No estaba más preocupado que otras veces en que se había encontrado con un temporal, pero se le cerraban los ojos de tanto en tanto mientras su cerebro embarrancaba. Llevaba más de tres días, desde que el temporal se recrudeció al poco de dejar Ouessant por la popa con rumbo a Finisterre, de dormir a ratos y comer en el puente. Conocía bien el buque, un petrolero de veinte años recien cumplidos al que había mandado en épocas anteriores cuando ambos, el buque y él, eran más jóvenes. No temía por él , aguantaría, siempre lo había hecho y no había razón alguna para pensar que ahora fallaría, aunque por momentos le asaltaba el temor de que los años no perdonan. Los armadores habían descuidado su mantenimiento ante la perspectiva de venderlo a algún país africano o asiático, o llevarlo al desguace. ¿Para qué gastar en costosas reparaciones o en ajustar los equipos y renovar los instrumentos que ya no daban más de sí? Había que gastar lo mínimo impescindible para mantener el petrolero en clase y conseguir los certificados IMO. Nada más.
Tampoco le preocupaba la tripulación, eran buenos, en particular los oficiales tanto de cubierta como de máquinas, muchachos jóvenes, todos filipinos menos dos rumanos que andaban siempre juntos, parecían hermanos, o amantes. No tenía queja, eran trabajadores y conocían el oficio, pero quería estar con ellos, compartir sus guardias mientras los azotara el temporal. Siempre lo había hecho y no iba a dejar de hacerlo ahora con la excusa de que se acercaba a los setenta años. El capitán está para eso, se lo enseñaron todos sus maestros, en la escuela y en los barcos, hay que ser el primero en dar la cara, y él se sabía un buen capitán, responsable, experto y conocedor de los entresijos técnicos y jurídicos que ha de manejar el mando de un buque.
Se acercaban al dispositivo de separación de tráfico de Finisterre, a sólo unas pocas millas, cuando la escala real de estribor se destrincó por un golpe de mar y hubo que poner la máquina al mínimo para no atravesarse al oleaje mientras colocaban la escala en su lugar y examinaban los desperfectos que había ocasionado en el casco mientras estaba suelta. Uno de los marineros sufrió una dura contusión en el brazo y hubo que hacerle un vendaje. Poca cosa. Nada más.

El estruendo le cogió por sorpresa. A todos les cogió de sorpresa. Estaban cerca del final del dispositivo de separación de tráfico cuando de pronto saltaron varios tapines y la cubierta se inundó del fuel de la carga. Un olor endemoniado se adueñó del buque, aunque eso no era lo peor. Las olas seguían azotando el costado de estribor y el buque se balanceaba cada vez más.
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Observé que el barco empezaba a escorar hacia la banda de mar, con balances tan duros que dudé de que alguno no nos arrastrara hasta el fondo. Fui el único, creo, que en medio de los balances se percató de la escora. El estruendo atrajo al puente a todos los oficiales y a muchos marineros, engrasadores y gente de fonda. Subían a preguntar qué estaba pasando. Debí de mandarlos abajo, pero estaba alarmado por lo que pudiera haber ocurrido, temía que una ola rompiente hubiera hundido algunas planchas del casco y abierto una vía de agua pues era evidente que se estaban inundando los tanques verticales de lastre de estribor. La escora aumentaba a ojos vistas y pude ver en la mirada del piloto de guardia que también él era consciente del peligro. El fuel se derramaba a raudales.
Todo fue muy rápido, la máquina se paró a causa de la escora y de los enormes balances. A merced del temporal, me ví rodeado de tripulantes agarrados a su miedo. Un par de ellos, un camarero y un engrasador se arrodillaron a mis piés suplicándome que les salvara. “Capitán, sálvenos. Sálvenos capitán”, clamaban. Sólo eran dos, pero el puente estaba lleno de ojos que clavaban en mi su pánico y su angustia.
