En la madrugada del pasado 5 de marzo se cumplió un siglo de la mayor catástrofe de la Marina Mercante de nuestro país: el hundimiento del trasatlántico PRINCIPE DE ASTURIAS, de la naviera Pinillos e Izquierdo & Cia, de Cádiz,tras chocar violentamente contra un arrecife de la costa sudeste del Brasil e irse a pique en menos de diez minutos. En el siniestro perdieron la vida, al menos oficialmente, 445 personas de las 588 —entre tripulación y pasajeros— que se hallaban a bordo en su última y fatídica singladura.
En su día, se barajaron como posibles causas de aquel siniestro diversos factores: el mal tiempo y los intensos chubascos que dificultaban la visibilidad en grado sumo, las fuertes corrientes imperantes en la zona o la posibilidad de que el capitán Lotina, al mando del buque desde su puesta en servicio un año y medió atrás, optase por una derrota cercana a tierra para evitar algún peligroso encuentro con los submarinos y barcos corsarios alemanes que atacaban mercantes de forma indiscriminada, fuesen beligerantes o neutrales. También, como causa muy probable y principal, se apuntó a las peculiares condiciones de magnetismo de la zona, rica en mineral de hierro, que provoca desvíos extraordinarios en el compás de los barcos. De hecho, la pequeña isla de Ilhabela y su costa firme adyacente han sido tachadas de “cementerio de barcos” por el gran número de naufragios acaecidos en sus aguas a lo largo del tiempo transcurrido desde el Descubrimiento.
La rapidez con que se produjo el hundimiento (menos de diez minutos, como indicábamos más arriba) y el hecho de que el mismo se produjese en plena noche, a las 04.15 de la madrugada, impidió tanto una evacuación ordenada del buque como una llamada de auxilio mediante la radiotelegrafía. Sólo uno de los botes salvavidas pudo ser destrincado y permaneció milagrosamente a flote sin ser arrastrado al fondo. Gracias a esta circunstancia y al heroísmo de dos miembros de la tripulación, el segundo oficial Rufino Onzain y el camarero Buenaventura Rosés, que se hicieron con el bote a la deriva y se afanaron en recoger náufragos y llevarlos a tierra en repetidos viajes, se pudieron salvar un número considerable de los 143 supervivientes (86 tripulantes y 57 pasajeros). El resto, seres humanos asidos a maderos o a balas de corcho que formaban parte del cargamento y que quedaron a flote, ateridos de frío y a punto de perecer por debilidad o por los ataques de tiburones, fue recogido a lo largo de la mañana siguiente por el buque francés VEGAo bien consiguieron alcanzar la costa. El capitán Lotina, al igual que la mayoría de oficiales bajo su mando, pereció con el buque.
Es de suponer que esa efemérides, el centenario de este triste suceso, haya motivado la publicación del libro “1916: el Titanic español. La historia oculta del naufragio del Príncipe de Asturias” del cual es autor el periodista brasileño afincado en España Pablo Villarrubia Mauso.
Una de las primeras sorpresas que el volumen ofrece es observar que el prólogo del mismo lo firma el también periodista Iker Jiménez, responsable principal de un controvertido programa televisivo especializado en fenómenos paranormales y ufología. Dicho prólogo, un panegírico entusiasta del autor, sirve también para informar al lector de que Pablo Villarrubia es también miembro del equipo de guionistas del citado programa. Así, por tanto, ninguna sorpresa por los ditirámbicos elogios del prologuista: todo queda en casa. Sí, en cambio, una primera mosca detrás de la oreja del lector acerca del sesgo que a continuación se va a dar, por parte del autor, a las enigmáticas palabras contenidas en el título, concretamente las de “historia oculta”.
A esa primera mosca se unirán otras cuando, casi a las primeras de cambio, Pablo Villarrubia reconoce que el siniestro ha sido investigado a fondo anteriormente por otros autores, como el brasileño José Carlos Silvares o los españoles Fernando José García Echegoyen y, muy singularmente, por Francisco García Novell. ¿En qué consistirá, se pregunta el lector, la novedosa aportación del señor Villarrubia a la proclamada “historia oculta” del desastre?
El resultado final no puede ser más decepcionante. Novedad, descubrimiento de datos inéditos o esclarecimiento de los aspectos oscuros del suceso —que haberlos, haylos—, absolutamente nada.
