el y le reclamó el importe de la consumición de todos. De lejos los vimos hablar, Manolete muy tranquilo, hasta el punto de que ya se quitaba su reloj como pago, momento en que aparecimos riéndonos a carcajadas.
En otra ocasión, en la misma plaza, y tras varias rondas de copas por el recorrido, descubrimos a tres chicas sentadas en el mismo bar, casi casi en “nuestra” mesa. Dos de ellas eran ya treintañeras, si no más, pero había una muy joven, con una mirada que me pareció muy interesante, así que les propuse que nos sentáramos con ellas. La idea no les hizo gracia pero, al verme tan atraído por la joven de mirada intensa, cedieron y se dedicaron a dar conversación a las dos talluditas, dejándome el terreno libre con la jovencita. Yo me preparé a fondo, saqué mi cajetilla de Dunhill, comprada en Canarias, le ofrecí uno, que aceptó, y tras encendérselo con galantería, comencé a sondearla, para investigar que cosas le podían interesar de mi.
Enseguida descubrí que estudiaba primero de filosofía, así que la cosa se puso fácil. Era preciosa, aunque algo bajita, de pelo largo castaño, con una mirada desafiante y la forma de hablar más inteligente que yo había conocido nunca.
Intenté interesarla en mi todo lo que pude; le hablé de mi carrera de marino, de los muchos libros de filosofía que había leído, incluido el mareante Kant, cosa que le impresionó profundamente, así como de mi proyecto de matricularme en filosofía ese mismo año, tras obtener el título de piloto.
La cosa se alargaba ya demasiado y mis amigos me lanzaban furibundas miradas de hito en hito, así que llegó el momento cumbre; había que pedirle el teléfono, con lo cual me arriesgaba a que me lo negara, o me lo diera falso.
Procuré pedírselo con gran aplomo, como sin darle importancia; al decirme ella que buscase un papel donde anotarlo se me ocurrió una argucia para impresionar más: anuncié que, viniendo de ella, sería imposible de olvidar, por más que yo quisiera. Ello provocó una gran sonrisa y una dulce mirada, que me taladraron sin remedio. Nos despedimos, y al torcer la esquina le pedí con desesperación a mis amigos un papel; no tenían, así que apunté el número en un billete de veinte duros de aquellos marrones, que guardé con gran cuidado, y seguimos la noche. La chica se llamaba María Teresa, tenía solo 18 años, y la llamé al día siguiente por la mañana, para comprobar, con alivio, que el número era bueno. Yo tenía solo 20 años; poco podía imaginar entonces que ella sería mi gran amor de juventud y que nos casaríamos al poco tiempo, en trágicas circunstancias. Dejo la historia para la siguiente y última entrega, a falta ya de espacio en esta.
No puedo terminar sin decir que salimos los cuatro orgullosos pilotos de la marina mercante en junio de 1972. Lamentablemente les perdí totalmente la pista durante muchísimos años. A Manolete lo vi casualmente en 1974, solo durante unos minutos (la lancha esperaba), al relevarle como tercero en el BAHIA GADITANA. Con Angelín estamos en contacto desde hace cosa de un año, y al Nene y su esposa tuvimos el gusto de invitarles el verano pasado a comer en nuestra casa de Asturias, a lo que ellos correspondieron al poco. Ojalá este maldito virus afloje pronto y podamos reanudar una relación que la vida y sus problemas no nos permitieron mantener.