“La verdadera vida de Antonio López y López” continúa con el tramposo melodrama en el cual Francisco Bru miente incluso cuando afirma que escribió el líbelo “Fortunas Improvisadas” (1857) con 18 años, cuando en realidad tenía 25 años. ¡Qué empeño en rebajar la edad de él y la de sus hermanos para demostrar la presunta indefensión de todos ellos frente a su malvado cuñado! Andrés hijo y Antonio López solo se llevaban 11 años; sin embargo, para Francisco su hermano era un pequeño en relación con el cuñado. Si se permitía tergiversar lo constatable por cualquier coetáneo, de qué no sería capaz de mentir.
Volviendo al tema. La familia política siguió desconfiando de López y acabó querellándose contra él. No sin grave consecuencias: ruptura familiar irreparable, amenazas, pleitos con sus costas y gastos, estrecheces económicas, boicot implacable en Barcelona por parte de López, madre desolada y empobrecida, pérdida de reputación, chantaje, auto de prisión, huida de la Justicia, persecuciones incluso en el extranjero, odio visceral, venganza… Estos son los principales agravios personales y líos familiares plasmados por Francisco Bru en los episodios del libro de 1885. Lo único claro de todo ello fue el acuerdo de compromiso que los herederos firmaron en junio de 1863. Los cinco hermanos, dice Pancho, se repartieron otros 45.000 duros. ¡Vaya ruina!, muy poco para tener que pagar tantos platos rotos familiares y personales. Les salió demasiado caro.
Las escrituras notariales aclaran algo lo sucedido. El enfrentamiento de Pancho con López acabó por arrastrar a su madre y a sus hermanos Andrés, Ramón y Caridad, también al cuñado Rafael Masó Ruiz de Espejo, marido de Caridad. La viuda, nombró apoderados a Francisco Bru y a su otro yerno, Rafael Masó, para exigir a López las cuentas claras y el control de la fortuna obtenida de las desinversiones que había realizado en Cuba. Este pleito se ganó a medias. Los jueces aprobaron cómo A. López gestionó en Santiago de Cuba la herencia de su familia, pero le retiraron la custodia del dinero recaudado en dichas operaciones.
El acuerdo final y definitivo entre todos los implicados se alcanzó tras la venta de las fincas de Ricardo Bell. Redondeando lo heredado (no me queda del todo claro), los herederos pudieron repartirse en total unos 100.000 duros, más del doble de lo admitido por Pancho Bru, quien, debido a su irreductible intransigencia, al final estuvo representado en los pleitos por su otro cuñado, Rafael Masó Ruiz de Espejo.
La fortuna de Andrés Bru Puñet habría que contextualizarla con la de sus parientes: los Baradat, Masó, Espina…, también indianos procedentes de Santiago de Cuba que recalaron en Barcelona antes de 1850. Grosso modo, eran ricos sin demasía y gozaban de un patrimonio, digámoslo, sin seguridad, en torno a 500.000 pesetas, lo cual no estaba mal para Andrés Bru Puñet, quien ni siquiera está acreditado que tuviese ingenios azucareros o casa de comercio en Cuba. Esta herencia cuadra más con los 40.000 duros que él aportó en 1.825 al matrimonio con Luisa Lassús que con las exageradas sumas que, según Pancho Bru, fueron hurtadas a su familia por López.
Francisco Bru aceptó el acuerdo general para hacerlo posible y acomodarse a los demás, pero por supuesto no se conformó: “A pesar de aquel arreglo yo no me daba, ni jamás me he dado por pagado, de lo que me pertenecía.” Siguió acusando a López, por ejemplo, de dar a sus cuñados parte de la herencia en acciones ferroviarias que se desvalorizaron por la crisis de 1866 y denunciando a su hermana Luisa de ser cómplice de lo sucedido.

Andrés hijo fue uno de los perdedores con las acciones recibidas y en su testamento, aparte de sentirse agradecido con su hermana Caridad, lamenta que le hubieran embargado su casa en Cuba por culpa de su hermano Francisco. Sería un indicio más de la mohína familiar que provocaron los pleitos con A. López. Aun así, legó a este hermano el reloj que le prestó cuando salió al extranjero, y otro reloj a su hermano Ramón. Es evidente que Andrés hijo no tenía una fortuna al morir si encima dejaba de albacea a Caridad.
Pancho calla que dichas acciones y otras de diverso tipo eran parte de la herencia, no las había comprado López exprofeso para repartirlas. En todo caso, la crisis de 1866, como sucede con los cisnes negros, no era predecible dos años antes. Para colmo, Francisco Bru culpa de la muerte de su madre (1871) y de su hermano Andrés (¿1875?) “al peso de tantos disgustos, de tantos temores y de tanta miseria como habíamos pasado; que no se cae impunemente de una situación de opulencia como la que nosotros teníamos.” En este pasaje también arremete largo y tendido contra su hermana Luisa: “Ahora devota… muy devota. ¿Son los remordimientos?” La acusa de todo, va de sí, porque esto es una constante en las obras de Pancho
Resumiendo. Los Bru-Lassús salieron malparados con las querellas y enfrentamientos familiares. Los pleitos judiciales les supondrían un dineral y el reparto final de la herencia quedó en el aire ocho años hasta que hubo sentencia firme. Y, claro está, Antonio López no iba a dar lo mejor de sí mismo en la gestión del patrimonio de unos parientes que le aborrecían y le encausaron. Para entonces, él ya estaba en otra onda, con proyectos y sumas de envergadura. Le absorbían ya los grandes negocios que acaparaban su esfuerzo y tiempo: la fundación de la naviera (1857), el edificio de la plaza Medinaceli en Barcelona (1859), la guerra de África (1859-60), la concesión del correo marítimo a las Antillas (1861), y la fundación del Crédito Mercantil (1864).
