Han pasado casi tres años desde que una alcaldada retiró la estatua de Antonio López dejando su monumento desmochado a la espera de que el Ayuntamiento lo resignifique con una intervención artística que plasme su repudio a quien fue el mayor empresario español del siglo XIX. La plaza mantiene su nombre, no se ha vuelto a vandalizar el conjunto escultórico… y la defenestración del marqués de Comillas quedó en un monumental intento de teñir de prejuicios políticos el espacio público. Cosas de Ada Colau, quien cambió el megáfono de activista por la brocha para colorear la ciudad, no solo sus calles, también su estética con los valores alternativos propios de una sedicente izquierda de índole radical, hoy varada en la impotencia manifiesta de pretender cambiar mucho con solo retocar aspectos superficiales. Como al aplicar la memoria histórica a modo de urbanismo táctico de quitar símbolos, renombrar calles, sembrar a boleo placas explicativas, montar actos y exposiciones de reafirmación y autobombo ideológico. Todo muy lampedusiano de manual (que algo cambie para que todo siga igual), mientras los problemas de la ciudad se agravan y amontonan.
Antonio López delata la excepcionalidad de Barcelona. Sigue siendo la única estatua retirada en toda España en relación a la esclavitud y al colonialismo a pesar de la ola del “Black Lives Matter” que barrió el pasado verano Estados Unidos y parte de la Europa con ex imperios coloniales. Y el Ayuntamiento de BComún tampoco tomó acciones similares ni de menor rango contra algún otro indiano que recaló en la ciudad después de enriquecerse en Cuba. No se explica este proceder sin la decisión política de personalizar en el marqués de Comillas, y solo en él, la cara negativa del pasado colonial/esclavista de la ciudad. Para ello hubo que manipular y violar la memoria propgramada.
El marqués de Comillas ha sido un caso nada común en Barcelona. Solo a este indiano se le calificó con consecuencias de negrero, se le vandalizó el monumento, se le utilizó para reivindicaciones laborales (UGT, CC.OO.), se le puso en el punto de mira para los inmigrantes agraviados (CIEs, top-manta, simpapeles), sirvió a los activistas negros para hacer campañas (Panteras Negras), se aprovechó para borrar en Cataluña la alta burguesía española (CUP) y, sobre todo, para que los Comunes reivindicasen hegemonía moral. Personalizó tantos motivos en contra que por fuerza lo tiraron abajo; aunque la desnuda y probada acusación de que fue negrero cae tan por su base que el Programas de Memorias del ayuntamiento ha sido incapaz de plasmarla en su atril explicativo colocado a unos metros del monumento.
Lo titula “Historia de esta plaza” cuando en realidad el protagonista de la misma es Antonio López. El texto es sesgado y con algún error. De entrada, no fue en 1884, si no un año antes, cuando se creó la comisión para levantar el monumento y se propuso el cambio de nombre de la plaza. Más grave es que aprovechasen como prueba de que fue negrero una cita sacada del infame libro que su cuñado Francisco Bru escribió contra él sin aportar un mínimo dato y prueba que avale su acusación. Y el Comisionado de Programas de Memorias evita referirse a cuáles eran los méritos por los que al marqués de Comillas se le erigió allí un monumento. Nada aparece de sus empresas ni de sus mecenazgos, a pesar de que Barcelona no se entendería del todo bien sin su contribución y que a pie de la estatua están en mármol los versos que Jacinto Verdaguer escribió a su mecenas cuando le dedicó su obra cumbre “L´Atlàntida”.
