Desde las Directivas Comunitarias de la década de los ochenta, se perfila un ferrocarril europeo con una infraestructura y control de tráfico de carácter estatal, y una explotación comercial puramente privada. Por eso, es de esperar que los competidores –cualquier empresa solvente domiciliada en la Unión Europea- pretendan conseguir los tráficos y desarrollarlos porque, a fin de cuentas, ese es su negocio y su objeto social. Ahora bien, no hay que olvidar que el ferrocarril ha sido una aventura ruinosa en Europa que terminó en la nacionalización de todas las redes ferroviarias y su explotación por compañías estatales.
En el caso español, las pérdidas aparecieron ya en la primera línea peninsular (Barcelona – Mataró) en que su promotor, el indiano Biadá- se las vio y se las deseó para conseguir capital local para la aventura, después de acabar con el capital propio y con el recibido de un inversor inglés (o, más bien, catalán residente en Inglaterra), según detalla con cariñoso y detallado recuerdo La Saga de los Rius, de Ignacio Agustí, aunque trasladado en el tiempo, cuyo papel fue extraordinariamente interpretado por Fernando Guillén, en la producción de TVE que unificaba Mariona Rebull y el Viudo Rius). Ruinoso fue el primer experimento, y ruinosos fueron los siguientes. La legislación se fue acomodando al hecho y el gobierno se vio obligado a modificar el título referente a la quiebra del Código de Comercio para ordenar que en la quiebra de las compañías de ferrocarriles, y para evitar la pérdida de la prestación del servicio, las empresas fueran intervenidas por el Estado. Entre tanto, los sucesivos gobiernos fueron propiciando ayudas en forma de créditos blandos –que, a menudo, no se devolvían- o acordando exenciones arancelarias, o promoviendo las fusiones de compañías para dejar el mapa –básicamente- en cuatro grandes compañías (MZA, Norte, Oeste y Andaluces) que debieron constituir, en los tiempos de Primo de Rivera, la Caja General Ferroviaria, naturalmente con fondos propios y del Estado, que recibieron, especialmente Norte, compañías y líneas en administración, es decir: operándolas por cuenta del Estado. De esas cuatro compañías, Oeste fue nacionalizada para garantizar su continuidad, Andaluces se arruinó y fue añadida al experimento anterior constituyéndose Oeste-Andaluces, y MZA y Norte, ambas de capital francés, sobrevivieron justo hasta el final de la Guerra Civil cuando, añadidas a sus pérdidas de explotación las ocasionadas por los daños de la guerra, Franco tuvo que rescatar las concesiones mediante la creación de la RENFE, indemnizando a los accionistas del ferrocarril de una forma testimonial. La propiedad de MZA era de la familia Rothschild y la propiedad de Norte, de los hermanos Pereire, a través de sendos bancos industriales galos. Dicho lo anterior, la previsión de que los franceses se interesen por los ferrocarriles españoles no resulta demasiado novedosa y, como el ser humano es capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, no sería de extrañar que el inversor francés, en forma de SNCF o en cualquiera otra, se interesase por el AVE Fontera – Figueras – Girona – Barcelona – Madrid. Tampoco sería de extrañar que lo hiciera con las vistas puestas en la explotación de Cercanías, lo que pone la cosa en riesgo de ser más ruinosa todavía.
Para que un tren de alta velocidad sea rentable, se estima que requiere de unos diez mil viajeros diarios. Es una cuenta genérica que debe ser ajustada en cada línea pero que, en general, se considera como referente en el ámbito ferroviario. La razón es sencilla: el tren es carísimo; si es de alta velocidad, aún más. Son caras las infraestructuras, los sistemas de regulación ferroviarios de inteligencia artificial, todo el aparatamen de vía, circulación y control; es carísimo el mismo tren y es carísima la energía que consume. La única ventaja competitiva es que toda esa inversión y todo ese gasto cae en una unidad de carga capaz de llevar a muchos viajeros y si ese coste se divide entre un número suficiente de usuarios, resulta rentable. No así, si el número de usuarios es insuficiente. El tráfico de viajeros más numeroso susceptible de alta velocidad es el Madrid – Barcelona, y un estudio reciente del RACC ponía en cuestión su rentabilidad económica. Por otro lado, el tren de alta velocidad circula a trescientos kilómetros por hora, como velocidad máxima, cuando los reactores comerciales vuelan a una velocidad mínima de más de seiscientos. Por tanto, en la oferta de transporte al viajero (que tiene la necesidad de viajar, no de hacerlo en un medio concreto de transporte u otro) el tren de alta velocidad ocupa una posición adecuada en recorridos de hasta seiscientos o setecientos kilómetros.
