Clotilde Cerda Bosch (1861-1926) fue una prestigiosa arpista catalán que cubierta de polvo y olvidada durante un siglo, como el arpa de Bécquer, ha pasado de golpe a estar valorada e incluso sobrevalorada en sus facetas no artísticas. Se le considera una destacada activista en tantos campos que abruma leer su perfil presentado por la Generalitat en la Exposición del Palau Robert. Por rimbombantes medallones que no quede:
“Comprometida con los derechos de la mujer … Su incansable trabajo por el mejoramiento del mundo … Siempre se mostró una voluntad clara para favorecer la mejora de las condiciones de vida materiales y espirituales de las personas … Pacifista y a favor de la emancipación de los pueblos y de la humanidad … Comprometida con la abolición de todas las formas de violencia de su tiempo: la guerra, la dominación, esclavitud y la pena capital … Su fuerza creativa abarca desde la composición de obras musicales, hasta la escritura de ensayos y artículos, así como actividades de editora y directora de revistas culturales y literarias”.
Y ya puestos a valorarla aún más por elevación, la prensa catalana no se quedó corta con la estrenada clotildemania, que hasta incluye fiestas (UAB). Sorprendente. Ni una crítica, ni una investigación por su parte, nada fuera de la línea marcada por el poder político que la sirve en bandeja. La realidad de la activista Clotilde es más modesta, pues, en lo esencial, se apuntó a cantidad de buenas causas. Su filantropía fue proverbial. Pero más allá de la generosidad personal, su compromiso con las conquistas sociales adolecía de efectividad porque actuaba por su cuenta, dispersa, sin continuidad. Apenas se encuadró o participó en ninguna organización o grupo. Para colmo, no contaba con recursos propios para respaldar sus iniciativas, así que tampoco arriesgó mucho, salvo al fundar la Academia de las Artes, Ciencias y Oficios para la Mujer (Barcelona, 1885-87), una ambiciosa empresa educativa que le costó una fortuna y la confirmó como feminista.
Llama la atención que ensalcen el múltiple activismo social de Clotilde Cerdá con apenas datos, a veces solo con indicios recogidos en una cita, en una carta, en un dicen que dicen, sin pruebas. De aquí la temeridad de catalogarla de abolicionista de la esclavitud y de la pena de muerte, pacifista, emancipadora de pueblos, intelectual comprometida (escritora, editora), entregada a la mejora de los desfavorecidos. Son tantos aspectos que por fuerza hay que desglosarlos para analizarlos.
Una antiesclavista en Cuba, Brasil y Turquía
Una sola carta del conde de Morphy, secretario personal de la reina regente María Cristina de Habsburgo, recriminando a Clotilde Cerdá por meterse en camisa de once varas en vez de centrarse en su carrera musical, ha sido suficiente para catalogarla de antiesclavista. La misiva, del 1 de enero de 1886, vale la pena trascribirla toda porque, manipulándola, todos recurren a ella para ensalzar a Esmeralda Cervantes y, ni que fuese prueba de cargo, acusar a la Casa Real del fracaso de la Academia de Artes, Ciencias y oficios. (NOTA)
El conde Morphy regaña a su vieja amiga Clotilde Cerdá porque en vez de dedicarse a su carrera artística, “un día aparece usted en Cuba, como queriendo resolver por su influencia el problema de la esclavitud; y presidiendo manifestaciones y juntas que nada tienen que ver con el arte”. Morphy no da fechas ni especifica en qué hechos intervino Esmeralda Cervantes.
Carta del conde Morphy a Clotilde Cerdá
“Mi muy distinguida señorita y amiga; no me ha sido posible contestar antes a sus interesantes cartas, por mis muchos y graves ocupaciones. Usted recordará que yo he sido uno de los primeros en admirar y proteger cuanto me fue posible su precoz talento de artista y que siempre me encontrará dispuesto a todo cuanto pueda favorecerla o serle agradable, pero permítame usted que le manifieste francamente mi extrañeza por el cambio que vengo notando en su personalidad y en sus aspiraciones desde hace algunos años.
Yo creí que usted aspiraba a tocar muy bien el arpa o a lo sumo ser una de las grandes artistas; gloria con la cual, se han contentado hombres como Beethoven y Mozart y que es en mi concepto la mayor de las glorias humanas; pero un día aparece usted en Cuba como queriendo resolver por su influencia el problema de la esclavitud; y presidiendo manifestaciones y juntas que nada tienen que ver con el arte, y ahora la veo a usted erigida en protectora de la clase obrera catalana y de la educación de la mujer; propósitos loables y que todo el mundo tiene perfecta libertad para acometer; pero más propios de hombres encanecidos en los arduos problemas de que depende nuestra regeneración, que de jóvenes artistas a quienes tales cuestiones perjudican más bien que favorecen bajo el punto de vista de su desarrollo intelectual.