La falta de rigor intelectual del texto denota las maledicencias de la memoria que jalea el Ayuntamiento. Resume el acoso y derribo a que fue sometido la imagen de Antonio López hasta hacerla caer por decisión política. Ni rastro de objetividad. Después de muchos trabajos publicados para rebatir esta injusticia cometida por el Ayuntamiento de BComún falta incidir en lo que dijeron quienes tomaron las decisiones de retirar la estatua. Empezando por el acto celebrado el 6 de septiembre de 2018 en el Salón de Ciento del Ayuntamiento con ocasión de la solemne conferencia anual del Día Nacional de Cataluña: “La dimensión colonial de la Barcelona contemporánea”. La ponencia la dio Martín Rodrigo Alharilla, autor de referencia en la materia y en los marqueses de Comillas, y la presentación corrió a cargo de la alcaldesa Ada Colau y del vicealcalde Gerardo Pisarello, quienes hicieron hincapié en la implicación de la ciudad en el comercio de esclavos.
Hacía seis meses que habían retirado la estatua de A. López y este solemne acto vino a ser el colofón de la campaña contra él, patente también en los medios de comunicación que la publicitaron en relación a la esclavitud y a la trata de esclavos, no tanto en el simple colonialismo. La alcaldía de BComún pretendía así redimir un controvertido pasado de la ciudad sin atreverse a disertar sobre “Barcelona y la trata.” Y todo al precio módico de un solo personaje, Antonio López, que ni era catalán y encima lucía un apellido charnego, que dirían despectivamente hace años.
El salón de ciento y un disparates
Las autoridades no se atuvieron al tema del acto institucional: “La dimensión colonial de la Barcelona contemporánea” y, supongo, el ponente no cumplió las expectativas de quienes le habían invitado a dar la conferencia. Fue un disparate tras otro. Una merienda de blancos sin ninguna cara negra en el auditorio y con el estrado tirando a vacío, deslucido, porque hubo concejales y personalidades que se quitaron de en medio sabiendo de qué iba aquella tergiversación histórica. El boato de los uniformes de gala, con casaca roja, sable, plumas y guantes blancos por parte de la guardia urbana, contrastaba con el típico aspecto casual de la alcaldesa Colau y del resto de la comitiva.
Los dos máximos cargos del Ayuntamiento empezaron hablando del Procés, apoyaron a los políticos y líderes secesionistas presos y criticaron el recorte de derechos y libertades que, según ellos, eso comporta. Se despacharon a gusto. Y solo tras lamentar la reciente muerte del historiador Josep Fontana, abordaron el colonialismo denunciando las injusticias que, según ellos, el Norte (blanco) cometió y sigue cometiendo contra los países de Asia, África y Suramérica, recalcando las muertes, explotación y marginación que sufren ahora los inmigrantes empujados a salir de sus países por causas históricas relacionadas con el imperialismo-colonialismo-esclavismo, y hoy por similares motivos con el prefijo “neo”.
También hubo alusiones al racismo institucional de España, corresponsable con el de la Unión Europea (leyes de extranjería, CIEs). Fueron dos discursos reivindicativos conforme a una ética política subyacente en los movimientos populistas no exenta de razones y objetivos respetables. Eso no impide criticarlos porque manipulan el pasado para sus propios fines partidistas al extremo de tirar abajo una estatua más que centenaria y zapata clave del progreso y de la personalidad de la ciudad.
Colau y Pisarello metieron a Barcelona en el confesionario de la Historia con enfermizos sentimientos de culpa: Somos responsables de las miles de vidas que hoy mueren en el Mediterráneo; porque nuestra prosperidad y bienestar actual se construyó en gran parte a partir del empobrecimiento de otros pueblos y otras culturas; hay que recordar el triste pasado colonial de Barcelona… No tuvieron en cuenta ninguno de los aspectos positivos que tuvo el colonialismo para los países del Sur. Cambio de tornas. Hasta hace solo unas décadas, este acto institucional habría resaltado lo beneficioso que fue para los países colonizados la labor civilizadora de Europa, también de Barcelona. El alcalde habría incidido en ello y el historiador orgánico de turno nombraría la cantidad de catalanes que contribuyeron a la prosperidad de Cuba creando empresas, abriendo centros culturales y de beneficencia e incluso iniciando sagas familiares que perpetuaron los estrechos lazos entre Cataluña y la Isla. Cambio de época, de ciclo político, giro radical hacia los puntos ciegos en la percepción del pasado. No consiste en glorificar el pasado por la simple razón de ser los vencedores y los más beneficiados, pero tampoco en cargar con todas las culpas y sin paliativos de los pasajes controvertidos de la historia moderna.
