Una reciente noticia de prensa informa de que la venta de automóviles eléctricos representa sólo el 0,4% del total de la matriculación de nuevos vehículos. También señala que la Generalitat de Catalunya se propone invertir una fuerte suma de dinero en promover una amplia red de puntos de recarga, como forma de dar respuesta al problema que sin duda deben plantearse muchos potenciales usuarios del coche eléctrico: el de su limitada autonomía y la consiguiente necesidad de cargar las baterías. Esta cuestión presenta un cierto paralelismo con otras situaciones semejantes en el trascurso de la historia del progreso del transporte y, entre ellas, en la historia de la navegación.
En el segundo cuarto del siglo XIX aparecieron los primeros buques a vapor y casco de hierro. Generalmente, su capacidad de carga era muy superior a la de los veleros mercantes tradicionales, los galeones de los siglos anteriores o los clíppers que —gracias a su diseño estilizado que les otorgaba un plus de velocidad— cubrían la carrera entre Europa o Norteamérica y el Extremo Oriente, en especial la carrera del té. Aunque a los profanos en construcción naval pueda parecer extraño, a igualdad de eslora y manga, un casco metálico resulta más ligero que uno de madera y, por tanto, la capacidad de carga aumenta sustancialmente. Pero la novedosa propulsión mecánica exigía de dos elementos: agua dulce para la generación de vapor y carbón para alimentación de las calderas, los cuales —especialmente el segundo— no siempre estaban disponibles a lo largo y ancho del planeta y que, aún en el caso de estarlo, obligaban a frecuentes escalas de reaprovisionamiento.
El problema del carboneo en el caso de viajes largos motivó que se ensayaran algunas alternativas. Hacia la década de 1850 empezaron a construirse grandes veleros con casco de acero, los windjammers, con una capacidad de carga de entre 2.000 y 7.000 Tm, muy superior a los veleros de madera en uso y similar a la de los nuevos buques de propulsión mecánica con los que se pretendía competir. La vida de este tipo de veleros mercantes fue languideciendo progresivamente en la misma medida en que se ampliaban las facilidades para carbonear o, posteriormente, para repostar combustibles fósiles líquidos, para desaparecer totalmente tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, todavía a las alturas de 1901, un armador estadounidense se atrevió a poner en servicio un coloso de 11.000 tns. de carga y aparejado como goleta de siete mástiles con 4.330 m2 de superfície vélica, el THOMAS W. LAWSON, que fue un fracaso comercial y naufragaría trágicamente seis años más tarde en un temporal al sudoeste de Inglaterra, con la pérdida de 17 de sus 19 tripulantes.
Estos y otros intentos, que representan los primeros pasos vacilantes de una nueva era de la navegación, dieron lugar a diversos fiascos financieros notables y, en alguna medida, también técnicos. El ejemplo quizás más notable lo constituye el GREAT EASTERN, el enorme (para su época) buque británico de acero, de 211 metros de eslora y 32.000 tns de desplazamiento, botado en 1858.
El diseñador e impulsor de la construcción del GREAT EASTERN fue Isambard K. Brunel, un famoso ingeniero, artífice de algunos de los más atrevidos puentes y líneas férreas de la Gran Bretaña. En un reciente ranking de personajes históricos ilustres de su país, realizado por votación popular y encabezado —¡cómo no!— por el insigne Winston Churchill, Brunel ocupa el quinto puesto, lo cual da una buena medida de la permanencia en el tiempo de su gran prestigio.