Permítame usted pues, puesto que a mi se ha dirigido, puesto que de otro modo, nunca le hubiera hablado de esto, que como su sincero, antiguo y ya viejo amigo, le ruegue abandonar en nuestra correspondencia, un tono que no está conforme, con la seriedad de mi carácter y mis costumbres. Para bien del arte y para todas esas misiones que usted se ha impuesto me encontrará siempre a ayudarla, pero nada de bombo [hacerle la pelota], amiga mía, porque crea usted de que nada sirve.
Si los periódicos dicen tonterías, no les haga usted caso, ni se meta a formular acusaciones, ni hacer cargos o dar consejos, sin suficiente conocimiento del asunto, porque el resultado tendrá que ser contraproducente.
Perdone usted a su viejo amigo, esta franqueza. B. S. P. P. Guillermo Morpy [firma]
La primera vez que estuvo Clotilde en la esclavista Cuba, desde octubre de 1876 a marzo de 1877, tenía en torno a 16 años. Demasiado joven para entrometerse en el abolicionismo, un tema que los responsables ya habían acordado resolver cuando acabase la guerra, como así ocurrió en 1879 con la ley que supuso el fin pautado de la esclavitud con un periodo transitorio (patronato). En todo caso, no hay pruebas de que ella participase u opinase contra la esclavitud, algo improbable en Cuba por aquellos meses. Lo desmentiría la buena acogida que recibió de los altos cargos de la colonia y, nada menos, que hasta del Casino Español de La Habana, lo más españolista y esclavista que entonces uno podía imaginar.
Clotilde dio en la isla casi 40 conciertos, la gran mayoría benéficos para los soldados del ejército español, fue agasajada allá donde iba (Cienfuegos, Santiago…) y salió de Cuba condecorada con la medalla de oro y brillantes y con el aprecio mutuo del capitán general Joaquín Jovellar. Tampoco hay pruebas de que en la Península se declarara antiesclavista. Ni participó en la Sociedad Abolicionista Española (SAE, 1864-1888) ni publicó en su revista “El Abolicionista”, ni figura en manifestación o declaración alguna. Qué distinto a Concepción Arenal y Carolina Coronado, protagonistas en la SAE, y ésta última autora del soneto “A la abolición de la esclavitud en Cuba” (1868), publicado con escandalera.
El conde de Morphy debía, pues, referirse a cuando Clotilde Cerdá volvió por poco tiempo a Cuba en 1881. Para entonces, el asunto estaba en vías de solución y el secretario personal de la Reina Regenta no le regañaría por ser antiesclavista, pues ya lo era todo el mundo, sino por intentar resolver el problema de cómo acabarla. Un tema nada espinoso cuando los esclavos estaban siendo emancipados por decenas de miles y en 1886 lo fueron los 25.000 que quedaban. Como tampoco tenía riesgo publicar, ¡a buenas horas mangas verdes!, la novela abolicionista “Historia de un deportado” (1886), de Antonia Opisso, escritora y dramaturga, puntal de la Academia para la mujer, de Barcelona.

Otro tanto puede decirse de las estadías de Clotilde Cerdá en la esclavista Brasil, por las mismas fechas que en Cuba (entre julio y octubre de 1876 y luego también en 1880). No hay pruebas de que allí, ni en Turquía, se mostrase abolicionista, lo cual tampoco sería una hazaña, salvo que fuese una activista, y Clotilde no lo fue. Ser abolicionista en España durante las décadas de 1870 no conllevaba especial mérito. Era un sentimiento extendido y asumido por todos a quienes no les afectase directamente el bolsillo, caso de la burguesía catalana con negocios e intereses en Ultramar que, sin ser esclavista estricto sensu, se empeñó y logró zanjar la esclavitud a su conveniencia: posponiendo la abolición y compensándola con un periodo transitorio de seis años.
La carta de Morphy se puede leer de muy distinto modo a la de quienes le critican. Antes hay que enmarcar a este apasionado de la música, compositor (alguna obra para Richard Strauss), tutor de artistas (ej. Isaac Albéniz) y uno de los responsables del espectacular auge de la música en España durante el último cuarto del siglo XIX.