El espíritu de enmienda al colonialismo se plasmó, según Colau y Pisarello, en apostar por una ciudad de acogida, comprometida en salvar vidas en el Mediterráneo, proclive a hacer justicia con su pasado colonial y favorable a los inmigrantes. Y la reparación de todas esas injusticias históricas se centró en el marqués de Comillas: Una de las alegrías para nosotros de este mandato [ha sido] retirar, por ejemplo, la estatua del esclavista Antonio López de Barcelona. Casualidad. Colau y Pisarello no sacaron a relucir ningún otro prohombre relacionado con el colonialismo, salvo, sin acierto, a la arpista Clotilde Cerdá Bosch (1861-1926). El vicealcalde Pisarello volvió a mentir sobre ella al calificarla de republicana, antiesclavista y pacifista. La realidad es que dicha artista pudo formarse gracias al dinero de su abuelo materno, el indiano José Bosch Mústich, fue la niña bonita de la familia Real Española y la promocionaron las máximas autoridades esclavistas de Cuba, Brasil y Turquía. Porque esta es otra. Se resalta el dinero indiano invertido en Barcelona en empresas y edificios, pero se olvidan las fortunas que fueron a parar a la formación de grandes creadores. No solo en mecenazgos. También en los hijos, nietos, y hoy tataranietos, de indianos que contaron con dinero familiar de origen colonial para ser artistas e intelectuales. Clotilde Cerdá es un caso, incluso menor, siendo el pintor Ramón Casas Carbó (1866-1932) uno de los destacados. Baste un apunte para recordar este olvido de la memoria histórica.
Los dos máximos cargos (¿y cargas?) de la ciudad leyeron sendos discursos institucionales, no improvisaron un mensaje reivindicativo propio de activistas. Dijeron la suya, hicieron su papel. Martín Rodrigo Alharilla, por contra, se atuvo a la ponencia enfocándola más en la Barcelona beneficiada por los negocios de ultramar y proclive a la mentalidad colonialista tanto de sus élites como de sus clases populares. Dejó en segundo plano, sin obviar, los destrozos humanos que provocaron el esclavismo y la trata. Fue circunspecto con los negreros. Esto chirriaba no sólo con los discursos de Colau y Pisarello, también con su trabajo de hostigamiento a la figura de Antonio López que había publicado para la Concejalía de Memoria Democrática de Barcelona.

Al único que Alharilla expresamente calificó de negrero sin ambages fue al naviero, gestor inmobiliario y concejal Ramón Tintó. Y, desde luego, no cargó tintas contra el marqués de Comillas a pesar de nombrarle tres veces, pues le relacionó con asuntos que no tenían vinculación directa con la trata de esclavos: la compra del palacio Moja, el liderazgo en el Círculo Hispano Ultramarino partidario del status quo en Cuba, algo en que participó la flor y nata de la ciudad, y la creación de tres valiosas empresas: la naviera Trasatlántica, el Banco Hispano Colonial y la Compañía General de Tabacos de Filipinas. Ni tan mal. Se limitó a calificarlo, como a otros indianos, con el eufemismo de “enriquecido”. No le tildó de negrero, ni siquiera abiertamente de esclavista (según el DRAE, “Perteneciente o relativo al esclavismo. Partidario del esclavismo”); y no dijo nada que justificara, ni de lejos, que el Ayuntamiento hubiese retirado seis meses antes la estatua de Antonio López acusándole de ser un impresentable tratante de esclavos que la ciudad no merecía tener en el espacio público.