La idea básica de este ingeniero fue la de construir un buque capaz de efectuar la travesía de ida y vuelta entre Inglaterra y Australia o China sin necesidad de reaprovisionarse (la capacidad de sus carboneras creo que era de unas 5.000 Tm) y transportando 4.000 pasajeros. Prácticamente, el barco era una síntesis de todos los medios de propulsión conocidos: ruedas de paletas, una sola hélice y unos 1.700 m2 de velamen soportado por seis mástiles. Su construcción fue sumamente accidentada y todavía más su vida comercial. Brunel no tuvo en cuenta el “pequeño” detalle de que, en aquel momento, no era nada fácil hallar 4.000 personas dispuestas o necesitadas de viajar a China o Australia, por lo que el GREAT EASTERN nunca llegó a efectuar tal travesía. En su viaje de pruebas estalló una de las calderas causando numerosas víctimas y posteriormente se puso en servicio en la línea Inglaterra-Estados Unidos durante un par de años, no rebasando nunca la cifra de 500 pasajeros de pago, excepto en una ocasión en que el gobierno británico lo fletó para transportar un contingente de 2.500 soldados al Canadá. En su tercer viaje un temporal destrozó completamente ambas ruedas de paletas, lo cual demostró la poca fiabilidad de las mismas en viajes por alta mar y en otra travesía posterior chocó con un escollo cerca de la entrada de Nueva York, salvándose del hundimiento gracias al hecho de que Brunel (precursor acertado al menos en este extremo) había dotado a su buque de doble casco. Naturalmente, la Great Ship Company, propietaria del descomunal artefacto, no tardó en declararse en bancarrota.
En 1864, una nueva empresa, la Great Eastern Steamship Company, encontró una nueva utilidad al buque: su fletamento para el tendido del primer cable telegráfico submarino, de 4.200 kms., entre Gran Bretaña y Estados Unidos, lo cual requirió una notable transformación que pasó por eliminar alguna de sus calderas y gran parte de sus camarotes de pasaje. En su nuevo rol, el GREAT EASTERN llevó a cabo otros trabajos semejantes, entre Francia y las islas de Saint Pierre y Miquelon, o entre Aden y Bombay, hasta 1878. Su agonía, que incluyó su transformación en restaurante flotante, se prolongó durante diez años más, hasta acabar vendido como chatarra y enviado al desguace.
Es bien sabido que el siglo XIX vio nacer la llamada Revolución Industrial. Resulta lógico que los avances y el progreso tecnológico tengan un componente experimental sumamente relevante, por lo que los tropiezos y ensayos más o menos fallidos resulten inevitables. El GREAT EASTERN no fue el único ejemplo de ello ni Brunel el único pionero mesiánico. También resulta destacable el caso del USS MONITOR del ingeniero norteamericano de origen sueco John Ericsson. Como Brunel, también Ericsson inició su carrera en el diseño de ferrocarriles y locomotoras. Ya en Estados Unidos, en plena Guerra Civil, convenció al presidente Lincoln y a su Secretario de Marina para financiar la construcción de un buque de guerra de hierro de diseño totalmente novedoso, inspirado en el de las almadías utilizadas en Suecia para transportar los troncos de madera de sus bosques. Con poco calado y aún menos franco bordo, el MONITOR tenía la apariencia, según un observador de la época de un queso colocado sobre una bandeja. El “queso” era una torreta giratoria provista de dos potentes cañones. Hoy en día y visto a cierta distancia, su silueta sería similar a la de un submarino navegando en superficie, con la diferencia sustancial de que el prototipo de Ericsson no era capaz de sumergirse. Su inventiva no llegó a dar el paso decisivo.
La vida del USS MONITOR fue muy breve. Entró en servicio en febrero de 1862 y pocos días más tarde se enfrentó a la fragata acorazada confederada CSS VIRGINIA, en la bahía de Hampton Roads, en una encarnizada batalla naval que acabó en tablas ya que ninguno de los contendientes logró hundir a su enemigo a pesar de los numerosos impactos que se propinaron mutuamente. En diciembre del mismo año, una fuerte tormenta a la altura del cabo Hatteras consiguió lo que no habían logrado las balas de cañón del VIRGINIA. Sin embargo, el MONITOR dio nombre a un tipo de buque de guerra que demostró cierta eficacia —la torreta giratoria fue un gran avance técnico que aún subsiste— siempre y cuando su uso se limitase a aguas tranquilas o fluviales (algo similar a lo que se evidenció en el caso de las ruedas de paletas) y la U.S. Navy todavía empleó este tipo de embarcación hasta tiempos tan recientes como la guerra del Vietnam. La técnicamente menos ambiciosa iniciativa de los confederados en el caso del VIRGINIA, o sea la de blindar una vieja fragata tradicional de madera mediante planchas y vigas de hierro, tuvo mejor fortuna a corto y medio plazo: daría lugar a los navíos de guerra acorazados de nuevo cuño, ya con casco de acero desde su origen, que se empezaron a construir a partir de entonces por las Armadas de todo el mundo y de forma masiva.