Necesitaba pensar con calma. Les dije que no se preocuparan, ordené al segundo oficial lanzar un mayday y contacté con las autoridades españolas para que vinieran a rescatarnos pues habíamos sufrido una grave avería y el buque podía naufragar en cualquier momento. No quiero recordar la conversación que crucé con el operador que me atendía en el VHF, pues me pareció más atento a las cuestiones formales, distintivo del buque, carga, destino, mi nombre y mi cargo, esas cosas, que a activar remolcadores y helicópteros para evacuar la tripulación y salvar el buque, si fuera posible. Estaba nervioso, yo más que él, de modo que le pasé las comunicaciones al primero, en quien no confiaba del todo porque siempre daba la impresión de indiferencia, como si nada le importara, o como si nada tuviera a sus ojos el poder de alterarle el ánimo. Y en efecto, su mirada seguía firme, sin destellos que delataran inquietud o miedo, atendía mis órdenes y calmaba a los subalternos. Era el único que podía sustituirme.

Lo que recuerdo muy bien es que en esas tomé dos decisiones con las que puse en juego mi vida. La primera, pedir al contramaestre, un toro de casi dos metros de alto y brazos descomunales, buen profesional además, que bajara a la cubierta para abrir manualmente las válvulas de fondo de los tanques de lastre de babor, única forma de compensar la escora y adrizar el buque. La segunda decisión me la quedé para mí. No quería ver la mar manchada con la mierda que llevábamos en los tanques, casi setenta mil toneladas de fuel sucio, y estaba dispuesto a quedarme a bordo para hacer todo lo posible para evitar el naufragio. Yo no abandonaría el barco.
Una vez autoricé el abandono quedó despejado el puente. Todos fueron a prepararse para el rescate. Avisé a los oficiales de que nadie podría llevarse ni un gramo de equipaje. Al helicóptero sólo se podía subir con la documentación personal imprescindible para ser identificados, nada más. Yo me quedé en el puente acompañado por el primero y el jefe de máquinas, mi amigo Alexandros, que guardaba una calma vieja, diría que irónica, una faceta que me sorprendió. Esperaba que al menos mostrara algo de espanto, o por lo menos la tensión de la emergencia.
Desde el alerón observé al nostramo en cubierta y ahí me acobardé de verdad, el corazón se me salió por la boca al ver una ola barrer la cubierta llevándose al contramaestre. Hubiera preferido estar muerto. ¿Cómo no adverti la temeridad de una orden con muchas probabilidades de causar un accidente mortal? A pesar de que el nostromo, Rubino, José, ahora me acuerdo de su nombre, apareció sano y salvo y consiguió abrir las válvulas, nunca he podido superar el pavor de aquellos instantes infinitos, el revoloteo caótico que sentí por dentro y que todavía soy incapaz de impedir mientras escribo, pasados ya seis años de aquello.
Y poco más, espero haber complacido tu petición. Yo no suelo contar estas cosas y si finalmente me he decidido ha sido por que me ayudaste entonces y no puedo negarte el favor. El resto ya lo sabes, vinieron los helicópteros, todos los tripulantes se salvaron, no hubo heridos y a última hora, el jefe de máquinas y el primero decidieron quedarse conmigo para intentar salvar el barco. Y lo hubieramos conseguido de no mediar unas órdenes absurdas que nos obligaron a arrumbar contra la tempestad en vez de dejarnos entrar en puerto o en una rada abrigada. Se confirmó que el barco estaba en buenas condiciones, aguantó bien el oleaje de seis días, tres de ellos con olas de siete metros. Lo habríamos salvado y ahora sabríamos por qué se produjo la vía de agua, por qué se agrietó el casco. Lo que dijo el tipejo que vino a bordo para amenazarnos si no poníamos en marcha la máquina, eso de que se había desprendido una plancha, menuda bobada, no era más que una fantasía, una invención sin piés ni cabeza. Aseguraba que había visto desde el helicóptero la plancha caída, le gustaba mentir para darse pisto, era un chulito presuntuoso y un idiota malencarado. Dejemoslo aquí.
Para acabar permiíteme que diga algo más. De lo peor. Me detuvieron nada más salir del helicóptero al que me obligaron a subir al tercer día, y me metieron a empujones en prisión. Nunca les perdonaré. Salvé a la tripulación y hubiera salvado el buque, pero no me dejaron. Ahora entiendo por qué este país tuyo también es un país triste. Está gobernado por la soberbia de los mediocres.