Guillermo Morphy Ferriz de Guzmán (1836-1899), además de tocar varios instrumentos, fue un musicólogo que, en especial, analizó la vihuela y la guitarra españolas. Y no tenía por qué ser un reaccionario esclavista ni machista. El mismo califica de “loables” los propósitos de Clotilde y, de hecho, fue también un pedagogo interesado en instruir a las clases modestas. Presentarlo de ogro vengativo contra Clotilde es una de las mentiras más repetidas, máxime cuando fue su protector y promotor.
Sucedió que teniendo Clotilde Cerdá ocho años, él la cogió de mano para ayudarla a ser una gran arpista y en 1885 le dolía que dejase su carrera entregándose a asuntos que nada tenían que ver con la música y para los que, él consideraba, ella no estaba preparada e incluso podían perjudicarla. Como así fue, pues cuando escribió esa carta a Clotilde la Academia de Barcelona ya estaba en precario y un año después quebró costándole a ella muchos disgustos y una respetable fortuna.
Lo que sí denota la referida carta es que Morphy estaba molesto por el cambio de actitud de Clotilde. Llevaba años carteándose con ella, habiéndola escrito menos de un mes antes, y siguieron haciéndolo durante más de una década con el acostumbrado “mi querida amiga”, “mi querido amigo”, como si no se hubiese quebrado nada entre ellos. Pero en esa carta tuvo ocasión de sincerarse porque estaba dirigida a él, no a la Reina Regente. De aquí que, supongo, se permita la licencia de criticarle veladamente sus relaciones con las élites republicanas (Castelar, Salmerón, Ruiz Zorrilla) y el concierto benéfico que dio en Barcelona a favor de las familias de dos militares republicanos, fusilados por amotinarse contra la monarquía (Santa Coloma de Farnés, Gerona, 1884).
Una abolicionista casual de la pena de muerte
También es gratuito considerar a Esmeralda Cervantes una abolicionista de la pena de muerte. Logró que conmutaran la pena a tres reos, dos en España mediando ante Alfonso XII (1875), amigo suyo cuatro años mayor y con quien compartió adolescencia en París; y otro en México, ablandando el corazón del presidente Porfirio Díaz (1877). Equiparar estos actos humanitarios con el abolicionismo militante contra la pena de muerte es un error, incluso una manipulación manifiesta. Ser abolicionista presupone un compromiso mayor que interceder a favor de este o aquel caso concreto. Clotilde no lo tuvo o, al menos, no consta. Si ella fue abolicionista, por lo mismo, también lo fueron miembros de la Casa Real, quienes también pidieron la condonación de la pena capital dictada contra Ciscar, según consta en una carta en la que le contestan que la Princesa de Asturias y las infantas “se unen a sus ruegos [de Clotilde] y a los de la Reina a favor del desgraciado Macario Ciscar Domínguez” (1880). Sin resultado, fue ejecutado.
Una pacifista muy de retaguardia
Otra ficción es considerar pacifista a Clotilde Cerdá. En 1890, fue delegada en Brasil de la Alianza Universal de Mujeres por la Paz. Bien poca cosa para una relumbrona organización dirigida por señoras de elite con buenas intenciones y ningún resultado. Este ente lo presidía la princesa Wiszniewska, y en España estuvo al frente la escritora María Vinyals, marquesa de Ayerbe, tan comprometida con la educación y el feminismo.
La recia pacifista Berta von Suttner (1843-1914), autora de “¡Adiós a las armas!”, esquivó esa organización y se puso en primera línea del pacifismo en la Unión Interparlamentaria (IPU, 1889), en las conferencias de paz y en la Sociedad Amigos por la Paz. De todos modos, la Clotilde pacifista no figura como tal en ninguna guerra: Cuba (1868-78), franco-prusiana (1877-78) y menos aún en la masacre de armenios (1894-97) por parte del sultán de quien acababa de estar a sueldo. Tampoco, en la I Guerra Mundial.
“El Ángel del Hogar” en el infierno empresarial
Esmeralda Cerdá se ganó a pulso y de sobra el mérito de feminista al fundar en Barcelona la Academia de Artes, Ciencias y Oficios para la Mujer. Fracasó en su empresa, pero tuvo éxito en dar una lección magistral sobre las líneas básicas de la educación profesional orientada a las mujeres modernas: Polifacética, interclasista, práctica, sin complejos, sea para ser una eficiente ama de casa, sea para ganarse la vida de autónoma o trabajando por cuenta ajea. Faltaría que hubiese sido también un centro mixto, con chicos, algo por entonces insólito incluso para una formación progresista. Y el selecto cuadro de profesores y el local, situado en pleno centro de la ciudad, auguraban un futuro prometedor a la Academia, tanto más cuando el feminismo de Clotilde Cerdá no era para asuntar mucho. Era más bien burgués o conservador, patente en las pautas ideológicas reflejadas en los dos números que han sobrevivido de su revista “El Ángel del Hogar”. Los artículos firmados por ella resultan hoy moderados, si bien como directora de la revista tuvo la valentía de publicar colaboraciones más radicales.
