El práctico acudió a mar abierto, lejos del delta común de los ríos Mosa, Rin y Escalda donde más de cien barcos maniobraban. Nuestro destino era Rótterdam, conocida como “La Manhattan del Mosa”, a orillas del río que le da nombre y a unas 15 millas aguas arriba, y cuyo puerto, Europoort, era el más grande de Europa. Nos atracó en un trozo de muelle de media eslora nuestra, quedando la otra media en mitad de uno de los múltiples canales y amarrada con coderas y esprines.
Me propuse, tan pronto tocara tierra y estuviera libre de guardia, investigar los pormenores históricos que sustentan la leyenda del “Holandés errante”, velero que había visto horas antes con nitidez entre la bruma y cuya historia empezara a contarme el primer oficial en nuestra guardia a proa. Así que al día siguiente, en uno de los traqueteantes tranvías, me dirigí a la Station Central, el centro neurálgico de la ciudad. Dentro del grandioso edificio pregunté a una azafata por Le Vaisseau Fantôme en el francés de mis correrías.
- The Flying Dutchman —respondió en un inglés del que poco sabía.
- El holandés errante —dije en castellano con voz dubitativa.
Después de una breve consulta, me dijo en un castellano sin acento que ese bar estaba en Ámsterdam, en el Barrio Rojo. Le respondí que no buscaba bares, ni mujeres, porque para mujeres guapas ya tenía una delante.
—Gracias —dijo—, y me dejó seguir. Lo que busco —continué— es documentación relacionada con el barco “El holandés errante”. Otra breve consulta y me dirigió a la Escuela Oficial de Náutica en cuya biblioteca se guardaban todos los documentos de la navegación colonial. Le pedí que anotara en una de sus hojas con membrete el nombre y dirección y que explicara el objeto de mi visita a la biblioteca. Así lo hizo y en prueba de gratitud la invité a cenar tras decirle mi nombre. Aceptó entre encantada y sorprendida. La recogería al finalizar la jornada, a las 17 horas, en el mismo lugar. Me enseñaría algo de la ciudad, poco, ya que se cena a las seis de la tarde.
—Me llamo Jouke Damen —dijo al tenderme la mano.

Puerto de Rotterdam
Un taxi me dejó ante el edificio al que me dirigía. La biblioteca estaba en la planta baja, donde estudiosos alumnos de uniforme aprovechaban el tiempo. Presenté a la encargada mi libreta de navegación y el escrito de Jouke y sin mediar palabra ni siquiera gestos universales de acercamiento me llevó a los estantes de los documentos oficiales. Disponía de varias horas por delante pero aquello necesitaba meses para tan solo ojear, no estudiar, los contenidos. Empecé a pasar páginas y páginas de diarios de navegación, de libros de cuentas, de correspondencia cruzada entre consignatarios y navieros y vi precisos y preciosos portulanos y detalladas cartas de navegación. A las doce tomé en la cafetería un sanwhich de york y queso con una botella de leche fría, para volver de inmediato a mi revisión de documentos. Con los ojos resecos, por el fijo mirar, un suave sonido de timbre me hizo mirar el reloj. Eran las 16,30 horas, faltaba media hora para cerrar, lo que me recordó la cita para la cena. Empecé a devolver a las alacenas todo el material ojeado y los no abiertos, cuando de uno de estos últimos cayó un sobre grande en donde pude leer, más bien descifré, un nombre: Joseph Conrad. Presentí que aquello sería importante y que nadie lo echaría en falta ya que estaba allí como podría haber estado en cualquier otro sitio. Animado por este pensamiento guardé el sobre con su contenido en el bolsillo interior de mi chaquetón. Di las gracias a la bibliotecaria con sonrisas y movimientos afirmativos de la cabeza, a la vez que con la mano les hacía ademanes de despedida. Otro taxi me dejó ante la Station Central cuando su gran reloj campaneaba las 17 horas. Me dirigí al stand donde estaba Jouke, desprovista ya de su uniforme de azafata, envuelta en un abrigo ligero con zapatos a juego de alto tacón y con un precioso pañuelo de seda sobre su cuello que cerraba por delante del pico del abrigo. Su cara ovalada se embellecía con unos medianos, pero brillantes ojos azules y su pelo dorado caía sobre sus hombros en una corta melena.
—Estás guapísima —dije a modo de saludo. Eso era lo que pensé al verla.
—Gracias —respondió. Pensé que no vendrías. Para añadir a renglón seguido:
—¿Has encontrado lo que buscabas?
Le dije que no pero que al salir de la biblioteca un joven fumado me había ofrecido un sobre con documentos que pertenecían a su familia, pero que tenía que venderlos por necesidad. Así que por el precio pactado, diez goldens, era el nuevo propietario del sobre y su contenido al que tildé con lirismo borgeano: “Manuscrito hallado en un sobre de Joseph Conrad”.
Jouke sugirió que me gustaría el restaurante, comida internacional, situado en el último piso del Euromast, la torre símbolo de la posguerra, desde donde se divisaba la ciudad iluminada a la que daba luz y color el intenso tráfico mercante y las barcazas de carga en los canales.
Camino de la torre se paró ante la famosa estatua “La Ciudad Destruida”.
—La ciudad se tuvo que reconstruir entera después de la segunda guerra mundial.—comentó.
El restaurante era selecto. Su decoración le permitía el gentilicio de cualquier ciudad occidental. Cenamos en un ambiente de conversación fluida. Ella quería ser azafata de cruceros y yo quería ser capitán de la mercante. Teníamos 18 años y todas las ilusiones intactas. Servido el café expreso y la copa de ron con mondadura de limón y ella con su copa de advocat le entregué el sobre, con temor reverencial. Ella lo abrió y pude ver unos folios manuscritos y un pergamino de rancio abolengo.