Por el contrario, para los Bru-Lassús fueron años de ruina, patente en el cambio de domicilio. La familia pasó de vivir en la excelencia de la calle Llauder, en lo mejor del Pla de Palau, a la sombría y deteriorada calle Serra, de tres metros de ancha, en el casco viejo. Lo peor de todo es que quedaron rotos los puentes con su potentado pariente López, salvo el fino hilo que les unía con su mujer Luisa, quien con sus hijos siguió visitando a su madre hasta que esta murió, momento en que se rompió, escribe Pancho, el precario trato que su hermana mayor aún mantenía con ellos.
Otra prueba de dicha ruina familiar fueron las estrecheces en que acabó Caridad, la hija pequeña de los Bru-Lassús, esposa de Rafael Masó Ruiz de Espejo. A este último le salió fatal dar la cara, al poco de casarse, por su familia política contra Antonio López. Aceptó ser el apoderado de ellos y el representante de Francisco Bru ante los tribunales. Un error. ¡Cómo para contar con su exitoso pariente López! cuando le fueron mal su naviera y casa comercial que tenía con su padre Rafael y su hermano Gaudencio. Quebró y se quitó del medio dejando tan desasistida a su esposa y sus dos hijos que los tres pasaron a depender de las ayudas de Antonio López. El resultado es palpable. Luisa Bru Lassús legó una herencia de millones de pesetas, mientras ella dejó sólo 29.110 pesetas cuando murió el 8 de mayo de 1880, un cuarto de siglo antes que su hermana mayor Luisa (1905). Esta calamidad la reflejó Pancho entre veras y mentiras:
Mi hermana Caridad, quedó sola [Pancho oculta por qué] teniendo dos hijos, de resultas de lo cual quedó en situación bastante miserable. Como yo andaba de seca en meca por el mundo ganándome la vida no tuvo más remedio que arrimarse a la esposa de López para sacar del cuñado lo que pudiese, y López después de humillarla… le designó al fin una pensión de 33 duros, a trueque de que sería buena cuñada, diciendo siempre… que gracias a él podía dar a su hijo mayor la carrera de médico.
Francisco Bru tergiversa cuanto puede, como cuando asegura que los López-Bru humillaron a Caridad dándole una pensión que se la cobraron haciendo de ella el “perro guardián de su palacio Moja, cada vez que él [Antonio López] y su mujer se marchaban de Barcelona, o se iban a veranear.”
Los archivos desmienten estas acusaciones de F. Bru. Las relaciones familiares de Caridad y los López-Bru se habían encarrillado al extremo de que ella nombró albaceas a Antonio López, Claudio López y Eusebio Güell. Más aún, A. López tuvo especial cuidado de nombrar un tutor de campanillas, Emeterio Alcobé Comas, para los dos hijos huérfanos de Caridad. Este era no solo un apoderado especial del Grupo Comillas, sino una de esas personas que, junto con su secretario personal Eliso Olalde, gozaban de la máxima confianza del marqués. Ignoro qué fue de la hija de Caridad, pero el hijo Amaro fue médico afamado con la ayuda de los Comillas. Y lo que Pancho Bru califica de “perro guardián” del palacio Moja, es decir, de hacerse cargo de éste, prueba las relaciones de confianza que gozaba Caridad con los López-Bru años después de haber pleiteado contra ellos por las herencias.
El testamento de Caridad es revelador: “Perdono a mi esposo los disgustos y penas que me ha ocasionado … Prohíbo a mi esposo Don Rafael Masó pueda de ningún modo…” Poco cuidado, éste residía en Cuba como comerciante tras abandonar a su familia. Sin embargo, ella expresa afecto por su hermana: “También lego a mi buena y querida hermana Doña Luisa el tremol [aparato de música], que está en el salón, como recuerdo de familia”; y a su sobrina Isabel López, el tocador. Su hermano Francisco se tuvo que contentar al recibir “como recuerdo de mi persona, uno de los muebles, el que más le guste”, encargándole la venta del mobiliario, sin referirse para nada a la cuantiosa cantidad de dinero que, según publicó Pancho en 1885, le debía o le guardaba Caridad.

Del hermano pequeño Ramón, ya hemos señalado algo. Se casó con María Bonay (¿?), se enraizó en Cuba donde dejó huella como destacado masón, le denegaron en 1875 formar un batallón de voluntarios contra los insurrectos, se ignora a qué se dedicó tantos años en Cuba y murió entre 1885 y 1895.
De Pancho Bru conocemos poco más de lo que dice de sí mismo en sus libros y cartas. Lo que le conviene, trasluce o se descuida. Del libro de 1885 se desprende lo que podría considerarse una manía. Según él, los López le persiguieron durante buena parte de su vida y allá donde viajase. Hay párrafos tan delirantes que se cura en salud negando que lo son:
Parecerá un delirio lo que estoy contando (…) [En Boston] millares de personas estaban en el muelle esperando mi desembarque. Apenas puse los pies en tierra, me acometieron con una gritería tan infernal, y con la determinación tan resuelta de arrojarme al mar, que sin un caballero francés que me defendió denodadamente con peligro de su vida, y la llegada de la policía que dispersó a los amotinados, López hubiera logrado entonces deshacerse del único hombre que le había sabido hacer cara (…) Una noche en París, me vi atacado por tres hombres que se arrojaron encima, recibiendo de uno de ellos una terrible herida en la mano derecha (…) ¿Quiénes eran? ¿Quiénes los mandaba?… lo ignoro. Calcule el lector quién pudo ser.
F. Bru se cree víctima también de la persecución verbal y, no menos, del boicot a sus iniciativas empresariales. De los platos rotos, él fue el más descascarillado y el que más años duró.