Insistamos más en ello: el tráfico en avión resulta lento por sus prolegómenos (acudir de la ciudad al aeropuerto, llegar con la antelación suficiente, pasar los controles, embarcar y conseguir despegar) y por sus postrimerías (ocupar el fínger o la jardinera de transporte a la terminal, recuperar las maletas de la cinta, la cola del taxi, o acudir por un interminable pasillo a la estación el metro o del cercanías y echarle media hora para llegar a la ciudad de destino), de manera que ocupan un tiempo desproporcionado con la duración del viaje principal. Todo eso distrae del orden de dos horas que, sumadas al tiempo de vuelo, hacen que en un tráfico de quinientos kilómetros, el tren pueda ser más rápido y que, según se va añadiendo distancia, el tren sea cada vez más lento. En un viaje Madrid – Barcelona, el tren puede invertir dos horas y media, y el combinado transporte de superficie y aéreo desde ciudad a aeropuerto de origen (media hora) estadía en el aeropuerto de origen (media hora), vuelo (una hora) y viaje en superficie de aeropuerto de destino a ciudad de destino (media hora) suman dos horas y media. Pero las estadías en origen son las mismas se vaya a donde se vaya, y las aventuras en destino, también, de modo que si ponemos por caso un viaje de mil quinientos kilómetros, seguiremos teniendo hora y media entre prolegómenos y postrimerías, y algo menos de dos horas de vuelo. Total, tres horas y media. El tren invertiría cinco horas. Y así, sucesivamente. El viajero suele preferir el avión porque llega antes y le sale más barato (no olvidemos que ocupa un avión dos horas, frente a ocupar un tren con cinco horas, tres horas más de aparatos, tres horas más de energía y tres horas más de salarios de la tripulación). En resumen: que para ir de Madrid a París, los viajeros prefieren Ryanair a la Renfe o la SNCF.
Aún otro ejemplo: En Estados Unidos sólo se han planteado tender una línea de alta velocidad: Washington – Filadelfia – Nueva York – Boston. Unos quinientos kilómetros en que está el todo Estados Unidos que no está en Chicago, ciudad que no se une porque está lejos. La versión española sería que Madrid estuviera justo donde está Alicante y se tendiera la línea Madrid – Valencia – Barcelona. Esa es la filosofía y esa es la cuestión, aunque en Europa nos sigamos aferrando a una idea medio romántica del ferrocarril, llamado a algo así como favorecedor de intercambios históricos entre territorios llamados a alianzas que han de cambiar el futuro.
Si descendemos al tráfico de cercanías, hay que empezar a taparse las narices por cuestión de orden público y buenas costumbres. El tráfico de cercanías ha existido siempre, y ha servido para acercar el pueblo a la capital, para unir los municipios del valle, para ir al médico o al instituto para estudiar, para ir al mercado. Con el tiempo, las prestaciones se hicieron otras: vivir en un municipio y trabajar en otro. El gran culpable era la especulación del suelo. Lo normal empezó a ser que la gente trabaje en la capital y que viva a cincuenta kilómetros porque era el lugar donde se podía comprar una vivienda digna con una hipoteca razonable con lo que daba el sueldo. La solución de transporte era –y es- el tren de cercanías. Hasta tal punto es así que desde el último pueblo donde llega la red de cercanías al siguiente más alejado, el suelo urbano baja del orden de un cincuenta por ciento. Si le perdemos el miedo a las palabras, el déficit de Cercanías (el brutal déficit de cercanías en que el coste cuadruplica la recaudación en taquilla) tendremos que decir que el déficit de Cercanías sirve –ha servido y aún sigue sirviendo- para hacer posible la especulación inmobiliaria, especulación a la que, por cierto, nadie le ha sugerido la idea de absorber, al menos en parte, el déficit del servicio ferroviario. Por tanto, y en resumen, espero que la tentación de la SNCF sobre cercanías no suponga, simple y llanamente, transferir entre todos los contribuyentes unos cuartos a la compañía francesa.