Los chicos eran cinco: tres guapos, el Ché, Sacha y el Maño, este el que más; y dos muy feos, Lozano y Germán. Como la guapura empeora y la fealdad queda igual, al cabo de cincuenta años, los guapos no lo eran tanto y los feos parecían mejores. De estos, uno sufría psoriasis y el otro diabetis, dolencias ambas llevaderas. Los tres guapos, en cambio, cayeron de la noche a la mañana en las garras del cáncer, dolencia maligna de la que se sale maltrecho, si se sale. La de Sacha era suave, el Ché la combatió con cortisona y a medio pulmón. La del Maño fue la peor, que se le juntó diabetes y quimio, dejándolo en piel y huesos y sin su hermosa melena.
Esto y rezarle a la pilarica, según el meapilas de Lozano, reprocharle sottovoce las chicas que el Maño les levantara cuando mozos, según otros, y el que no muriera solo, según todos, generó una peregrinación mensual a Zaragoza. Al regreso, pasaban por Barcelona, el puerto de armamento donde se conocieron y formaron como marinos en los años sesenta del pasado siglo, donde cenaban, bebían, cantaban, guitarreaban, recordaban y también lloraban.
Al poco de la primera visita, el Ché se sintió muy mal, le detectaron cáncer de pulmón y le extirparon uno. En la siguiente visita, cuando se lo contaron al aragonés, creyeron detectarle una sonrisa perversa, que no sabían si era por la noticia en sí, o por el cabreo del Che porque la sangre que no recibía el pulmón que ya no tenía, no le fuera al pene, como el valenciá creía justo que fuera. Todos vieron mejor al enfermo; hasta notaron pelusilla en el cráneo pelado. En la preceptiva parada en Barcelona, Lozano tuvo una repentina subida de azúcar que les obligó a suspender el sarao por la mejora del Maño. Todos prometieron dejar de tomar azúcar hasta su recuperación.
Esto supuso aplazar el siguiente encuentro zaragozano. Uno de los chicos con un pulmón menos, otro con jeringas de caballo para meterse insulina. Contaron gozosamente los hechos; el que más rió fue el Maño, que ya lucía ración doble de pelusilla en la azotea. Parada y fonda en Barcelona, en la que a Sacha le vino el nuncio, como aquella vez, cincuenta años atrás con la francesita. ¡Un bombón!, ¡un bombón! decía, con la pelusilla -de celos en este caso- del Maño, que en esos temas se las traían. Los chicos, al verle sangrar como un gorrino, le llevaron a un dispensario, dejándolo en las buenas manos de una enfermera, que si no era un bombón, sí parecía francesita.
Nuevo encuentro en Zaragoza, los amigos bastante maltrechos. El aragonés, muy repuesto, con sonrisa mefistofélica, exigía noticias sobre el estado de sus amigos. Éstos, mosqueados, le respondían a repitajos, sin comprender el por qué tanto interés y sin saber si decirle la verdad de lo que preguntaba. Germán, el más pedante de todos, le confesó a Lozano, el más leído: “¡Aquí pasa algo!” “¿El qué?”, le interrogó el otro. “No lo sé, le estoy dando vueltas”. En la parada y fonda de Barcelona, a Germán le dio un ataque de psoriasis, que olía a lepra bíblica. Se pasó dos días en el hospital de San Pablo, donde los médicos decían que jamás habían visto un caso como aquél.
Tres meses más tarde, el maño lleva la voz cantante; invita a sus amigos a ternasco en el mejor restaurante de Zaragoza; ellos se dejaron llevar. Brindó por la santa hermandad de los chicos y jugó con el flequillo castaño recién estrenado. Fue el que más bebió y rió y cantó. A los amigos les costaba lo suyo seguirlo.
– Lo ves –comentó Germán.
– ¿El qué? –respondió Lozano.
– El retrato de Dorian Grey.
– ¿Tú crees?
– ¡Dame tus ojos!
– ¿También?
– ¡Almas muertas!
– ¿Y esto a qué viene?
– Son los títulos que he barajado para este cuento.