Martín Rodrigo Alharilla dio una meritoria lección de Historia de Barcelona, sin dejarse arrastrar, en esta ocasión, por lo que se suponía que el Ayuntamiento esperaba de él. En cierto modo, creo, chafó las expectativas de Colau y Pisarello; y también de Ricard Vinyes, comisionado de Programas de Memorias, presente en dicho acto y responsable directo de la defenestración en Barcelona del marqués de Comillas.
Cementerio de esperanzas
El acoso y derribo de Antonio López se explica porque Barcelona es una ciudad nada común desde que un grupo de activistas se encaramaron al poder utilizando el malestar provocado por la larga crisis económica (2007-2015) y por la incompetencia y corrupción de los partidos políticos. Además, aprovecharon la oportunidad que les abrió el nacionalismo catalán y el viento de popa del 15-M en el resto de España. Con solo un cuarto de los votos, el colectivo de activistas de BComún tomó las riendas del Ayuntamiento y tuvo margen para maquinar programas “de memorias” porque el resto de los partidos se anulaban entre sí en la oposición o se avenían a BComún según qué decisiones tomase.
La ocasión era única para lanzar un nuevo ciclo político sin las servidumbres de los partidos al uso y de sus apparatchiks. Casi todos ellos se habían forjado en las calles, carecían de títulos académicos, sus currículos laborales tampoco descollaban… En todo caso, debían su liderazgo al haber encarado a ras de suelo los problemas socioeconómicos básicos de Barcelona (vivienda, pobreza energética, marginación, simpapeles…). Para sus programas de memoria recurrieron, sobre todo, a historiadores que no tenían otro mérito que ser de su cuerda. De los que a nada que se les coloque en un despacho o cargo se arrogan ribetes de formar parte de la intelligentsia.
El núcleo duro de estos activistas políticos surgidos del activismo provenía del Observatorio Desc (derechos económicos, sociales y culturales), una ONG que debía estar bien financiada públicamente y mejor regida porque sus miembros no se habrían hecho con el poder municipal sin un eficaz y sostenido trabajo previo. También surgieron líderes de las asociaciones vecinales, de los entes defensores de los inmigrantes (SOS Racismo, Cerremos las CIEs) y demás organizaciones pegadas a los conflictos y necesidades de los desfavorecidos (Gala Pin, Mercè Duch, Miriam Planas, Ana Menéndez…). Sin olvidar los entregados colaboradores a la causa, al estilo de Xavier Artigas y Xapo Ortega de la contestataria productora audiovisual Metromuster (“Ciutat Morta”, “Idrissa, crónica de una muerte cualquiera”).
La apuesta de BComún prometía mucho por ser innovadora. La adversativa era que cogían las potentes palancas de poder de Barcelona sin tener experiencia previa en el manejo de altos cargos y, sobre todo, porque se comportarían tal cual eran: unos activistas con escasa formación.
Antonio López marca los límites de lo que son capaces los líderes de BComún. Su política municipal debe atenerse al marco legal europeo, español y catalán, y está constreñida por su mayoría relativa. La alternativa fácil fue recurrir a la agitación y propaganda para aplicar los programas de “radicalidad democrática” que estuviesen a su alcance. La creación de la concejalía de Memoria Democrática, con toda su panoplia de entes y recursos, confirmó que el control ideológico del espacio público era un objetivo prioritario. Nadie les podía impedir hacerlo porque en lo fundamental competía al Ayuntamiento. Y como avezados activistas ya sabían que había que centrar los esfuerzos en un punto certero y con gran impacto. Qué mejor, entonces, que el monumento de Antonio López, ya tirado abajo en 1936 y, una vez repuesto en 1944, hostigado desde hacía un cuarto de siglo. Esta presa, además de notoria y a mano, serviría también de carnaza para los inmigrantes con la que resarcirse del histórico esclavismo y de la actual marginación que sufren. La salvedad es que retirar al marqués de Comillas suponía enterrar el mito de la izquierda alternativa, sin viejas servidumbres. BComún era más de lo mismo. La participación ciudadana, el debate, la transparencia y la ejemplaridad estaban supeditadas a la necesidad de imponer su ideario y visión del pasado demostrando quiénes mandan. Ni se molestaron en validar las acusaciones de negrero contra Antonio López porque para los activistas la realidad, la veracidad y los medios empleados siempre son subsidiarios a sus objetivos de cambiar las cosas a su favor, convencidos de que cuentan para ello con toda la legitimad.
