Martes, nueve de enero de 1951. A pesar del frío reinante y de no ser fiesta de guardar, las Ramblas están abarrotadas. El crucero pesado Newport News y los destructores Soley, Barton, Strong y Harry F. Bauer, de la Sexta Flota de los Estados Unidos, acaban de atracar en el puerto de Barcelona para que sus dotaciones gocen de un merecido descanso. Más de dos mil quinientos oficiales y marineros cargados de dólares frescos desembarcan preguntando dónde se puede pasar aquí un buen rato.
Toda la ciudad acude a celebrar lo que por una parte es el principio del fin del aislamiento, y, por otra, que los reyes magos han venido este enero dos veces a la ciudad. Las señoritas del Chino (faltaban muchos años para que se inventara el Raval) pasan de cobrar quince pesetas a cinco dólares por ocupación. Cada atraque de la flota bien puede dejar un millón de aquellas pesetas al día entre colmados (los supermercados estaban por llegar), bares y meublés (en catalán. casa de barrets, en este caso, blancos) con sus correspondientes señoritas. Trate de imaginar qué fue esto para una Barcelona que aún verá fusilamientos en el Campo de la Bota hasta el Congreso Eucarístico de 1952.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí en una España devastada por la guerra?
UN POCO DE HISTORIA
Corre 1945. Apenas han callado las armas y un telón de acero cae sobre Europa. El oso soviético y el águila americana se dividen el mundo. ¿Todo? No. La España de Franco, ubérrima en hambre y penas, centinela de occidente, es “una” porque si hubiera otra todo el mundo se habría marchado a esa.
España declara la neutralidad el 1 de septiembre de 1939 para pasar el 12 de junio de 1940 a una no beligerancia muy escorada hacia estribor que durará hasta noviembre de 1943, cuando todo el pescado está vendido. No fuimos los mejores ganando amigos. El 12 de diciembre de 1946 la resolución 39(I) de la ONU solicita que sus miembros retiren los embajadores del “gobierno fascista de Franco en España, (que) fue impuesto al pueblo español por la fuerza”. Una manifestación espontánea en la plaza de Oriente de Madrid grita “¡Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos!”

Para el españolito que vienes al mundo te guarde Dios la situación es terrible. Finalizada la Guerra Estúpida y Criminal (también citada en otros textos como “civil española”). el país ha quedado destruido. Seis años de guerra mundial han impedido la importación de tecnología o materias primas más allá de algunas armas del eje ya obsoletas, y la resolución de la ONU parece indicar que tenemos para rato. La carne y el trigo argentinos alivian un poco el racionamiento, pero aquí falta de todo menos lágrimas y odio. Hasta 1947 no cerrará el último campo de concentración.
Wait! Just a minute! ¿Hemos dicho “anticomunistas”? La guerra fría escala por momentos. Pero de repente. alguien descubre sorprendido que tenemos castigado al país que actuaría de retaguardia en caso de invasión soviética y que, dicho sea de paso, no comulga con el contubernio judeomasónico comunista (no queda muy claro qué es eso, pero sabemos que incluye a los soviéticos). Oh, dear! La ONU se lo repiensa y el 4 de noviembre de 1950 dice que bueno, que los embajadores pueden volver si quieren, a pesar del cabreo de la URSS.
En 1953 Estados Unidos y España firman el Pacto de Madrid. No tiene aún la categoría legal de tratado (el Senado estadounidense aún no acaba de ver claro lo expuesto en el párrafo anterior), sino la inferior de agreement entre gobiernos, pero ya nos vamos entendiendo. Dicho pacto establece ayuda económica, suministros militares y bases americanas en España. No entraremos de iure en la OTAN hasta 1986, pero, de facto, la estrategia española —y con ella el régimen— es bienvenida en el mundo libre. En 1959 Franco abraza a Eisenhower en Madrid en lo que representa su primera entrevista con un líder mundial desde aquel lejano 1940 en Hendaya, con Hitler.
UN POCO MÁS DE HISTORIA, POR MÁS PEQUEÑA NO MENOS INTERESANTE
Barcelona, años cuarenta. Mientras que a los inmigrantes más humildes se los expulsa a sus lugares de origen tal como bajan del tren con las gallinas, desde 1946 la Penya Rhin organiza carreras automovilísticas, que, en 1951, permitirán a Fangio coronarse como campeón del mundo de fórmula uno en la Diagonal con avenida de Pedralbes, quiero decir en la avenida de la Victoria con Generalísmo Franco.
