Viene este exordio a cuento cuando se estudia una cuestión que debería ser aparentemente tan sencilla como la regulación de la Protesta de Mar en la nueva Ley de Navegación Marítima. Más en concreto, cuando un capitán se acerca hoy a nuestro despacho y nos plantea como profesionales jurídicos una cuestión tan sencilla como la siguiente: en el viaje a este puerto mi buque ha sufrido un temporal y dos contenedores de cubierta han caído al mar; quiero dejar claro y establecido lo que ha sucedido: ¿Qué debo hacer? ¿Debo hacer una Protesta de Mar? ¿Cómo? ¿Debo presentarla ante alguna autoridad? ¿Cuál? ¿Debo acudir a un notario? ¿Hay que hacer una tasación notarial de daños?
Aunque resulte ciertamente increíble, puesto que tenemos una flamante nueva ley al respecto, que se supone debería ser tan clara, meditada y sencilla como para responderle de corrido al interpelante, nuestra respuesta al capitán (si la prudencia nos inspira) sonará como algo así: mire, no estoy nada seguro de lo que debe hacer, así que lo mejor será que prepare usted una protesta unilateral en su oficina a bordo, la anote en el Diario, luego la presente por escrito ante la Capitanía de Puerto, y para más seguridad la protocolice también ante un notario. Incluso podría ser conveniente que el notario nombre un perito para valorar los daños a las mercancías. Vamos, que si antes de la nueva ley tenía usted que acudir al Juzgado de Primera Instancia y basta, ahora va a tener que realizar tres o cuatro trámites diversos. Aunque, eso sí, tampoco es que yo esté muy seguro de lo que le estoy diciendo.
¿Cómo se ha podido llegar a un resultado tan patentemente contrario a la exigible claridad y seguridad jurídica que se espera de una nueva ley? Se lo cuento, aunque la prolija explicación que sigue podría resumirse recordando a Bismarck: la ley se hizo como si fuera una salchicha, cada uno puso en ella lo que se le fue ocurriendo.
Pues verán: el texto de la ley original de 2.004 establecía con toda rotundidad en su art. 253 sobre Protesta de Mar que ésta pasaba en el futuro a constituir una mera declaración unilateral del capitán, reflejada en el Diario de Navegación, y dotada de un cierto valor probatorio como prueba preconstituída. La nueva ley dejaba para siempre de lado cualquier intervención jurisdiccional o institucional en su control (no más Juzgado, ni notario, ni autoridad) y la Protesta pasaba a ser lo que es en el Derecho anglosajón: una Note of Protest unilateral y privada en la que el capitán dejaba escrito lo sucedido a bordo, preconstituyendo un principio de prueba sobre ello. En el fondo, se trataba de abandonar el formalismo puntilloso y burocratizante que siempre ha caracterizado el Derecho español.
Junto a la Protesta de Mar, aunque sin relación alguna con ella, se establecía también (art. 249, hoy art. 186) la obligación del capitán de comunicar de inmediato y por el medio más rápido posible, a la autoridad marítima o cónsul más cercano, cualquier accidente de navegación ocurrido al buque o incidente de contaminación producido u observado. Nada que ver con la Protesta de Mar, sólo una obligación de informar a las autoridades de ciertos hechos relevantes sobre la seguridad de la navegación.
Esta concepción antiformalista y liberalizadora es la que sigue estableciendo el art. 187 del texto publicado en el BOE, y esto es lo que sigue diciendo al respecto la Exposición de Motivos en su apartado V in fine: “la protesta de mar se regula como un instrumento probatorio exento de todo formalismo, que obliga al capitán a dejar constancia en el Diario de Navegación de los acontecimientos ocurridos durante el viaje y a certificarlos luego de forma unilateral en la protesta”. Vale, exento de formalismo. ¿O no vale?
Pues va a ser que no, porque cuando el proyecto de ley pasó finalmente por el Congreso de los Diputados diez años después, en 2.014, los salchicheros hicieron su aparición. No sabemos quiénes eran exactamente (probablemente una mezcla de burócratas del Ministerio de Justicia, notarios y algún otro parlamentario complaciente al que le sonaba muy bien aquel expediente medieval de las “Protestas” contra mares, vientos, piratas y enemigos), pero sí sabemos lo que hicieron: enredar las cosas hasta extremos surrealistas.
Veamos: por un lado respetaron lo que ya hemos expuesto sobre antiformalismo y privacidad de la Protesta, pero por otro añadieron al final de la Ley de Navegación (Título X, Caps. I y II) algo absolutamente contradictorio, nada menos que un “Expediente público de Derecho Marítimo”, de competencia de los notarios, al que denominaron “Protesta de Mar por incidencias del viaje”. Así que, por arte de birlibirloque, lo que según el art. 187 es un acta unilateral y privada del capitán, pasa a ser también y simultáneamente en el 504 un expediente público de competencia de los notarios. Pero que, ¡oh sorpresa¡, es un expediente que debe tramitarse también ante la Capitanía Marítima “de acuerdo con la ley” (¿cuál ley?) y en el plazo de 24 horas desde su llegada a puerto (art. 502). Y todo ello, ¿cuándo debe hacerse?: pues, nueva cláusula de obscuridad, “en los casos en que la legislación aplicable exija que el capitán al llegar al puerto de destino haga constar algunas incidencias del viaje”. O sea, master, que cuando la ley le diga que haga algo, hágalo, una recomendación clara como el agua pura.
Conociendo el paño por años de experiencia, no cabe duda a quien esto subscribe que en pocos años se redactarán y publicarán en España sesudos estudios y tesis doctorales acerca de las diversas clases de protestas de mar, su diversa tramitación, sus requisitos y plazos, la intervención de capitanías y notarios, su razón de ser, la sutil distinción entre las unilaterales, las formales y las certificadas, y así. Recuerden entonces que la cosa fue más sencilla en su origen: fue la práctica de la salchicha.