- El texto está en inglés y el pergamino en holandés —dijo.
- Traduce —dije con una emoción que todavía percibo hoy con toda nitidez.
Así lo hizo. Yo copié en folios de su stand al pie de la letra lo que ella iba diciendo en su preciso castellano. El final de la traducción casi coincidió con el cierre del local que con su cierre exterior completo de vidrio templado permitía contemplar la ciudad desde esa altura ofreciendo una vista aérea de sorprendente belleza. Un taxi nos llevó a su casa. Ella, educada, me invitó a entrar pero argumenté que no podía, que al día siguiente empezaba la descarga y tenía jornada laboral completa. Le ofrecí que por la tarde la podría recoger en el mismo lugar y hora.. —Cenaremos en mi casa—respondió—. Un beso puso fin a un estupendo día.
- Hasta mañana —me despedí, lanzando un beso volado, antes de seguir en el taxi hasta la escalerilla del barco.

Puente de Rialto, sobre el Gran Canal
A bordo, busqué al primer oficial al que encontré, como no, leyendo a Baroja con un vaso de Chivas con un cubito. Le conté alborozado las pesquisas del día y los documentos que tenía en mi poder y que le mostré al instante. Abrió el sobre, vio el texto manuscrito y el portulano y me ordenó con voz autoritaria, diría que algo impostada por su afición a teatralizar todo lo que lo envolvía que los devolviera al día siguiente en el tiempo de la comida.
- Y ahora lee lo que traes escrito. Empieza donde yo lo dejé —dijo, más como una orden que como una invitación.
Algo Intimidado por el tono autoritario en el que creí percibir cierta ansiedad comencé la lectura.
“El velero con toda su tripulación recaló en Venecia un martes de carnaval. La ciudad era una explosión de color y de luz, poblada de suntuosos disfraces y de vistosos fuegos artificiales. El capitán, lujosamente ataviado, desembarcó y desapareció entre aquella algarabía. Una mujer, de blanca máscara, envuelta en un vestido azul indescriptible, desde el centro del puente sobre el Gran Canal miraba con aparente indiferencia todo cuanto la rodeaba. El capitán la vislumbró en la distancia y corrió hacia ella. Al llegar a su lado, la tomó en brazos y exclamó:
- Presiento que eres tú.
La dama apartó la máscara y dejó al descubierto su belleza juvenil.
- Por fin has llegado —dijo a modo de respuesta abrazada a su cuello—.Llevo muchos años esperándote.
- No serán muchos comparados con los que llevo buscándote. Además eres muy joven.
- Te espero desde niña—respondió la joven. Me llamo Elsa y esta es mi historia Una noche de tormenta llegó al castillo de mi padre un anciano pidiendo asilo, que encontró. Tras cenar y antes de retirarse al aposento que los criados habían preparado, hizo un ofrecimiento. Soy pintor y quiero corresponder a vuestra generosa acogida, si me proporcionáis el material necesario, con un retrato de vuestra hija a los diecisiete años. Al cumplir esa edad, con el vestido que pintaré debe acudir cada martes de carnaval al puente sobre el Gran Canal, porque allí encontrará el amor que trasciende el morir. Mi padre accedió y le proporciono todo lo necesario. Estaba intrigado por la profecía, a la vez que deseoso de ver el rostro que yo tendría diez años después. Un mes después el anciano desapareció. Había dejado sobre el caballete el cuadro que había prometido. Mi padre mandó confeccionar el precioso vestido tal y como figuraba en mi retrato. Y en mi decimoséptimo cumpleaños aquí me tienes en este martes de carnaval donde espero el amor de mi vida.
- ¿Sabes quién soy? —inquirió el alucinado capitán.
- No me importa quién seas—replicó Elsa. Nuestro amor trasciende el morir.
El capitán le contó quien era. Cuando concluyó su historia pensó que Elsa lo abandonaría en ese mismo instante.
- Ahora sé quién es y cómo se llama el amor de mi vida. Hagamos de la necesidad virtud. Tenemos que pensar en nuestra descendencia. Haz que tu tripulación recorra la ciudad, cuente que me has raptado, y pide que te llenen el barco de oro, con la promesa de mi libertad y la de no aparecer más por el puerto ni atacar su flota.
Así lo hicieron, y en pocos días en el barco se estibó tanto oro que se rebasó la línea de flotación del mismo. Elsa se acercó a su lloroso padre.
- No llores por mí, padre querido. Me voy con el hombre al que amo y me ama con un amor que trasciende el morir.
- La leyenda dice —interrumpió don Cecilio— que el barco zarpó y con todo su velamen al viento fue tragado por el mar en la misma bocana del Gran Canal.
Lo miré sorprendido y el preguntó: con gesto cómplice.
- ¿No quieres saber el final de la historia?
- ¿No terminó así? —inquirí, todavía no repuesto de la emoción de cuanto había leído.
- Esa es la leyenda. La historia es que el barco recaló en un puerto lejano en donde cambiaron de nombre, y como al socaire del oro se abrigan los intereses creados, la tripulación se dispersó por otros lugares, bien provistos todos sus miembros de abundante ración del dorado metal. Guillermo y Elsa tuvieron varios hijos, y una flota de barcos que hacían travesías en tiempos imposibles de igualar, por lo que su prosperidad fue en aumento, fiel al sentir neo-testamentario: “al que ame mucho se le dará mucho y al que no ame se le quitará hasta lo poco a lo que se aferre”.
- ¿Y cómo sabe Vd. la historia con tanta precisión? —dije admirado
- Una joven con la que tuve relaciones me la contó.
- ¿Y usted la creyó?
- Guillermo y Elsa eran mis antepasados.