En 1943 se censan 221 meublés; en 1945 llegan a 383, y a unas cincuenta mil las mujeres que viven de la prostitución. En Navidad se sirve por primera vez caviar en Barcelona desde el fin de la guerra, en el Windsor Palace, a 500 pesetas el cubierto (recordemos que una ocupación son quince, y las puñeteras (segun el diccionario: dícese de quien practica la acción de pulserear), mucho más económicas. Todo el mundo tararea “Los que viven del cordero” de Kaps y Joham. Hay que espabilar, como Antonio y Antonia, que llegan en 1945 de Mallorca a Barcelona. Animosos comienzan vendiendo pescaíto frito para abrir el bar La Flor dos años más tarde.
En 1951 los tiempos ya son otros. El 22 de marzo la huelga de tranvías detiene la ciudad. Ramallets, Kubala… ¡el Barça gana las cinco copas! No cantemos victoria. El 14 de diciembre de 1952 morirán tres espectadores en Les Corts por una venta de entradas muy superior al aforo. El gobernador civil Acedo Coluga ordenará que desaparezca esta noticia. Pero no adelantemos acontecimientos, y marchemos unos miles de kilómetros a poniente.
Pensamos a veces que la alta política no llega al ciudadano de a pie. Craso error. Recordemos que la guerra es donde los viejos envían a morir a los jóvenes y donde los padres entierran a los hijos. Hacen falta muchas manos en una marina de guerra como la US Navy, y para hacer la vida del marino atractiva para una juventud americana que en dos días no verá claro qué se nos ha perdido en Vietnam no hay nada como un buen fajo de dólares a fin de mes. Qué les cuento: los embarques son vida para quien la quiera, y bien saben los veteranos de mis lectores que, en un buque de guerra de la época, la habitabilidad, el ocio y la disciplina eran más duros que los garbanzos del economato.
En 1948 Estados Unidos establece un despliegue naval estable en el Mediterráneo que se convierte en unidad orgánica en 1950: la Sexta Flota. Bases como Rota son imprescindibles para mantener tal despliegue tan lejos de casa, pero también puertos amigos donde dar descanso a la tripulación y reponer algunos víveres frescos. Los puertos de Tarragona y Palma reciben a los americanos, pero las “infraestructuras” —más adelante entenderá usted las comillas— de Barcelona la hacen especialmente atractiva a los marineros de las barras —perdón por el chiste fácil— y estrellas. Un portaaviones lleva a cinco mil marineros a bordo, que suelen bajar a tierra en dos turnos si las necesidades del servicio lo permiten. “Good morning, queremos dos mil cuatrocientas noventa y nueve cervezas y un chato de vino.” esto para ir entrando en calor. En una Barcelona en la que aún se escuchaba el “agua va”. Y pensamos que ahora vivimos en los tiempos más locos de la historia.
MANOLO
Sábado, 23:00 hora zulú. Tras haber cenado unas tapitas, el intrépido equipo reportero de Naucher se pone en marcha. Invierno o verano, Manolo está en la puerta del Kentucky; un ojo. en la calle; otro, en la barra; otro, en que los parroquianos estén a gusto; otro, en el posible chunguerío. Es la segunda generación, yerno de aquella pareja que montó el bar. Su apretón de manos afable te dice que “yankees, welcome, pero malos rollos no”.
Las puertas estilo saloon far West hubo que cambiarlas por unas aislantes para no molestar con la música. Sin embargo, al entrar en el local no hace falta mucha imaginación para ver, a un lado, a las señoritas; al otro, a los marineros. Tras la barra, Eva, nieta de Antonia, hija de Nieves, capitanea el equipo de camareros.

Sigue la gramola, siguen las cintas de gorra con nombre de barco en las paredes, sigue un brazal de la policía militar americana, la Shore Patrol (a saber cómo la consiguieron los marineros, mejor no meneallo). En las paredes fotos de portaaviones, cruceros y destructores alternan con anuncios de la época y retratos de la fauna local del chino. Siguen los taburetes, sigue la barra.
