Rafael Rodríguez Valero fue director general de Marina Mercante durante seis años (2011-2018). Cesado por el Gobierno del Partido Popular una semana antes de que se presentara en el Congreso la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa, fue nombrado presidente de la Autoridad Portuaria de Ceuta, cargo del que tomó posesión en junio de 2018 y del que ocho meses después, en enero de 2019, dimitió de forma irrevocable entre el estupor generalizado de quienes sabían del buen hacer profesional de Rafael Rodríguez Valero y de sus sólidos proyectos para mejorar la organización y el funcionamiento del puerto de Ceuta.
Tal vez las claves de esa asombrosa dimisión -algunas al menos- haya que buscarlas en su primera novela, “Archi, el político”, recientemente editada por la Editorial Círculo Rojo.

Con un arranque espectacular, la novela narra la vida y miserias de un político que tras años de aparente sumisión, amabilidad y ciega obediencia a quien dirigiera en cada momento el partido, llega al fin a mandar y salir elegido presidente del país. Su acceso a la jefatura del partido fue debida a la aplicación estricta de la ley del más tonto, esa práctica común a tantas organizaciones que eligen por cobardía al personaje gris, suficientemente inculto y en apariencia inofensivo. De esa estúpida costumbre derivan no pocos de los males que nos aquejan.
Una vez encaramado al poder, Archi despliega el amplio abanico de maldades que su mediocridad necesita para mantenerse: engaños, mentiras, traiciones y cuantos delitos hagan falta para controlar los resortes del país, jueces, asociaciones, sindicatos, que, de paso, le permiten enriquecerse con la venta de favores.
Rodríguez Valero sitúa la trama en un país inventado, el RAT, República Africana del Tareg, rodeado de otros países también inventados, Tenika y Petral, con ciudades imaginadas por el autor entre las que destaca la ciudad y puerto de Ceujal. Todo ello en la mejor tradición del realismo mágico que inició Joseph Conrad en “Nostromo” con la invención de Costaguana, continuó William Faulkner con el imaginario condado de Yoknapatawpha, y culminó García Márquez con la mítica Macondo.
Habrá muchos lectores que, a no dudar, creerán hallar en los países y ciudades que fabula Rodríguez Valero nombres bien conocidos, territorios reales e incluso personajes vivos en la actualidad. Están en su derecho, las novelas pertenecen a los lectores una vez editadas, pero nadie debería olvidar que una obra de creación trasciende incluso las intenciones del autor y va más allá de la coyuntura que recoge el relato.
Aún advirtiendo algunos errores de redacción, normales en un autor primerizo, “Archi, el político” es una obra mayúscula, bien contada, con ritmo y giros sorprendentes que alimentan el interés del lector. Una lección de buena narrativa y un manual imprescindible de la mala política a la que sirven políticos deleznables y canallas. Archi, el político sin ir más lejos.