Con el naviero Antonio López les bastó con que el autor de referencia le acusase sin ambages de negrero, el resto consistía en mera agitación y propaganda. Esto explica que cuando reiteradamente pedí al Ayuntamiento pruebas o informes al respecto no recibiese nada. Todo un montaje. Los activistas metidos a políticos dieron por sentado que Antonio López debía caer. Abrió el fuego Xavier Domènech (El Periódico 17.07.2015) y ya no pararon hasta que la estatua del naviero acabó en el almacén de MUHBA. Durante los tres años previos surgieron como hongos libros, artículos periodísticos y conferencias sobre la esclavitud y sobre lo negrero que era Antonio López. El seguidismo y la mediocridad hizo el resto. El cambio de élites mantuvo el inveterado abuso de depurar imágenes gracias al contundente argumento del ordeno y mando.
Joan Rosàs Reverté, por entonces responsable museístico del departamento de Cultura de la Generalitat, ya me dejó claro en el Palacio Moja que el monumento de Antonio López no estaba protegido ni por ser un Bien de Interés Local. ¡Caramba! Qué fácil lo tenían los activistas con el naviero cántabro, tanto como para aplicar su versión de la memoria a la República, a la Guerra Civil, a los anarcosindicalistas, al antifranquismo… a todo aquello que recompensase a los suyos y avivase el populismo, aunque fuese solo con hitos simbólicos.
Más de cuatro años dan para mucho. Barcelona no es hoy la prometida por BComún. La pandemia y el Procés han noqueado las expectativas, y los líderes/activistas contribuyen a este cementerio de esperanzas porque en vez de gestionar mejor están ocupados en otras cosas, como tirar y erigir símbolos, revisar el nomenclátor, montar actos conmemorativos… Además, sus principales figuras (Jaume Assens, Pisarello) han tomado la alternativa de encumbrarse en la política de la capital para incidir en los grandes temas nacionales. Atrás han dejado la estatua de Antonio López en un almacén sin que ello haya supuesto mejoras en las condiciones de vida y trabajo de los marginados, de los simpapeles, de los que se arriesgan en pateras y acaban retenidos en Canarias.
BComún ha supuesto una renovación de cargos, pero como sus predecesores de la vieja política, tampoco renuncian a la propaganda ideológica para legitimarse, captar clientela y tomarse la revancha. Lo de siempre. Hacen política sin otra alternativa que la partidista de patrimonializar el presente y hasta el lejano pasado para sus intereses. Le llaman memoria histórica, democrática… Vendría a ser la propaganda de toda la vida, agravada hoy porque la hacen activistas desde el poder y la calle.
La vulgata de la santa ejemplaridad
La alcaldesa Ada Colau no se involucró en público contra el marqués de Comillas. En una ocasión le preguntaron en una televisión si éste fue negrero y respondió dándolo por seguro, sin más explicaciones. Casi mejor, porque en la ceremonia de renombrar la calle del almirante Cervera, para dedicársela a Pepe Rubianes, quedó en evidencia su ignorancia al calificar de “facha” al marino que encaró como mejor pudo la derrota en Santiago de Cuba: “Creo que a Rubianes le hubiera gustado mucho que su amado público se reuniera para quitar el nombre de la calle de un facha y ponérselo a un cómico” (15.04.2018). La alcaldesa lo ignoraba todo, también que Fidel Castro incluso honró en 1998 al almirante andaluz calificándole de “héroe” y afirmando: “Sentimos un gran respeto por los marinos españoles recordando la hazaña de Cervera, algo inolvidable”.