—El trabajo era muy duro —recuerda Manolo—. Se abría a las once de la mañana; se cerraba a las tres de la madrugada, sin faltar un día que hubiera barcos americanos en el puerto. Un portaaviones llevaba cinco mil quinientos marineros a bordo, que bajaban a tierra en dos turnos, días alternos. Te puedes imaginar. Todo, eso sí, era muy ordenado. Al principio dejaban encima de la barra la gorra con el tabaco, el Zippo y los dólares. Tú mismo ibas cobrando. Luego como se abusaba un poco, que ya sabes cómo somos aquí, te pagaban cuando le servías la cerveza. ¡Ni un segundo después! Gente seria.
—¡En dólares!
—¡Vamos! Estos taburetes que hay aquí detrás los hemos hecho un poco más altos y hemos cambiado el acolchado, pero aquí se sentaban las señoritas, y en la barra, los americanos. Las chicas les pedían que las acompañaran al colmado, y ellos pagaban la compra, que duraba un mes para toda la familia. Luego, al meublé. Para ellos no era dinero; para ellas, la forma de salir de la miseria. Hubo que ahorraron y se compraron una casa en el pueblo, hubo que no.

Las chicas hacían la ruta, como en aquella película, “Sigamos la flota”. En Mallorca había un bar que también se llamaba Kentucky, en la calle Sindicatos. Lo llevaba una señora que era gitana. Cuando el barco marchaba para Baleares. las señoritas, en avión, de Kentucky en Kentucky. Recuerdo un caso: una señorita que era enanita ir para el meublé con un americano de metro ochenta a cada lado. ¡A esta nunca le faltaba faena!
—¿En aquellos años no había problemas con la moral?
—Alguna vez había venido aquella policía gris de entonces y se llevaba las chicas a comisaría. Nos tocaba ir a ver si se podía llegar a algún “acuerdo” que a todos beneficiara. Otros tiempos. Todo esto se toleraba. Si una señorita llevaba un vestido demasiado corto, ¡al cuartelillo! . Uf, si se llevaban a las chicas ¡todo el barrio lo iba a pasar mal!
—Pero esta casa era decente.
—Absolutamente. Nosotros nada teníamos que ver con lo que pasaba después. Muchos hoteles funcionaban como habitaciones por horas, y se hacía la vista gorda. Aquí se encontraban las señoritas y los americanos, y lo que pasara luego era fuera de esta casa.
—¿Gente disciplinada y de bien servir?
—Mucho. Mira, lo mejor es cuando llegaban primero los oficiales. Los marineros que venían después entraban, saludaban, y aquí paz. Muchas veces los oficiales —señala al fondo— alquilaban aquella zona para una comida privada. Encantados, se les servía lo que necesitaran. Los marineros eran más de barra. Imagina chavales con dólares frescos, tras meses en alta mar. Los taxistas les estafaban, les cobraban a saco. En fin. Aquí les tratábamos bien. A mí me regalaban Zippos ¡y las mejores camisetas que nunca he tenido! Hay que pensar que venían de Corea y luego de Vietnam tan jóvenes. Ponte en su lugar. A veces, pocas, andaban algo cruzados, hemos de entender a aquellos chavales. No, no podían estar bien.
—De vez en cuando se liaría.
—¡Uf! En cada una de las puntas de esta calle, ves, se ponían dos policías militares americanos, la Shore Patrol. ¡De vez en cuando las botellas volaban como en las películas! Es que llegaban a desguazar el local. Entonces entraban aquellos chicos enormes de la Shore Patrol y ¡para el barco! Después solo teníamos que presentar la factura de los destrozos al oficial del barco correspondiente, que nos pagaba sin preguntas y al momento. Todo arreglado. Creo que luego le descontaban la tangana al marinero.
—¿Era el chino un barrio chungo?
—¡En absoluto! -Manolo saluda desde la puerta a la patrulla de los mossos, que viene a asegurarse de que todo siga tranquilo. En este bar no caben dos mil quinientos marineros. Estaban el Panams, el Cosmos, el Texas y los lugares de comidas. Todo el barrio tenía interés en que no hubiera problemas, y tanto la policía española como la militar americana vigilaban. La mayoría, ya te he dicho, chavales, buena gente.
—Me sabe mal citar esto, Manolo, pero no puedo dejar de hacerlo. En la noche del 17 de enero de 1977 una barcaza de desembarco que devolvía marineros al USS GUAM y USS TRENTON aborda al mercante Urlea, en el puerto de Barcelona. Cuarenta y nueve marineros no consiguen llegar al muelle. ¿Recuerdas esa noche?