Sin embargo, al poco de abrir la Academia (02.05.1885) quedó en evidencia que su proyecto adolecía de mala financiación. Sobró ambición y tuvo suficientes alumnas; faltó dinero a mansalva y mejor gestión de recursos. Habría sido más viable tener unos inicios más modestos, pues ni ella ni la doctora Dolors Aleu Riera, primera mujer en España licenciada en Medicina, tenían experiencia como empresarias. Otro tanto le pasaba a la novelista, Antonia Opisso Vinyas, secretaria y alma mater del centro. Las tres eran pioneras y arriesgaron mucho en el infierno en que se les convirtió cuadrar las cuentas empresariales. Quien sabía de qué iba eso, pues años atrás había fundado una escuela para señoritas sin recursos, era la poeta Josepa Massanès Dalmau (1811-1887). A pesar de su avanzada edad aceptó ser profesora y su dictamen previo a la apertura de dicho centro fue premonitorio: “Creo de más difícil ejecución [la Academia] que lo fue el Ensanche de Barcelona que eterniza el buen nombre de su padre”.
Los méritos del centro educativo son indiscutibles, no así las causas de su fracaso. Tanto en la exposición del Palau Robert como en los trabajos y artículos publicados al respecto se lo achacan a la falta de apoyos, en especial, de la Casa Real. No fue así. Alfonso XII y las infantas paliaron la falta de recursos; e Isabell II envió desde París un buen regalo para la tómbola celebrada para recaudar fondos. ¿Poco? No fueron suficientes. Como tampoco lo fueron las aportaciones de los benefactores. El prohombre Manuel Girona fue especialmente generoso, otros (Batlló, Arnús…) también contribuyeron con cierta largueza. Entre quienes apoyaron a Clotilde Cerdá se echa en falta a Eusebio Güell; y el marqués de Comillas se quedó corto, aunque la empresa Olalde y Cía, del Grupo Comillas, aportó para la apertura del centro. El alcalde de Barcelona, Rius i Taulet, no echó el resto a favor de la Academia. La dejaron caer porque debieron comprobar que no tenía viabilidad.

Quienes aseguran que la masonería apoyó su carrera, poco dicen del portazo que recibió de esta institución cuando, en 1886, Esmeralda Cervantes acudió a Madrid buscando apoyos para su Academia. Práxedes Sagasta, jefe de Gobierno, y Víctor Balaguer, ministro de Fomento y poco antes director de Instrucción pública, ambos connotados masones, solo le concedieron buenas palabras. Obviar en lo posible la Casa Real y resaltar el papel de la masonería en el éxito artístico de la arpista es una de las constantes de la Clotildemanía.
El problema de fondo era otro. Las matrículas y mensualidades de las alumnas, a pesar de que con 270 rebosaban el centro, cubrían solo un tercio de los gastos totales de la Academia. Demasiado poco. También se quedaron cortos los ingresos atípicos (tómbola, rifas, subasta, conciertos).
Esmeralda Cervantes, Dolors Aleu y Antonia Opisso recibieron la dura lección de que las iniciativas feministas deberían estar bien proyectadas y que ellas mismas fueran capaces de mantenerse sobre sus propios pies, sin confiar su esfuerzo a que los señores encanecidos les pagasen más de mitad de la factura de la empresa. Esto habría sido tanto como dar la razón a lo que expone conde Morphy en su carta. No les pasó lo mismo, poco después, a las feministas/activistas Teresa Claramunt y Ángeles López de Ayala con la escuela laica nocturna, precursora de la Sociedad Progresiva Femenina (con centro de enseñanza para niñas y adultas).
Como descargo, hay que admitir que Clotilde Cerdá no tuvo suerte. Abrió la Academia en plena crisis económica, tras el boom de la “Fiebre del Oro”, agravada del todo en 1886. Por si fuera poco, murió su gran valedor Alfonso XII (25.11.1885), y en la segunda mitad de 1885 la epidemia de cólera en Barcelona confinó algunos barrios y quien pudo abandonó la ciudad.