¿Cuales son esos aspectos oscuros? Básicamente, se trata de dos. En primer lugar, el número de personas a bordo en el momento del naufragio. La capacidad del Príncipe de Asturias era de 150 pasajeros en primera clase, 120 en segunda, otros 120 en tercera y 1500 en sollados para emigrantes. Zarpó de Barcelona el 17 de febrero y, tras escalar en Valencia, Almería, Málaga, Cádiz y Las Palmas, emprendió su postrera travesía hacia Santos oficialmente con sólo 49 pasajeros de primera, 28 de segunda, 59 de tercera y 259 emigrantes, amén de 193 tripulantes. Insistentes rumores y especulaciones periodísticas indicaron en su día que la Naviera Pinillos, al igual que otras casas armadoras, solía llevar un elevado número de emigrantes en régimen de “clandestinos”. Generalmente, se trataba de prófugos de nacionalidades varias, pero con mayoría de italianos, que huían de la conscripción militar y de la Primera Guerra Mundial. Supuestamente, carecerían de pasaporte u otra documentación y la naviera no los declaraba, por ese motivo citado o por simples motivos de evasión fiscal, mediante un bien engrasado mecanismo de soborno de algunas autoridades portuarias en los puertos de embarque y de destino. Estas mismas suposiciones de la época añaden que el desgraciado PRÍNCIPE DE ASTURIAS y su gemelo INFANTA ISABEL nunca recalaban en los puertos sudamericanos con menos de 1000 o 1300 pasajeros reales a bordo. De ser ciertas dichas especulaciones, ese sería el escalofriante balance real del naufragio del 5 de febrero de 1916: más de 1000 víctimas, como mínimo.
Una labor seria de investigación podría y debería aclarar este punto. Quinientos o seiscientos ciudadanos europeos no desaparecen sin más, aunque se trate de una “versión 1916” de los emigrantes ilegales desesperados y sin papeles que actualmente mueren cada día en aguas de Libia, de Lampedusa, de Alborán o de Lesbos. Esas personas dejaron atrás, fuese en Italia, Francia o España, parientes y amigos y una memoria que, a pesar de la centuria transcurrida, representaría una pista a seguir. El señor Villarrubia, como aportación original a lo ya anteriormente publicado, podría haberlo hecho, pero —como luego veremos— sus prioridades eran otras.
El otro aspecto oscuro de esta catástrofe es el del oro que presuntamente transportaba el paquebote de Pinillos. Se trataría, nada más y nada menos, de once toneladas de dicho metal que se fueron al fondo y jamás fueron recuperados, al menos oficialmente. Existen, por supuesto, diversas hipótesis sobre el origen y destino de dicha enorme fortuna, entre las cuales la de que se trataba de un capital privado destinado a fundar un banco en Buenos Aires o que correspondía al pago del trigo previamente enviado por Argentina, sea a Gran Bretaña sea a la propia España. Pablo Villarrubia recoge estas hipótesis nunca contrastadas fehacientemente pero, curiosamente, se recrea en otra, la más disparatada de todas: que dicho oro pertenecía al gobierno español y estaba destinado a financiar la revolución mejicana de Zapata y Pancho Villa. Imaginar a un gobierno monárquico y liberal-conservador español, por definición no excesivamente sobrado de fondos, financiando con once toneladas de oro una revolución social en Méjico… ¡A eso sí que se le puede llamar un fenómeno paranormal con toda propiedad! Como también se recrea en otra versión aún más alambicada del mismo despropósito, haciendo al malogrado capitán Lotina partícipe activo de la operación. Según este desvarío, Lotina detuvo y fondeó el barco la misma noche del naufragio, en medio de un temporal, con poca visibilidad y en una zona peligrosa (“La cadena de proa del barco había sido lanzada al mar”, leemos en el libro) ¡para trasbordar unos pesados cofres conteniendo el oro a otra embarcación que los debería llevar a Méjico! Operación de trasbordo y parada del buque que, curiosamente, ninguno de los supervivientes detectó ni mencionó jamás y que resulta absolutamente inverosímil para cualquier profesional náutico.