—Cómo olvidarla. Terrible. Algunos volvieron aquí desorientados con las caras llenas de arañazos tras luchar por escapar bajo el agua de la barcaza que se hundía. Habían salido de aquí, de los bares del barrio, habían bebido… El agua estaría tan fría. Tan jóvenes.
Levanto la vista y los veo en las paredes. Clavo los ojos en la barra. Largo trago a mi gintónic.
NIEVES
Hemos comentado que el mando en el Kentucky se hereda por línea femenina. Buscamos a la segunda generación, Nieves, la hija de Antonia, en aquellos años todavía una niña. Actualmente ya ha pasado el bastón de mando a Eva, pero recuerda bien aquellos tiempos interesantes.
—La abuela les fiaba a los marineros —comienza a explicar con una sonrisa—. Eran gente de fiar.
—Bueno, bueno —ríe Manolo—. Me acuerdo una vez que mi suegra me envió a un petrolero a cobrar lo que se debía. Nos acercamos en una barquita, en plena noche, con mala mar, y, de repente, veo una cuerda colgando de la borda. Qué digo “borda”, de aquella enorme pared de hierro. Y va y me dice el marinero: “Nosotros nos acercamos y usted se tira por la cuerda”. ¡Venga anda! Me volví a puerto. Ya vinieron luego a pagar.
—Uy, esto pasaba antes mucho. Yo venía del cole —continúa ella—. Tendría siete u ocho años. Mis padres no me dejaban entrar al bar, pero un ratito sí que podía acercarme, y los americanos me enseñaban a contar en inglés. Eso sí, prontito a casa. Me invitaban a subir a bordo de los barcos. ¡Tengo una foto dentro de uno de aquellos aviones de combate! Y volvía llena de regalos.
—Bueno, yo vengo aquí desde antes de que Eva se pusiera tras la barra —aparca Viento-bajo-mis-alas durante un segundo el gintónic—. No hablamos de esos tiempos, pero recuerdo a dos marineros negros, guapísimos y enormes que me invitaron a pasar la nochevieja a bordo de un portaaviones. Era muy joven y no me pareció apropiado.
—Pues imagina a principios de los sesenta —prosigue Nieves—. Cuando celebraban una comida traían del barco montones de latas de judías, ternera, tartas… Cuando terminaba la fiesta repartíamos lo que había sobrado por todo el barrio! Daban unas propinas exageradas. Claro, compara la peseta con el dólar.

—Las chicas se sentaban en estos taburetes que ves aquí detrás, y a esperar. No pienses que los americanos venían como lobos tras meses de embarque. Se charlaba, y luego llevaban a las chicas al peluquero, a la modista, al ultramarinos, y comía todo el barrio hasta el barco que viene. Eran buena gente, muy jóvenes.
Trago a mi gintónic. Hoy en día en los bares pijos parecen ensaladas. Manolo es de la vieja escuela: primero y principal. nada de garrafón, tónica, una piedra de hielo y buena charla. Eva me pincha una fresa en un palito para darle gracia; su padre calla, que hay que dar cancha a los nuevos tiempos.
Te echo de menos ahora, amigo lector, sentado a mi lado en uno de estos taburetes que muchos bares atornillaban al suelo para que no se convirtieran en arma improvisada. Algunos aquí peinan canas, otros ya ni peinamos. Yo ya no viví los tiempos del hambre, pero recuerdo a mi abuela besar el mendrugo que caía al suelo. Pienso ahora en aquellas mujeres que, para que pudieran comer los suyos. entregaban lo más sagrado de puertas afuera, lo más ignorado de puertas adentro. Qué fácil nos resulta ahora juzgar y hacer leyes antiprostitución; qué difícil es hoy comprender y amar a aquellas valientes mujeres que tanto bien trajeron a todo un barrio, a toda la ciudad; que difícil comprender a aquellos chavales ingenuos, buena gente, a quienes sus gobernantes mandaban a matar, cuando ellos solo querían amar.
—En los ochenta la cosa fue cambiando —recuerda Manolo—. En el ‘79 pusieron una bomba en la plaza de Medinacelli. Luego vino el “OTAN no, bases fuera”; empezaron a tirar pintura a los barcos. Nuevamente se impuso la moral de algunos. Primero los marineros tenían que venir de paisano, cuando antes las calles eran un mar de gorritos blancos. Luego, las visitas se espaciaron.