“El Ángel de la Caridad” sobrevoló las cuestiones sociales
“El Ángel de la Caridad” fue el apodo que la revista “La Ilustración de la Mujer” puso a Clotilde Cerdá al glosar su vida (06.07.1884). Es acertado. Su filantropía coincide con la llevada a cabo por las señoras benefactoras y no tiene que ver con el compromiso de las mujeres que atacaron la raíz del problema de los desfavorecidos, reivindicando cuestiones políticas y sociales. Calificarla en la Exposición de “activista en defensa de los derechos de la mujer y de los sectores más explotados” y resaltar su “activismo sociopolítico” es desvirtuar la carga contestaria, de lucha, que tienen la semántica “activista” y “activismo sociopolítico”.
Esmeralda Cervantes no enarboló ninguna otra bandera que la generosidad y desde luego no levantó barricadas, sino que actúo, por su cuenta o a través de las redes de beneficencia, al modo de las mujeres aristocráticas o burguesas, quienes con donaciones y mandas pías hasta se rieron de Mendizábal al dar la vuelta a su desamortización empoderando a la Iglesia hasta ahora (ej. colegios, hospitales, centros de acogida… regentados por órdenes religiosas). Activistas fueron otras, las reivindicativas y libertarias que se foguearon en la calle, convocaron manifestaciones y sufrieron la cárcel.
Clotilde no fue una activista, por algo tenía acceso directo a los centros de poder, no sólo a la Casa Real. Y las activistas de verdad se mantuvieron en sus puestos cuando en 1917 vivieron mal dadas para los pobres (subsistencia), mientras ella dejaba Barcelona hacia Canarias con su premio de Lotería. Estaba en su derecho, por supuesto, pero que no mientan al calificarla de activista comprometida con los desfavorecidos. Clotilde pertenecía más bien al catolicismo social de Josepa Massanés, de Dolors Aleu, Paz Borbón… Si a esto llamamos activismo, entonces Esmeralda era una activista secundaria bien relacionada.
Su Álbum refleja, con sus fotos dedicadas y cartas recibidas, lo cercano que estaba a las élites de cualquier índole, desde Isabel II a Garibaldi, desde los Romanov a Pedro II de Brasil, desde el tenor Gayarre al general Jovellar. No tenía problemas en pedir recomendaciones o audiencias, tanto a Sagasta como a Cánovas del Castillo, así que sus compromisos no llevaban la carga de activista. Por eso resulta engañoso el afán por desfigurarla en este aspecto para cuadrarla en un activismo que le es ajeno. Más bien, ella fue una mujer recomendada, tutelada, favorecida, quien no tomaba iniciativas sin pedir el concurso de sus importantes contactos.
Su mérito estuvo en el recurrente impulso a emprender, tal que revistas (ej “La Estrella Polar”), la Academia, centros de beneficencia (ej. asilo para niños y madres en Brasil) y, no menos, en su capacidad para concitar apoyos. ¡Que no es poco! Y también es reseñable sus colaboraciones en prensa durante años. Aun sin ser una gran escritora, su estilo es claro y directo, no necesariamente comprometido, sin la ampulosidad y filfa que por entonces se imponía para rellenar los textos hinchando el perro. Más discreta es su obra “Historia del Arpa” (1887), que no pasa de ser un opúsculo de siete páginas romas y sin pretensiones.
También resulta falso que la cataloguen de “emancipador de los pueblos” en el texto de la Exposición del Palau Robert y en la prensa. Increíble. Nunca es un emancipador alguien que se paseó por todas las Cortes imperiales, algunos hoy dirían imperialistas, sin cuestionar el colonialismo ni dar la cara por un pueblo subyugado. La cita de Enrique Trujillo, escritor, independentista y propagandista cubano: “La causa de la independencia de Cuba tuvo en ella una centinela adelantada”, la desdicen los hechos. Ignoro de dónde proviene la cita y cómo la pueden avalar quienes la transcriben.
Algo similar pasa al afirmar que la madre Clotilde Bosch fue progresista basándose en la propuesta de mejoras sociales y laborales que presentó a Alfonso XII al inicio de su reinado. ¿Basta con una cita de algo que más parece una carta a los reyes magos, por lo utópica que era entonces? Una prueba más de que, puestos a ensalzar y a sobrevalorar, la exposición sobre Clotilde Cerdá evita quedarse corto, incluso a costa de obviar, mentir y callar. Una pena.