El patinazo de Colau no fue solo el desliz propio de una analfabeta funcional en Historia. También se debió a los prejuicios de una dikrigente que en último término marca los programas de memoria de la ciudad. Dio por sentado que si Pascual Cervera fue almirante, por fuerza, tenía que ser facha. ¿Qué si no? Por la misma, Antonio López fue un negrero porque se enriqueció en la esclavista Cuba. ¿Cómo si no? Pero si sus prejuicios y sospechas contaminan y falsean la memoria, todavía más lo hace la manipulación a que somete al espacio público para editar su particular Vulgata de ética política.
BComún interviene los monumentos, cambia el nomenclátor y pone placas explicativas como quien edita por entregas lo que considera políticamente correcto. A modo de verdad divulgada para popularizarla en los privilegiados espacios públicos. Nuevo credo. En vez de a santos, héroes, hitos androcéntricos…, la Barcelona de los Comunes glorifica a sus propios personajes. Ada Colau lo explicitó al responder por carta al presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, quien le había requerido a ella que le prestara para Cantabria la estatua de Antonio López retirada días antes. Colau rechazó la pretensión de Revilla aduciendo que la necesitaba para “proveerla de la función de ejemplaridad que pretende cualquier monumento en un espacio público”. También adujo que Barcelona no puede renunciar a dicha escultura porque su imagen “permite acercarnos (…) de forma pedagógica a lo que significó la vida y obra de Antonio López y la época en que vivió”.
Resulta controvertido que la ejemplaridad y la pedagogía sirvan de canon para la memoria histórica. Pero no tiene pase si quienes deciden su aplicación se arrogan superioridad moral, tienden al revanchismo/victimismo y evitan ser ecuánimes cuando les interesa en aras a la transformación simbólica de la ciudad. Hormar la memoria a pies juntillas del poder político tiene sus riesgos y conlleva contradicciones inasumibles.
El monumento de Colón puso a prueba la ejemplaridad moral de la cacareada memoria democrática de BComún. La ola de “Black Lives Matter” tiró como fichas de dominó estatuas del marino genovés y, sin embargo, la más conspicua del planeta, la de Barcelona, se mantuvo incólume a pesar de la piel fina que tiene su Ayuntamiento con el colonialismo, el imperialismo y el esclavismo. A quien no le tembló el pulso para retirar la estatua de Antonio López, le temblaron las piernas cuando las imágenes de medio mundo le exigían copiar a quienes derribaban o retiraban al Gran Navegante.
Cristóbal Colón le tomó la medida al postureo de Ada Cola ya de por sí insostenible por compartir sonrisas con Arnaldo Otegui. La alcaldesa ni se planteó retirar la estatua de Colón. Que si “forma parte de la memoria crítica de la ciudad”, que si “los expertos recomiendan mantenerla”, que si “es un ícono de la ciudad para bien y para mal…” Para ella sólo había que “contextualizar” el monumento de Colón con una placa, mientras la del marqués de Comillas piensa resignificarla para denigrarla. ¿Ejemplaridad, pedagogía, de qué? Se ensalza a los “legendarios” matones anarcosindicalistas Durruti (plaza) y García Oliver (placa) mientras se lleva al almacén la estatua de quien nunca mató a nadie, ni fue condenado por nada y, encima, favoreció tanto a Barcelona que su alcalde Rius i Taulet aprobó levantarle un monumento.
La Vulgata de la santa ejemplaridad alternativa permite la casuística de contextualizar o no a las controvertidas esculturas que pueblan el espacio público. A ti quiero, a ti no; según quien sea y a quien interese. A Colón, ni tocarlo, que también tiene dedicado un vistoso paseo en el puerto y figura en la bóveda de la galería gótica del Ayuntamiento (pintado por Josep Mª Sert). Colon y López serían los contrasentidos de la pretenciosa memoria de una ciudad nada común, más bien vulgar en cuanto al trato que da a sus monumentos.