Afortunadamente los tiempos del hambre quedaban lejos. En los ochenta molaba Naranjito, y el “Libertad sin ira” de Jarcha estaba más pasado que un arroz a las cuatro. ¿Qué hubiera pasado si el amigo americano no hubiera estado cómodo veinte años antes? Más hambre, más miseria. Creo que ya estábamos acostumbrados. Tratamos la historia como si fuera una obra de arte, como una pintura a estudiar y admirar. Eso no es correcto. La historia no debe ser juzgada ni por su belleza ni por su perfección. Simplemente fue. Una generación bendecía la mano que traía pan; otra rechazaba estrecharla. Todos con sus motivos.

—Reconvertimos un poco el bar a los camioneros —encoge los hombros Manolo—cuando ya habían terminado la ruta, por supuesto. Fíjate, aún hoy en día vienen con las familias a Barcelona y pasan a tomar algo. En fin, recuerdos. Javier Theros ganó un premio por un libro sobre la Sexta Flota en Barcelona, y quiso que se lo entregáramos en el Kentucky. Y aquí seguimos.
MANGANTA Y SUS AMIGAS
Podríamos bien haber terminado aquí nuestra investigación y pedido otro gintónic, pero el deber es lo primero. Un buen amigo nos da un soplo y nos presenta a un interesante testigo de aquellos tiempos. Hace ya años que no recorre estas calles, pero la Manganta no olvida.
—Tenía quince años al marchar de casa —nos cuenta el ahora simpático y divertido caballero que peina canas—. Yo ya sabía que era gay, y había que comer, así que me puse a hacer la carrera, y no universitaria. Íbamos a buscar señores al Sant Germain de la calle Codols, al Elefante Blanco…, y luego, a la pensión de Medinacelli. Se hacía mucho dinero. A veces les metía la mano en el bolsillo cuando se dormían, ¡pero que chapero no ha hecho esto!
Recuerdo muy bien aquellos barcos. Una vez subimos a bordo la Ducados, Pitirola, Georgina, Sandra, Bouler y yo, monísimas todas. Yo llevaba el pelo largo, blusa bombacho, zapatos con tacón y mis pantaloncitos ajustados. Llegamos a bordo, nos abren aquella reja, y dice uno: “Pasen, señoritas. ¡Anda, si son tíos!”
Nos metimos en unos camarotes, y a trabajar. Yo ya no podía más, salgo a la puerta y veo…¡una cola! Y digo “nenas, vámonos de aquí, que no podemos”. Eso sí, antes de marchar, llenamos los bolsos de tabaco.
PISANDO LAS MISMAS PIEDRAS, MARCHANDO HACIA LA MISMA MAR
Los intrépidos plumillas salimos del Kentucky. Sin pensar, nuestros pies nos llevan hasta Nou de la Rambla, o Conde del Asalto. Respondo al saludo de la policía militar un punto demasiado tieso para que crean que soy inocente. Es sábado noche y compañeros lo dan por bueno con miradas frías como la buena cerveza. Bajo en busca de la barcaza que me devolverá a un portaaviones donde no veré el sol durante meses tatareando aquello de “ay, pena, penita, pena, que sonaba en la gramola”, mis borceguíes negros destacan sobre el pantalón blanco. Estoy contento. De repente levanto la vista y una piedra ante mis ojos me recuerda que en 1977 unos apenas niños perdieron todo lo que hubieran podido llegar a ser. Cierro los puños, respiro con fuerza.
Chino o Raval, barrio de mil vidas. Mira que odio a esa Barcelona de pastel, mira que te amo. Tendemos hoy en día a juzgar el pasado con los ojos del presente. Tuvieron que ser tiempos terribles, de represión, de miseria, de moral impostada. No quiero juzgarlos. Le pido a usted el ejercicio de ponerse en los ojos de una pobre chica que se acerca a un marinerito poco más que adolescente y le sonríe, pensando en una familia que tiene que mantener. No olvide que fueron nuestros padres, y que si pasamos de la alpargata al seiscientos fue, también, por esas mujeres valientes. Miro la mar, pensando en lo bueno y malo que nos trajo.