Descartada cualquier labor seria de investigación, el libro “1916: el Titanic español. La historia oculta del naufragio del Príncipe de Asturias” queda reducido a una obra con dos partes claramente diferenciadas: una primera, que apenas abarca la mitad de sus aproximadamente 300 páginas, donde se describe la historia y características técnicas del buque, se relata el naufragio del mismo con arreglo al testimonio de los supervivientes y se dan reseñas biográficas tanto de algunas de las víctimas como de algunas de las personas salvadas. En una segunda parte de similar extensión, ya sin disfraces ni tapujos, se entra en lo que al autor realmente interesa, o sea los presuntos fenómenos paranormales, avistamientos de Ovnis, prácticas de brujería, historias de supuestos tesoros ocultos de corsarios y temas semejantes pseudo científicos que hayan podido tener como escenario la isla de Ilhabela y cercana tierra firme, todo ello salpimentado con algunos tópicos de baratillo sobre los indígenas. No vamos a perder ni un minuto en comentar esta segunda parte, pero sí señalar —como detalle entre curioso y grotesco— que el autor intenta “vendernos” una Ilhabela actual todavía misteriosa, esotérica y salvaje, una especie de “terra ignota” (literalmente, se la cita como “isla maldita”) reto de intrépidos aventureros como él, mientras que una simple consulta a Internet nos permite constatar que se trata de un boyante “resort” turístico brasileño con más de 200 establecimientos hoteleros anunciados en Booking.
En cuanto a la citada primera parte, desde la óptica de un profesional de la marina mercante, he de confesar que el libro, mal escrito, de lamentable sintaxis y plagado de portuguesismos como denominar “corteza” al corcho, “cruzador” a un navío de guerra clase crucero y “Crucero del Sur” a la constelación de la Cruz del Sur, es una divertida fuente de perlas cultivadas fruto de la absoluta ignorancia del autor sobre el medio marítimo. Muchas de esas perlas provienen de una deficiente corrección del texto, otras de la técnica del “copia y pega” de textos no contrastados debidamente de Wikipedia, herramienta muy útil pero en la que es preciso saber distinguir muy bien la información solvente respecto a la pura basura.
Una buena corrección del texto, por ejemplo, hubiese detectado que el autor se confunde al referirse, repetida e indistintamente, al principal competidor de la Naviera Pinillos como Compañía Trasatlántica o como Compañía Transoceánica, empresa ésta última creada en Barcelona sólo hacia 1921 con el fin de adquirir los buques transoceánicos de la naviera Pinillos & Cia., al quedar muy quebrantados el prestigio y las arcas de la misma tras el naufragio del PRÍNCIPE DE ASTURIASy, posteriormente, del VALVANERA.
A una mala digestión de Wikipedia, cabe achacar que en el libro se incluya un párrafo tan intrínsecamente absurdo como el que nos indica que el capitán Lotina, de 44 años de edad en 1916, “Llevaba quince años navegando por los mares. Cursó estudios en la Escuela de Náutica de Bilbao y aún muy joven capitaneó barcos en viajes cortos”. La realidad es que Lotina llevaba quince años… al servicio de Naviera Pinillos; su carrera náutica, obviamente, se inició bastante antes. Sin duda, era un experto marino que nunca hubiese mirado, como indica el autor de la obra que comentamos, “hacia la aleta de estribor” para tratar de localizar, en medio de un intenso chubasco, la luz de un faro que debía aparecer por la proa o por la amura de estribor. Un marino que la prensa de la época apodaba de “bizarro” y que el señor Villarrubia, acaso pensando en los posibles futuros lectores francófonos de su libro, aclara que “lo nombraban “bizarro”, pero no en el sentido que damos hoy a la palabra —de extraño o extravagante— sino como valiente y, por lo general, apuesto” Un capitán, en fin, que difícilmente hubiese dado la orden —minutos antes de la embarrancada— de “rumbo Sur 60 grados Oeste” (sic) para intentar abrirse de aquella costa que no lograba divisar en medio de la lluvia torrencial.
También nos hallamos con este otro párrafo, absolutamente hilarante, sobre la apariencia del segundo oficial Rufino Onzain: “Sobre sus cabellos engominados y peinados hacia atrás —al estilo de la época— llevaba siempre una gorra blanca con visera negra” ¡Lo sorprendente hubiese sido que llevase una gorra negra con visera blanca!
Asimismo, en la descripción del desgraciado buque, se indica que “Estaba dotado de un doble casco cuyo espacio hueco se podía rellenar con las bombas de agua de a bordo en caso de que navegara con poca carga para aumentar su estabilidad”, inefable párrafo que, lo hemos comprobado, ha sido extraído —¡cómo no!— de Wikipedia y que, en realidad, debe entenderse como que el barco disponía de tanques de lastre en el doble fondo…
Finalmente, ¿Cómo no llorar de emoción al descubrir —en otro párrafo memorable que reproducimos textualmente— que los marinos tenemos un rasgo diferencial que nos distingue del resto de los mortales?: “Los horarios que aparecen en el periódico son los que usan los marinos, en realidad, por ejemplo, las 20h corresponden a las 8h o las 21.30 equivalentes a las 9.30”.
¡Para qué seguir!